"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de enero de 2017

TIEMPO ORDINARIO 4a SEMANA MARTES

Marcos 5,21-43.

Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. 
Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: "Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva". 
Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados. 
Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. 
Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. 
Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: "Con sólo tocar su manto quedaré curada". 
Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal. 
Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: "¿Quién tocó mi manto?". 
Sus discípulos le dijeron: "¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?". 
Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido. 
Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad. 
Jesús le dijo: "Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad". 
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: "Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?". 
Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: "No temas, basta que creas". 
Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. 
Al entrar, les dijo: "¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme". 
Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. 
La tomó de la mano y le dijo: "Talitá kum", que significa: "¡Niña, yo te lo ordeno, levántate". 
En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer. 

COMUNIONES ESPIRITUALES

— Cristo en la Sagrada esta verdaderamente presente en la Eucaristía.
— Las comuniones espirituales. Deseos de recibir a Cristo.
— La Comunión sacramental. Preparación y acción de gracias.
I. Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti; no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí; cuando te invoco, escúchame enseguida1.
El Evangelio de la Misa2 relata los milagros que Jesús realizó en aquella ocasión, cuando volvió de nuevo a la otra orilla del lago, probablemente a Cafarnaún. San Lucas nos dice que todos estaban esperándole3. Están contentos de tener de nuevo a Jesús con ellos; y enseguida tomó el camino de la ciudad, seguido de sus discípulos y de la multitud que le rodea por todas partes.
Entre tantos que se apiñan en torno a Cristo, una mujer vacilante se acerca unas veces a Él, otras queda rezagada, mientras no cesa de repetirse: Si logro tocar su vestido quedaré curada. Doce años lleva enferma, y había puesto todos los remedios humanos a su alcance: Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda su fortuna. Pero aquel día comprendió que Jesús era su único remedio: no solo el de una enfermedad que la hacía impura ante la ley, sino el remedio de toda su vida. Alargó la mano y logró tocar el borde del manto del Señor. En ese momento Jesús se paró, y ella se sintió curada.
¿Quién ha tocado mi vestido?, pregunta Jesús, dirigiéndose a los que le rodean. Yo sé que una fuerza ha salido de mí4. Y en el mismo instante, la mujer vio que caían sobre ella aquellos ojos que llegaban hasta lo más profundo del corazón, y asustada y temblorosa y llena de júbilo, todo a la vez, se echó a sus pies.
También nosotros necesitamos cada día el contacto con Cristo, porque es mucha nuestra debilidad y muchas nuestras enfermedades. Y al recibirle en la Comunión sacramental se realiza este encuentro con Él, oculto en las especies sacramentales. Y son tantos los bienes que recibimos en cada Comunión que el Señor nos mira y nos puede decir: Yo sé que una fuerza ha salido de mí: un torrente de gracias que nos inunda de alegría, nos da la firmeza necesaria para seguir adelante, y causa el asombro de los ángeles.
Cuando nos acercamos a Cristo sabemos bien que nos encontramos ante un misterio inefable, y que ni siquiera en nuestras Comuniones más fervorosas somos dignos de recibirle como se merece. La Sagrada Eucaristía es la fuente escondida de donde llegan al alma indecibles bienes que se prolongan más allá de nuestra existencia aquí en la tierra...: Jesús viene a remediar nuestra necesidad, acude prontamente a nuestra súplica.
La amistad creciente con Cristo nos impulsa a desear que llegue el momento de la Comunión, para unirnos íntimamente con Él. Le buscamos con la diligencia de esta mujer enferma, con todos los medios a nuestro alcance (los humanos y los sobrenaturales, como el acudir a nuestro Ángel Custodio). Si alguna vez, por razón de viajes, exámenes, trabajo, etcétera, se nos hiciera más dificultoso acudir a recibirlo, pondremos más empeño, más ingenio, más amor; le buscamos entonces con la decisión con la que acudió María Magdalena al sepulcro, al amanecer del tercer día, sin importarle los soldados que lo custodian, ni la piedra que le impide el paso...
Santa Catalina de Siena explica con un ejemplo la importancia de desear vivamente la Comunión. Supongamos –dice– que varias personas poseen una vela de diverso peso y tamaño. La primera lleva una vela de una onza; la segunda de dos onzas; la tercera, de tres; esta, de una libra (16 onzas). Cada una enciende su vela. Y sucede que la que tiene la de una onza tiene menos capacidad de alumbrar que la de una libra. Así acontece a los que se acercan a la Comunión. Cada uno lleva un cirio, es decir, los santos deseos con que recibe este sacramento5. Estos santos deseos, condición de una fervorosa Comunión, se manifiestan en primer lugar en el empeño por apartar todo pecado venial deliberado y toda falta consciente de amor a Dios.
II. Todas las condiciones para recibir siempre con fruto la Comunión sacramental se pueden resumir en una sola: tener hambre de la Santa Eucaristía6. Esta hambre y esta sed de Cristo por nada pueden ser sustituidas.
Este vivo deseo de comulgar, señal de fe y de amor, nos conducirá a realizar muchas comuniones espirituales antes de recibirle sacramentalmente y durante el día, en medio de la calle o del trabajo, en cualquier ocupación. «La comunión espiritual consiste en un deseo ardiente de recibir a Jesús Sacramentado y en un abrazo amoroso como si ya lo hubiésemos recibido»7. Prolonga en cierto modo los frutos de la anterior Comunión eucarística, prepara la siguiente y nos ayuda a desagraviar por las veces en las que quizá no nos preparamos con la delicadeza y el amor que el Señor esperaba, y también por todos aquellos que comulgan con pecados graves y por cuantos, de una manera u otra, han olvidado que Cristo se ha quedado en este Santo Sacramento.
«La comunión espiritual se puede hacer sin que nadie nos vea, sin que sea preciso estar en ayunas, y se puede llevar a cabo a cualquier hora; porque consiste en un acto de amor; basta decir de todo corazón: (...) Creo, mi Jesús, que estáis en el Santísimo Sacramento; os amo y deseo mucho recibiros, venid a mi corazón; yo os abrazo; no os ausentéis de mí»8. O aquella otra que muchos cristianos aprendieron quizá al prepararse para recibir por vez primera a Jesús en su corazón: Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos9.
De modo particular, debemos ejercitarnos en las comuniones espirituales en aquel tiempo que antecede a la Misa y a la Comunión: por la noche, cuando llega la hora del descanso; por la mañana, al despertarnos, mientras nos preparamos para comenzar la jornada. De este modo, si ponemos empeño y si pedimos ayuda a nuestro Ángel Custodio, la Eucaristía presidirá nuestra existencia y será «el centro y la cima»10 al que se dirigen todos nuestros actos.
Acudamos en el día de hoy a nuestro Ángel Custodio para que nos recuerde frecuentemente la presencia cercana de Cristo en los sagrarios de la ciudad o del pueblo donde vivimos o donde nos encontramos, y que nos consiga gracias abundantes para que cada día sean mayores nuestros deseos de recibir a Jesús, y mayor nuestro amor, de modo particular en esos minutos en los que permanece sacramentalmente en nuestro corazón.
III. Por nuestra parte, debemos esforzarnos en acercarnos a Cristo con la fe de aquella mujer, con su humildad, con aquellos deseos grandes de querer sanar de los males que nos aquejan. «¿Quiénes somos, para estar tan cerca de Él? Como a aquella pobre mujer entre la muchedumbre, nos ha ofrecido una ocasión. Y no para tocar un poquito de su vestido, o un momento el extremo de su manto, la orla. Lo tenemos a Él. Se nos entrega totalmente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad. Lo comemos cada día, hablamos íntimamente con Él, como se habla con el padre, como se habla con el Amor»11. Es una realidad, como lo es nuestra existencia y el mundo y las personas que cada día encontramos mientras caminamos. Bajo las especies sacramentales se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo glorioso de Cristo con su alma y su divinidad, el mismo que nació de Santa María, el que permaneció durante cuarenta días con sus discípulos después de la Resurrección, el que después de su Ascensión al Cielo vela nuestro caminar terreno.
La Comunión no es un premio a la virtud, sino alimento para los débiles y necesitados; para nosotros. Y nuestra Madre la Iglesia nos exhorta a comulgar con frecuencia, diariamente a quien le es posible, y nos insiste a la vez en que pongamos todo el empeño en apartar la rutina, la tibieza, el desamor, en que purifiquemos el alma de los pecados veniales mediante los actos de contrición y la Confesión frecuente y, sobre todo, en que no comulguemos jamás con sombra alguna de pecado grave, sin habernos acercado antes al sacramento del Perdón12. Ante las faltas leves, el Señor nos pide lo que está a nuestro alcance: el arrepentimiento y el deseo de evitarlas. Además de disponer convenientemente el alma con actos de fe, de esperanza y de amor, es necesario disponer también el cuerpo: no haber tomado ningún alimento desde una hora antes y acercarse con la debida reverencia, correctamente vestido, etcétera. Es la naturalidad del cristiano que manifiesta el respeto adecuado a quien más se le debe, y consecuencia de la fe del que sabe a qué Banquete ha sido invitado. «Es necesario que todo nuestro porte exterior dé, a los que nos ven, la sensación de que nos preparamos para algo grande»13.
El amor a Jesús presente en la Sagrada Eucaristía se manifestará en el modo de dar gracias después de la Comunión; el amor es ingenioso y sabe encontrar modos propios para expresar la gratitud. Y esto aunque el alma se encuentre en la aridez más completa. La aridez no es tibieza, sino amor en el que está ausente el sentimiento, pero que impulsa a poner más esfuerzo y a pedir ayuda a los intercesores del Cielo, como el propio Ángel Custodio, que nos prestará en esta, como en otras ocasiones, grandes servicios.
Incluso las mismas distracciones deben ayudarnos a un mayor fervor a la hora de dar gracias al Señor por el bien incomparable de habernos visitado. Todo debe aprovecharnos para que en esos minutos en que tenemos al mismo Dios nos encontremos en las mejores disposiciones posibles dentro de nuestras muchas limitaciones.
La Virgen, Nuestra Señora, nos ayudará a preparar nuestra alma con aquella pureza, humildad y devoción con que Ella le recibió después del anuncio del Ángel.

30 de enero de 2017

TIEMPO ORDINARIO 4a SEMANA LUNES



Marcos 5,1-20.


Llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos. 
Apenas Jesús desembarcó, le salió al encuentro desde el cementerio un hombre poseído por un espíritu impuro. 
El habitaba en los sepulcros, y nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas. 
Muchas veces lo habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo. 
Día y noche, vagaba entre los sepulcros y por la montaña, dando alaridos e hiriéndose con piedras. 
Al ver de lejos a Jesús, vino corriendo a postrarse ante él, 
gritando con fuerza: "¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo de Dios, el Altísimo? ¡Te conjuro por Dios, no me atormentes!". 
Porque Jesús le había dicho: "¡Sal de este hombre, espíritu impuro!". 
Después le preguntó: "¿Cuál es tu nombre?". El respondió: "Mi nombre es Legión, porque somos muchos". 
Y le rogaba con insistencia que no lo expulsara de aquella región. 
Había allí una gran piara de cerdos que estaba paciendo en la montaña. 
Los espíritus impuros suplicaron a Jesús: "Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos". 
El se lo permitió. Entonces los espíritus impuros salieron de aquel hombre, entraron en los cerdos, y desde lo alto del acantilado, toda la piara -unos dos mil animales- se precipitó al mar y se ahogó. 
Los cuidadores huyeron y difundieron la noticia en la ciudad y en los poblados. La gente fue a ver qué había sucedido. 
Cuando llegaron adonde estaba Jesús, vieron sentado, vestido y en su sano juicio, al que había estado poseído por aquella Legión, y se llenaron de temor. 
Los testigos del hecho les contaron lo que había sucedido con el endemoniado y con los cerdos. 
Entonces empezaron a pedir a Jesús que se alejara de su territorio. 
En el momento de embarcarse, el hombre que había estado endemoniado le pidió que lo dejara quedarse con él. 
Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: "Vete a tu casa con tu familia, y anúnciales todo lo que el Señor hizo contigo al compadecerse de ti". 
El hombre se fue y comenzó a proclamar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho por él, y todos quedaban admirados. 

DESPRENDIMIENTO

— Jesús siempre vale más.
— Todas las cosas deben ser medios que nos acerquen a Cristo.
— Desprendimiento. Algunos detalles.
I. Nos dice San Marcos en el Evangelio de la Misa1 que llegó Jesús a la región de los gerasenos, una tierra de gentiles, al otro lado del lago de Genesaret. Allí, nada más dejar la barca, le salió al encuentro un endemoniado que, postrado ante Él, gritaba: ¿Qué tienes que ver conmigo, Jesús, hijo de Dios Altísimo? Te pido por Dios que no me atormentes. Porque Jesús le estaba diciendo: Espíritu inmundo, sal de este hombre. Jesús le preguntó por su nombre, y él respondió: Me llamo Legión, porque somos muchos. Y le rogaba con insistencia que no los expulsara de aquella región. Cerca del lugar donde ellos se encontraban pacía una gran piara de cerdos.
La aparición del Mesías lleva consigo la derrota del reino de Satanás, que por eso muestra su resistencia de modo tan acentuado en numerosos pasajes del Evangelio. Como en los demás milagros, cuando Jesús expulsa a los demonios pone de relieve su poder redentor. El Señor se presenta siempre en la vida de los hombres librándolos de los males que les oprimen: Pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído bajo el poder del diablo2, dirá San Pedro en el discurso ante Cornelio y su familia, resumiendo esta y otras muchas expulsiones de demonios que hizo el Señor.
Aquí los demonios hablan por boca de este hombre y se quejan de que Jesús haya venido a destruir su reino en la tierra. Y le piden quedarse en aquel lugar. Por eso quieren entrar en los cerdos. Era también, quizá, una manera de perjudicar y de vengarse de aquellas gentes, y de alborotarlas contra Jesús. El Señor accede, con todo, a la petición de los demonios. Entonces, la piara corrió con ímpetu por la pendiente hacia el mar y pereció en el agua. Los porqueros huyeron y dieron la noticia en la ciudad y en el campo. Y la gente fue a ver lo que había pasado.
San Marcos nos indica expresamente que eran alrededor de dos mil los cerdos que se ahogaron. Debió de significar una gran pérdida para aquellos gentiles. Quizá sea el rescate pedido a este pueblo por librar a uno de los suyos del poder del demonio: han perdido unos cerdos, pero han recuperado a un hombre. Y este endemoniado, este hombre «rebelde y dividido, con dominio miserable de una multitud de espíritus impuros, ¿no ofrece por ventura algún parecido con un tipo humano que no es ajeno a nuestro tiempo? En todo caso, el alto costo pagado por la liberación de aquel hombre, la hecatombe de la piara de los dos mil cerdos ahogados en las aguas del mar de Galilea, tal vez sea el índice del elevado precio que tiene el rescate del hombre pagano contemporáneo. Un costo valorable también en riquezas que se pierden; un rescate cuyo precio es la pobreza del que generosamente intenta redimirle. La pobreza real de los cristianos quizá sea el valor que Dios haya fijado por el rescate del hombre de hoy. Y vale la pena pagarlo (...); un solo hombre vale mucho más que dos mil cerdos»3, vale más que todo el mundo creado con sus riquezas y sus maravillas.
Sin embargo, sobre estas gentes pesa más el daño temporal que la liberación del endemoniado. En el cambio de un hombre por unos cerdos se inclinan por estos, por los cerdos. Ellos, al ver lo que había pasado, rogaron a Jesús que se marchara de su país. Cosa que el Señor hizo enseguida.
La presencia de Jesús en nuestras vidas puede significar, alguna vez, perder la ocasión de un buen negocio, porque no era del todo limpio, o por no poder competir con los mismos medios ilícitos que nuestros colegas..., o, sencillamente, porque quiere que ganemos su corazón con nuestra pobreza. Y siempre nos pedirá el Señor, para permanecer junto a Él, un desprendimiento efectivo de los bienes, una pobreza cristiana real, que señale con claridad la primacía de lo espiritual sobre lo material, y del fin último –la salvación, la nuestra y la del prójimo– sobre los fines temporales del bienestar humano.
II. Le pidieron a Jesús que se alejase de su región. No incurramos nosotros jamás en la aberración de decir a Jesús que se aleje de nuestra vida, porque por manifestarnos como cristianos perdamos en alguna circunstancia un cargo público, un puesto de trabajo, o debamos sufrir un perjuicio material de cualquier clase. Al contrario, hemos de decirle muchas veces al Señor, con las palabras que el sacerdote pronuncia en secreto antes de la Comunión en la Santa Misa: fac me tuis semper inhaerere mandatis, et a te numquam separari permittas: haz que cumpla siempre tus mandatos y no permitas que me separe nunca de Ti. Es preferible estar con Cristo sin nada, que estar sin Él y tener todos los tesoros del mundo juntos. «Bien sabe la Iglesia que solo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solo los elementos humanos»4.
Todas las cosas de la tierra son medios para acercarnos a Dios. Si no sirven para eso, no sirven ya para nada. Más vale Jesús que cualquier negocio, más que la vida misma. «Si destierras de ti a Jesús y lo pierdes, ¿a dónde irás?, ¿a quién buscarás por amigo? Sin amigo no puedes vivir mucho; y si no fuere Jesús tu especialísimo amigo, estarás triste y desconsolado»5. Perderás mucho en esta vida, y todo en la otra.
Los primeros cristianos, y muchos hombres y mujeres a lo largo de los siglos, han preferido el martirio antes que perder a Cristo. «Durante las persecuciones de los primeros siglos, las penas habituales eran la muerte, la deportación y el exilio.
»Hoy, a la prisión, a los campos de concentración o de trabajos forzados, a la expulsión de la propia patria, se han unido otras penas menos llamativas pero más sutiles: no es ya una muerte sangrienta, sino una especie de muerte civil; no solo la segregación en una prisión o en un campo, sino la restricción permanente de la libertad personal o la discriminación social (...)»6. ¿Seremos nosotros capaces de perder, si fuera necesario, la honra o la fortuna, a cambio de permanecer con Dios?
Seguir a Jesús no es compatible con todo. Hay que elegir, y renunciar a todo lo que sea un impedimento para estar con Él. Para eso, debemos tener muy enraizada en el alma una clara disposición de horror al pecado, pidiendo al Señor y a su Madre que aparten de nosotros todo lo que nos separe de Él: «Madre, líbranos a tus hijos –a cada una, a cada uno– de toda mancha, de todo lo que nos aparte de Dios, aunque tengamos que sufrir, aunque nos cueste la vida»7. ¿Para qué queremos el mundo entero si perdiéramos a Jesús?
III. «Y que entre los moradores de aquella región había gentes necias –comenta San Juan Crisóstomo– bien claro se ve por el desenlace de todo este episodio. Porque cuando debían haberse postrado en adoración y admirar su poder, le mandaron recado suplicándole que se marchara de sus términos»8. Jesús fue a visitarles y no supieron comprender quién estaba allí, a pesar de los prodigios que había hecho. Esta fue la mayor necedad de estas gentes: no reconocer a Jesús.
El Señor pasa cerca de nuestra vida todos los días. Si tenemos el corazón apegado a las cosas materiales no le reconoceremos; y hay muchas formas, algunas muy sutiles, de decirle que se vaya de nuestros dominios, de nuestra vida, ya que nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas9.
Conocemos por propia experiencia el peligro que corremos de servir a los bienes terrenos, en sus múltiples manifestaciones de deseo desordenado de mayores bienes, aburguesamiento, comodidad, lujo, caprichos, gastos innecesarios, etc.; y vemos también lo que ocurre a nuestro alrededor: «Muchos hombres parecen guiarse por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu materialista»10. Piensan que su felicidad está en los bienes materiales y se llenan de ansiedad por conseguirlos.
Nosotros debemos estar desprendidos de todo cuanto tenemos. De este modo, sabremos utilizar todos los bienes de la tierra según lo dispuesto por Dios, y tendremos el corazón en Él y en los bienes que nunca se agotan. El desasimiento hace de la vida un sabroso camino de austeridad y eficacia. El cristiano ha de examinar con frecuencia si se mantiene vigilante para no caer en la comodidad, o en un aburguesamiento que no se compagina de ninguna forma con ser discípulo de Cristo; si procura no crearse necesidades superfluas; si las cosas de la tierra le acercan o le separan de Dios. Siempre podemos y debemos ser parcos en las necesidades personales, frenando los gastos superfluos, no cediendo a los caprichos, venciendo la tendencia a crearse falsas necesidades, siendo generosos en la limosna.
También podemos considerar hoy en nuestra oración si estamos dispuestos a tirar lejos de nosotros lo que nos estorbe para acercarnos a Cristo, como hizo Bartimeo, aquel ciego que pedía limosna en las afueras de Jericó11.
El Señor vale infinitamente más que todos los bienes creados. No ocurrirá en nuestra vida como en la de aquellos gerasenos: toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, al verle, le rogaron que se alejara de su región12. Nosotros, por el contrario, digámosle, con las palabras de la oración de San Buenaventura para después de la Comunión: que Tú seas siempre (...) mi herencia, mi posesión, mi tesoro, en el cual esté siempre fija y firme e inconmoviblemente arraigada mi alma y mi corazón13. Señor, ¿a dónde iría yo sin Ti?

29 de enero de 2017

TIEMPO ORDINARIO 4a SEMANA DOMINGO

Mateo 5,1-12.

Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él.
Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
"Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron." 

BIENAVENTURANZAS

— Las bienaventuranzas, camino de santidad y de felicidad.
— Nuestra felicidad viene de Dios.
— No perderemos la alegría si buscamos en todo al Señor.
I. Una inmensa multitud venida de todas partes rodea al Señor. De Él esperan su doctrina salvadora, que dará sentido a sus vidas. Viendo Jesús este gentío subió a un monte, donde, habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos, y abriendo su boca les enseñaba1.
Y es esta la ocasión que aprovecha el Señor para dar una imagen profunda del verdadero discípulo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran...
No resulta difícil imaginar la impresión –quizá de desconcierto y, en algunos de los oyentes, incluso de decepción– que estas palabras del Señor debieron de causar en quienes escuchaban. Jesús acababa de formular el espíritu nuevo que había venido a traer a la tierra; un espíritu que constituía un cambio completo de las usuales valoraciones humanas, como la de los fariseos, que veían en la felicidad terrena la bendición y premio de Dios y, en la infelicidad y desgracia, el castigo2. En general, «el hombre antiguo, aun en el pueblo de Israel, había buscado la riqueza, el gozo, la estimación, el poder, considerando todo esto como la fuente de toda felicidad. Jesús propone otro camino distinto. Exalta y beatifica la pobreza, la dulzura, la misericordia, la pureza y la humildad»3.
Al volver a meditar ahora, en nuestra oración, estas palabras del Señor, vemos que aún hoy día se insinúa en las personas el desconcierto ante ese contraste: la tribulación que lleva consigo el camino de las Bienaventuranzas y la felicidad que Jesús promete. «El pensamiento fundamental que Jesús quería inculcar en sus oyentes era este: solo el servir a Dios hace al hombre feliz. En medio de la pobreza, del dolor, del abandono, el verdadero siervo de Dios puede decir con San Pablo: Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones. Y, por el contrario, un hombre puede ser infinitamente desgraciado aunque nade en la opulencia y viva en posesión de todos los goces de la tierra»4. No en vano aparecen en el Evangelio de San Lucas, después de las Bienaventuranzas, aquellas exclamaciones del Señor: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestra consolación! ¡Ay de vosotros, los que os saciáis ahora! (...). ¡Ay de vosotros, todos los que sois aplaudidos por los hombres, porque así hicieron sus padres con los falsos profetas!5.
Quienes escuchaban al Señor entendieron bien que aquellas Bienaventuranzas no enumeraban distintas clases de personas, no prometían la salvación a determinados grupos de la sociedad, sino que señalaban inequívocamente las disposiciones religiosas y la conducta moral que Jesús exige a todo el que quiera seguirle. «Es decir, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran (...) no indican personas distintas entre sí, sino que son como diversas exigencias de santidad dirigidas a quien quiere ser discípulo de Cristo»6.
El conjunto de todas las Bienaventuranzas señala el mismo ideal: la santidad. Hoy, al escuchar de nuevo, en toda su radicalidad, las palabras del Señor, reavivamos el afán de santidad como eje de toda nuestra vida. Porque «Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna. Un solo puchero y un solo alimento: mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra (Jn 4, 34). A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén»7. Cualesquiera que sean las circunstancias que atraviese nuestra vida, hemos de sabernos invitados a vivir la plenitud de la vida cristiana. No puede haber excusas, no podemos decirle al Señor: espera a que se solucione este problema, a que me reponga de esta enfermedad, a que deje de ser calumniado o de ser perseguido..., y entonces comenzaré de verdad a buscar la santidad. Sería un triste engaño no aprovechar esas circunstancias duras para unirnos más al Señor.
II. No desagrada a Dios que pongamos los medios oportunos para evitar el dolor, la enfermedad, la pobreza, la injusticia..., pero las Bienaventuranzas nos enseñan que el verdadero éxito de nuestra vida está en amar y cumplir la voluntad de Dios sobre nosotros. Nos muestran, a la vez, el único camino capaz de llevar al hombre a vivir con la plena dignidad humana que conviene a su condición de persona. En una época en que tantas cosas empujan hacia el envilecimiento y la degradación personal, las Bienaventuranzas son una invitación a la rectitud y a la dignidad de vida8. Por el contrario, intentar a toda costa –como si se tratara de un mal absoluto– sacudir el peso del dolor, de la tribulación, o buscar el éxito humano como un fin en sí mismo, son caminos que el Señor no puede bendecir, y que no conducen a la felicidad.
«Bienaventurado» significa «feliz», «dichoso», y en cada una de las Bienaventuranzas «comienza Jesús prometiendo la felicidad y señalando los medios de conseguirla. ¿Por qué comenzará Nuestro Señor hablando de la felicidad? Porque en todos los hombres existe una tendencia irresistible a ser felices; este es el fin que todos sus actos se proponen; pero muchas veces buscan la felicidad donde no se encuentra, donde no hallarán sino miseria»9.
El Señor nos señala aquí los caminos para ser felices sin límite y sin fin en la vida eterna, y también para serlo en esta vida, viviendo con plena dignidad, como conviene a la condición de persona. Son caminos bien diferentes a los que, con frecuencia, suele escoger el hombre.
Buscad al Señor los humildes que cumplís sus mandamientos (...). Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor, se nos dice en la Primera lectura de la Misa10.
La pobreza de espíritu, el hambre de justicia, la misericordia, la limpieza de corazón y el soportar ser rechazados por causa del Evangelio manifiestan una misma actitud del alma: el abandono en Dios. Y esta es la actitud que nos impulsa a confiar en Dios de un modo absoluto e incondicional. Es la postura de quien no se contenta con los bienes y consuelos de las cosas de este mundo, y tiene puesta su esperanza última más allá de estos bienes, que resultan pobres y pequeños para una capacidad tan grande como es la del corazón humano.
Bienaventurados los pobres de espíritu... Y en el Magnificat de la Virgen escuchamos: Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada11. ¡Cuántos se transforman en hombres vacíos, porque se sienten satisfechos con lo que ya tienen! El Señor nos invita a no contentarnos con la felicidad que nos pueden dar unos bienes pasajeros, y nos anima a desear aquellos que Él tiene preparados para nosotros.
III. Dice Jesús a quienes le siguen –en aquel tiempo y ahora– que no será obstáculo para ser felices el que los hombres os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo12. Así como ninguna cosa de la tierra puede dar la felicidad que todo hombre busca, tampoco nada, si estamos unidos a Dios, puede quitárnosla. Nuestra felicidad y nuestra plenitud vienen de Dios. «¡Oh vosotros que sentís más pesadamente el peso de la cruz! Vosotros que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los que estáis perseguidos por la justicia, vosotros sobre los que se calla, vosotros los desconocidos del dolor, tened ánimo; sois los preferidos del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; sois los hermanos de Cristo paciente, y con Él, si queréis, salváis el mundo»13.
Pidamos al Señor que transforme nuestras almas, que realice un cambio radical en nuestros criterios sobre la felicidad y la desgracia. Somos necesariamente felices si estamos abiertos a los caminos de Dios en nuestras vidas, y si aceptamos la buena nueva del Evangelio.
Y esto, también en el caso de que otras gentes parezcan conseguir todos los bienes que se pueden alcanzar en esta corta vida. No se debe tener al rico por dichoso solo por sus riquezas –dice San Basilio–; ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo; ni al sabio por su gran elocuencia. Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad14. Sabemos que, muchas veces, estos mismos bienes se convierten en males y en desgracia para la persona que los posee y para los demás, cuando no están ordenados según el querer de Dios. Sin el Señor, el corazón se sentirá siempre insatisfecho y desgraciado.
Cuando para encontrar esa felicidad los hombres ensayamos otros caminos que no son los de la voluntad de Dios, que no son los que nos ha trazado el Maestro, al final solo se encuentra soledad y tristeza. La experiencia de todos los que no quisieron entender a Dios, que les hablaba de distintas maneras, ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay felicidad estable y duradera. Lejos del Señor solo se recogen frutos amargos y, de una forma u otra, se acaba como el hijo pródigo fuera de la casa paterna: comiendo bellotas y apacentando puercos15.
Son dichosos quienes buscan a Cristo, quienes piden y fomentan el deseo de santidad. En Cristo están ya presentes todos los bienes que constituyen la verdadera felicidad. «“Laetetur cor quaerentium Dominum” —Alégrese el corazón de los que buscan al Señor.
»—Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza»16.
Cuando falta la alegría, ¿no estará la causa en que, en esos momentos, no buscamos de verdad al Señor en el trabajo, en quienes nos rodean, en las contradicciones? ¿No será que no estamos todavía desprendidos del todo? ¡Que se alegren los corazones que buscan al Señor!

28 de enero de 2017

SANTO TOMAS DE AQUINO *

Marcos 4,35-41.

Al atardecer de ese mismo día, les dijo: "Crucemos a la otra orilla". 
Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. 
Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. 
Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. 
Lo despertaron y le dijeron: "¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?". Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: "¡Silencio! ¡Cállate!". El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. 
Después les dijo: "¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?"
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: "¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?". 



* Nació hacia el año 1225 en el castillo de Roccaseca, de Aquino, cerca de Montecassino (Italia). Estudió primero en la abadía benedictina de este lugar y luego en Nápoles; a los veinte años ingresó en la Orden de Predicadores, a pesar de la fuerte oposición familiar. Fue maestro de Filosofía y Teología en Roma, Nápoles, Viterbo y, principalmente, en Colonia y París. Elaboró la primera síntesis teológica, partiendo de la filosofía de Aristóteles, de la teología de San Agustín y de la Sagrada Escritura. Su gran piedad se trasluce de modo especial en sus sermones y en el Oficio que compuso para la fiesta del Corpus Christi. El Magisterio de la Iglesia, desde su muerte, ha hecho suya su doctrina «por estar más conforme que ninguna otra con las verdades reveladas, las enseñanzas de los Santos Padres y la recta razón» (Juan XXIII). Su autoridad doctrinal es universalmente reconocida.
Murió cerca de Terracina el 7 de marzo de 1274, cuando se dirigía al Concilio de Lyón. Su fiesta se celebra hoy, 28 de enero, día en que su cuerpo fue trasladado a Toulouse, en el año 1639. Fue canonizado y declarado Doctor de la Iglesia en el año 1323.

EL AMOR LLEVA AL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD

— El camino hacia Dios: piedad y doctrina.
— Autoridad de Santo Tomás. Necesidad de formación.
— La doctrina, alimento de la piedad.
I. En la asamblea le da la palabra, el Señor lo llena de espíritu de sabiduría e inteligencia, lo viste con un traje de honor1.
Cuando Santo Tomás tenía aún pocos años solía preguntar reiteradamente a su maestro de Montecassino: «¿Quién es Dios?», «explicadme qué cosa es Dios». Y pronto comprendió que para conocer al Señor no bastan los maestros y los libros. Se necesita además que el alma le busque de verdad y se entregue con corazón puro, humilde, y con una intensa oración. En él se dio una gran unión entre doctrina y piedad. Nunca comenzó a escribir o a enseñar sin haberse encomendado antes al Espíritu Santo. Cuando trabajaba en el estudio y exposición del Sacramento de la Eucaristía solía bajar a la capilla y pasar largas horas delante del Sagrario.
Dotado de un talento prodigioso, Santo Tomás llevó a cabo la síntesis teológica más admirable de todos los tiempos. Su vida, relativamente corta, fue una búsqueda profunda y apasionada del conocimiento de Dios, del hombre y del mundo a la luz de la Revelación divina. El saber antiguo de los autores paganos y de los Santos Padres le proporcionó elementos para llevar a cabo una síntesis armoniosa de razón y fe que ha sido propuesta repetidamente por el Magisterio de la Iglesia como modelo de fidelidad a la Iglesia y a las exigencias de un sano razonamiento.
Santo Tomás es ejemplo de humildad y de rectitud de intención en el trabajo. Un día, estando en oración, oyó la voz de Jesús crucificado que le decía: «Has escrito bien de Mí, Tomás: ¿qué recompensa quieres por tu trabajo?». Y él respondió: «Señor, no quiero ninguna cosa, sino a Ti»2. También en este momento se manifestaron la sabiduría y la santidad de Tomás, y nos enseña lo que hemos de pedir y desear nosotros sobre cualquier otra cosa.
Con su enorme talento y sabiduría, siempre tuvo conciencia de la pequeñez de su obra ante la inmensidad de su Dios. Un día en que había celebrado la Santa Misa con especial recogimiento, decidió no volver a escribir más: dejó inconclusa su obra magna, la Suma Teológica. Y ante las preguntas insistentes de sus colaboradores acerca de la interrupción de su trabajo, contestó el Santo: «Después de lo que Dios se dignó revelarme el día de San Nicolás, me parece paja todo cuanto he escrito en mi vida, y por eso no puedo escribir más»3. Dios es siempre más de lo que puede pensar la inteligencia más poderosa, de lo que desea el corazón más sediento.
El Doctor Angélico nos enseña cómo hemos de buscar a Dios: con la inteligencia, con una honda formación, adecuada a las peculiares circunstancias de cada uno, y con una vida de amor y de oración4.
II. El Magisterio de la Iglesia ha recomendado frecuentemente a Santo Tomás como guía de los estudios y de la investigación teológica. La Iglesia ha hecho suya esta doctrina, por ser la más conforme con las verdades reveladas, las enseñanzas de los Santos Padres y la razón natural5. Y el Concilio Vaticano II recomienda profundizar en los misterios de la fe y descubrir su mutua conexión «bajo el magisterio de Santo Tomás»6. Los principios de Santo Tomás son faros que arrojan luz sobre los problemas más importantes de la filosofía y hacen posible entender mejor la fe en nuestro tiempo7.
La fiesta de Santo Tomás trae a nuestra meditación de hoy la necesidad de una sólida formación doctrinal religiosa, soporte indispensable de nuestra fe y de una vida plenamente cristiana en toda ocasión. Solo así, meditando y estudiando los puntos capitales de la doctrina católica, enriqueceremos nuestro vivir cristiano y podremos contrarrestar mejor esa ola de ignorancia religiosa que, a todos los niveles, recorre el mundo. Si tenemos buena doctrina en nuestra inteligencia no estaremos a merced de los estados de ánimo y del solo sentimiento, que puede ser frágil y cambiante. En ocasiones esta formación comienza por el repaso del Catecismo de la doctrina cristiana y por la constancia en la lectura espiritual que nos indica quién aconseja a nuestra alma.
La formación adecuada, profunda, es imprescindible en una época en que la confusión y los errores doctrinales se multiplican y los medios a través de los cuales pueden difundirse son más abundantes y poderosos (lecturas, televisión, radio, etc.). Es necesario decir «creo todo lo que Dios ha revelado», pero esta fe entraña el compromiso de no desentenderse de lograr una mejor y más profunda comprensión de los misterios de la fe, según las propias circunstancias, pues en caso contrario no daríamos importancia a aquello que Dios, en su infinito amor, ha querido revelarnos para que crecieran la fe, la esperanza y la caridad. Santa Teresa de Jesús decía que «quien más conoce a Dios, más fácil se le hacen las obras»8, interpreta con una visión más aguda los acontecimientos, santifica mejor su quehacer y encuentra sentido al dolor que toda vida lleva consigo. «No sé cuántas veces me han dicho –escribe un autor de nuestros días– que un anciano irlandés que solo sepa rezar el Rosario puede ser más santo que yo, con todos mis estudios. Es muy posible que así sea; y por su propio bien, espero que así sea. No obstante, si el único motivo para hacer tal afirmación es el de que sabe menos teología que yo, ese motivo no me convence; ni a mí ni a él. No le convencería a él, porque todos los ancianos irlandeses con devoción al Santo Rosario y al Santísimo que he conocido (y muchos de mis antepasados lo han sido) estaban deseosos de conocer más a fondo su fe. No me convencería a mí, porque si bien es evidente que un hombre ignorante puede ser virtuoso, es igualmente evidente que la ignorancia no es una virtud. Ha habido mártires que no hubieran sido capaces de enunciar correctamente la doctrina de la Iglesia, siendo el martirio la máxima prueba del amor. Sin embargo, si hubieran conocido más a Dios, su amor habría sido mayor»9. Y nosotros sabremos amar más a Jesús si ponemos empeño en conocerle a Él y en conocer su doctrina, que se nos transmite en la Iglesia. Por esto, hoy, que celebramos a este Santo Doctor de la Iglesia, es oportuno que nos preguntemos si ponemos verdadero interés en aprovechar aquellos medios de formación que tenemos a nuestro alcance, y si sentimos la urgencia de una adecuada formación doctrinal que contrarreste esa enorme ola de ignorancia y de error que se abate sobre tantos fieles indefensos.
III. Considerando la vida y la obra de Santo Tomás, advertimos cómo la piedad exige doctrina; por eso, la formación nos lleva a una piedad profunda, manifestada casi siempre de modo sencillo. En el autógrafo de la Suma contra Gentiles se encuentran, por ejemplo, las palabras del Ave María repartidas por los márgenes, como jaculatorias que ayudaban al Santo a mantener el corazón encendido. Y cuando quería probar la pluma, lo hacía escribiendo estas y otras jaculatorias10. Todos sus escritos y sus enseñanzas orales llevan a amar más a Dios, con más profundidad, con más ternura. De él es esta sentencia: de la misma manera que quien poseyese un libro en el que estuviera contenida toda la ciencia solo buscaría saber este libro, así nosotros no debemos sino buscar solo a Cristo, porque en Él, como dice San Pablo, están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia11. Toda la doctrina que aprendemos nos ha de llevar a amar a Jesús, a desear servirle con más prontitud y alegría.
«Piedad de niños y doctrina de teólogos», solía inculcar San Josemaría Escrivá, porque la fe firme, cimentada sobre sólidos principios doctrinales, se manifiesta frecuentemente en una vida de infancia en la que nos sentimos pequeños ante Dios y nos atrevemos a manifestarle el amor a través de cosas muy pequeñas, que Él bendice y acoge con una sonrisa, como hace un padre con su hijo. El amor -enseñó Santo Tomás lleva al conocimiento de la verdad12, y todo el conocimiento está ordenado a la caridad como a su fin13. El conocimiento de Dios debe llevar a realizar frecuentes actos de amor, a una disposición firme de trato amable, sin miedos, con Él. Mientras la mente atiende al pequeño deber de cada momento, el corazón está fijo en Dios, recibiendo el suave impulso de la gracia, que la hace tender hacia el Padre, en el Hijo y por el Espíritu Santo.
Una formación doctrinal más profunda lleva a tratar mejor a la Humanidad Santísima del Señor, a la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, a San José, «nuestro Padre y Señor», a los ángeles custodios, a las benditas almas del Purgatorio... Examinemos hoy cómo es nuestro empeño por adquirir esa formación sólida y cómo la difundimos a nuestro alrededor -con naturalidad y como quien da un tesoro en la propia familia, entre los amigos... y siempre que tenemos la menor oportunidad.

27 de enero de 2017

TIEMPO ORDINARIO 3a SEMANA JUEVES

Marcos 4,26-34.

Y decía: "El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: 
sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha". 
También decía: "¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra". 
Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo. 

FIDELIDAD A LA GRACIA

— La gracia de Dios da siempre sus frutos 
— Los frutos de la correspondencia.
— Evitar el desaliento por los defectos 
I. El Evangelio de la Misa1 nos presenta una pequeña parábola, que recoge solo San Marcos. Nos habla en ella el Señor del crecimiento de la semilla echada en la tierra; una vez sembrada crece con independencia de que el dueño del campo duerma o vele, y sin que sepa cómo se produce. Así es la semilla de la gracia que cae en las almas; si no se le ponen obstáculos, si se le permite crecer, da su fruto sin falta, no dependiendo de quien siembra o de quien riega, sino de Dios que da el incremento2.
Nos da gran confianza en el apostolado considerar frecuentemente que «la doctrina, el mensaje que hemos de propagar, tiene una fecundidad propia e infinita, que no es nuestra, sino de Cristo»3. En la propia vida interior también nos llena de esperanza saber que la gracia de Dios, si nosotros no lo impedimos, realiza silenciosamente en el alma una honda transformación, mientras dormimos o velamos, en todo tiempo, haciendo brotar en nuestro interior –quizá ahora mismo, en la oración– resoluciones de fidelidad, de entrega y de correspondencia.
El Señor nos ofrece constantemente su gracia para ayudarnos a ser fieles, cumpliendo el pequeño deber de cada momento, en el que se nos manifiesta su voluntad y en el que está nuestra santificación. De nuestra parte queda aceptar esas ayudas y cooperar con generosidad y docilidad. Sucede al alma algo parecido a lo que le ocurre al cuerpo: los pulmones necesitan aspirar oxígeno continuamente para renovar la sangre. Quien no respira, acaba por morir de asfixia; quien no recibe con docilidad la gracia que Dios da continuamente, termina por morir de asfixia espiritual4.
Recibir la gracia con docilidad es empeñarnos en llevar a cabo aquello que el Espíritu Santo nos sugiere en la intimidad de nuestro corazón: cumplir cabalmente nuestros deberes –en primer lugar todo lo que se refiere a nuestros compromisos con Dios–; empeñarnos con decisión en alcanzar una meta en una determinada virtud; llevar con garbo sobrenatural y sencillez una contrariedad que quizá se prolonga y nos resulta costosa... Dios nos mueve interiormente, recordándonos a menudo las orientaciones recibidas en la dirección espiritual, y cuanto mayor es la fidelidad a esas gracias, mejor nos disponemos para recibir otras, más facilidad encontramos para realizar obras buenas, mayor alegría hay en nuestra vida, porque la alegría siempre está muy relacionada con la correspondencia a la gracia.
II. La docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo es necesaria para conservar la vida de la gracia y para tener frutos sobrenaturales. Como nos dice el Señor en la parábola que venimos meditando, la semilla en nuestro corazón tiene la fuerza necesaria para germinar, crecer y dar fruto. Pero en primer lugar es necesario dejar que llegue al alma, darle cabida en nuestro interior, acogerla y no dejarla a un lado, pues «las oportunidades de Dios no esperan. Llegan y pasan. La palabra de vida no aguarda; si no nos la apropiamos, se la llevará el demonio. Él no es perezoso, antes bien, tiene los ojos siempre abiertos y está siempre preparado para saltar, y llevarse el don que vosotros no usáis»5: vivir la pequeña mortificación de dejar ordenados los instrumentos de trabajo, confesar el día que se había previsto, hacer el examen de conciencia con el empeño necesario para darse cuenta de lo que falla y en qué quiere el Señor que se ponga la lucha al día siguiente, vivir el «minuto heroico» al levantarse, desviar o al menos callar en esa conversación en la que no queda bien una persona ausente... La resistencia a la gracia produce sobre el alma el mismo efecto que «el granizo sobre un árbol en flor que prometía abundantes frutos; las flores quedan agostadas y el fruto no llega a sazón»6. La vida interior se empobrece y muere.
El Espíritu Santo nos da innumerables gracias para evitar el pecado venial deliberado y aquellas faltas que, sin ser propiamente un pecado, desagradan a Dios; los santos han sido quienes con mayor delicadeza respondieron a estas ayudas sobrenaturales. También recibimos incontables gracias para santificar las acciones de la vida ordinaria, realizándolas con empeño humano, con perfección, con pureza de intención, por motivos humanos nobles y por motivos sobrenaturales. Si somos fieles, desde por la mañana hasta la noche, a las ayudas que recibimos, nuestros días terminarán llenos de actos de amor a Dios y al prójimo, en los momentos agradables y en los que quizá nos sentimos más cansados, con menos fuerzas y ánimos: todos son buenos para dar fruto. Una gracia lleva consigo otra –al que tiene se le dará7, leíamos ayer en el Evangelio de la Misa– y el alma se fortalece en el bien en la medida en que lo practica, cuanto más trecho se recorre. Cada día es un gran regalo que nos hace el Señor para que lo llenemos de amor en una correspondencia alegre, contando con las dificultades y obstáculos y con el impulso divino para superarlos y convertirlos en motivo de santidad y de apostolado. Todo es bien distinto cuando lo realizamos por amor y para el Amor.
III. «El hombre echa la semilla en la tierra cuando forma en su corazón el buen propósito (...); y la semilla germina y crece sin él darse cuenta, porque, aunque todavía no puede advertir su crecimiento, la virtud, una vez concebida, camina a la perfección, y de suyo la tierra fructifica, porque, con la ayuda de la gracia, el alma del hombre se levanta espontáneamente a obrar el bien. Pero la tierra primero produce el trigo en hierba, luego la espiga, y al fin la espiga el trigo»8. La vida interior necesita tiempo, crece y madura como el trigo en el campo.
La fidelidad a los impulsos que el Señor quiere darnos también se manifiesta en evitar el desaliento por nuestras faltas y la impaciencia al ver que sigue costando, quizá, llevar a término con profundidad la oración, desarraigar un defecto o acordarse más veces del Señor mientras se trabaja. El labriego es paciente: no desentierra la semilla ni abandona el campo por no encontrar el fruto esperado en un tiempo que él juzga suficiente para recogerlo; los labradores conocen bien que deben trabajar y esperar, contar con la escarcha y con los días soleados; saben que la semilla está madurando sin que él sepa cómo, y que llegará el tiempo de la siega. «La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. —No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede.
»Es menester lograr que las almas apunten muy alto: empujarlas hacia el ideal de Cristo; llevarlas hasta las últimas consecuencias, sin atenuantes ni paliativos de ningún género, sin olvidar que la santidad no es primordialmente obra de brazos. La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias.
»Fomenta tus santas impaciencias..., pero no me pierdas la paciencia»9, como no la pierde el labriego con una sabiduría de siglos. Aprendamos a «apuntar muy alto» en la santidad y en el apostolado esperando el tiempo oportuno, sin desalentarnos jamás, recomenzando muchas veces en nuestros propósitos audaces.
Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que la superación de un defecto o la adquisición de una virtud no depende normalmente de violentos esfuerzos esporádicos, sino de la continuidad humilde de la lucha, de la constancia en intentarlo una y otra vez, contando con la misericordia del Señor. No podemos, por impaciencia, dejar de ser fieles a las gracias que recibimos; esa impaciencia hunde sus raíces, casi siempre, en la soberbia. «Hay que tener paciencia con todo el mundo –señala San Francisco de Sales–, pero, en primer lugar, con uno mismo»10. Nada es irremediable para quien espera en el Señor; nada está totalmente perdido; siempre hay posibilidad de perdón y de volver a empezar: humildad, sinceridad, arrepentimiento... y volver a empezar, correspondiendo al Señor, que está empeñado en que superemos los obstáculos. Hay una alegría profunda cada vez que recomenzamos de nuevo. Y en nuestro paso por la tierra habremos de hacerlo muchas veces, porque faltas las habrá siempre, y tendremos deficiencias, fragilidades, pecados. Seamos humildes y pacientes. El Señor cuenta con los fracasos, pero también espera muchas pequeñas victorias a lo largo de nuestros días; victorias que se alcanzan cada vez que somos fieles a una inspiración, a una moción del Espíritu Santo.
1 Mc 4, 26-32. — 2 Cfr. 1 Cor 3, 5-9. — 3 San Josemaría EscriváE