"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

2 de febrero de 2017

MADRE DEL AMOR HERMOSO

— Cuarto Misterio del Santo Rosario.
— Necesidad de purificar la vida.
— Ofrecer todo lo nuestro a través de Nuestra Señora. 
I. La Ley de Moisés prescribía no solamente la ofrenda del primogénito, sino también la purificación de la madre. Esta ley no obligaba a María, que es purísima y concibió a su Hijo milagrosamente. Pero la Virgen no buscó nunca a lo largo de su vida razones que la eximieran de las normas comunes de su tiempo. «Piensas –pregunta San Bernardo– que no podía quejarse y decir: “¿Qué necesidad tengo yo de purificación? ¿Por qué se me impide entrar en el templo si mis entrañas, al no conocer varón, se convirtieron en templo del Espíritu Santo? ¿Por qué no voy a entrar en el templo, si he engendrado al Señor del templo? No hay nada impuro, nada ilícito, nada que deba someterse a purificación en esta concepción y en este parto; este Hijo es la fuente de pureza, pues viene a purificar los pecados. ¿Qué va a purificar en mí el rito, si me hizo purísima en el mismo parto inmaculado?”»1.
Sin embargo, como en tantas ocasiones, la Madre de Dios se comportó como cualquier mujer judía de su época. Quiso ser ejemplo de obediencia y de humildad: una humildad que la lleva a no querer distinguirse por las gracias con las que Dios la había adornado. Con sus privilegios y dignidad de ser la Madre de Dios, se presentó aquel día, acompañada de José, como una mujer más. Guardaba en su corazón los tesoros de Dios. Podría haber hecho uso de sus prerrogativas, considerarse eximida de la ley común, mostrarse como un alma distinta, privilegiada, elegida para una misión extraordinaria, pero nos enseñó a nosotros a pasar inadvertidos entre nuestros compañeros, aunque nuestro corazón arda en amor a Dios, sin buscar excepciones por el hecho de ser cristianos: somos ciudadanos corrientes, con los mismos derechos y deberes de los demás.
Contemplamos a María, en la fiesta de hoy, en el cuarto misterio de gozo del Santo Rosario. Vemos a María, purísima, someterse a una ley de la que estaba exenta... Nos miramos a nosotros mismos y vemos tantas manchas, ingratitudes, omisiones tan numerosas en el amor a Dios como las arenas del mar. «¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! –Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. –Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón»2 y que lo disponga para poder presentarlo a Dios a través de Santa María.
II. Inesperadamente entrará en el Santuario el Señor a quien vosotros buscáis... Será un «fuego de fundidor», una «lejía de lavandero»: se sentará como un fundidor que refina la plata, como a la plata y al oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido3, leemos en la Primera lectura de la Misa.
«La Liturgia de hoy presenta y actualiza de nuevo un “misterio” de la vida de Cristo: en el templo, centro religioso de la nación judía, en el cual se sacrificaban continuamente animales para ser ofrecidos a Dios, entra por primera vez, humilde y modesto, Aquel que, según el profeta Malaquías, deberá sentarse para fundir y purificar (...). Hace su entrada en el templo Aquel que tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo»4, como se expresa en la Segunda lectura5. Jesucristo viene a purificamos de nuestros pecados por medio del perdón y de la misericordia.
Esta profecía se refiere en primer lugar a los sacerdotes de la casa de Leví, y en ellos estamos prefigurados todos los cristianos que, por el Bautismo, participamos del sacerdocio regio de Cristo. Si nos dejamos limpiar y purificar, podremos presentar la ofrenda de nuestro trabajo y de la propia vida, como es debido, según había anunciado Malaquías.
Hoy es fiesta del Señor, que es presentado en el Templo y que, a pesar de ser un Niño, es ya luz para alumbrar a las naciones6. Pero «es también la fiesta de Ella: de María. Ella lleva al Niño en sus brazos. También en sus manos es luz para nuestras almas, la luz que ilumina las tinieblas del conocimiento y de la existencia humana, del entendimiento y del corazón.
»Se desvelan los pensamientos de muchos corazones, cuando sus manos maternales llevan esta gran luz divina, cuando la aproximan al hombre»7.
Nuestra Señora, en la fiesta de hoy, nos alienta a purificar el corazón para que la ofrenda de todo nuestro ser sea agradable a Dios, para que sepamos descubrir a Cristo, nuestra Luz, en todas las circunstancias. Ella quiso someterse al rito común de la purificación ritual, sin tener necesidad alguna de hacerlo, para que nosotros llevemos a cabo la limpieza, ¡tan necesaria!, del alma.
Desde los comienzos de la Iglesia, los Santos Padres enseñaron con toda claridad su pureza inmaculada, con títulos llenos de belleza, de admiración y de amor. Dicen de Ella que es lirio entre espinas, virgen, inmaculada, siempre bendita, libre de todo contagio del pecado, árbol inmarcesible, fuente siempre pura, santa y ajena a toda mancha del pecado, más hermosa que la hermosura, más santa que la santidad, la sola santa que, si exceptuamos a solo Dios, fue superior a todos los demás; por naturaleza más bella, más hermosa y más santa que los mismos querubines, más que todos los ejércitos de los ángeles...8. Su vida inmaculada es una llamada para que nosotros desechemos de nuestro corazón todo aquello que, aunque sea pequeño, nos aleja del Señor.
La contemplamos ahora, en este rato de oración, purísima, exenta de toda mancha, y miramos a la vez nuestra vida, las flaquezas, las omisiones, los errores, todo aquello que ha dejado un mal poso en el fondo del alma, heridas sin curar... «¡Tú y yo sí que necesitamos purificación!».
«Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay! tanto poso... –Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: “dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor”»9.
III. Cada hombre, enseña la Sagrada Escritura, es como un vaso de barro que contiene un tesoro de gran valor10. Una vasija de ese frágil material se puede romper con facilidad, pero también se puede recomponer sin un excesivo trabajo. Por la misericordia divina, todas las fracturas tienen arreglo. El Señor solo nos pide ser humildes, acudir cuando sea necesario a la Confesión sacramental, y recomenzar de nuevo con deseos de purificar las señales que haya dejado en el alma la mala experiencia pasada. Las flaquezas –pequeñas o grandes– son un buen motivo para fomentar en el alma los deseos de reparación y de desagravio. Así como pedimos perdón por una ofensa a una persona querida y procuramos mostrarle de algún modo nuestro arrepentimiento, mucho mayores deben ser nuestros deseos de reparación si hemos ofendido al Señor. Él nos espera entonces con mayores muestras de amor y de misericordia. «Los hijos, si acaso están enfermos, tienen un título más para ser amados por la madre. Y también nosotros, si acaso estamos enfermos por malicia, por andar fuera de camino, tenemos un título más para ser amados del Señor»11.
En cada momento de la vida, pero particularmente cuando no nos hemos comportado como Dios esperaba, nos dará gran paz pensar en los medios sobreabundantes que Él nos ha dejado para purificar y recomponer la vida pasada cuando sea necesario: se ha quedado en la Sagrada Eucaristía como especial fortaleza para el cristiano; nos ha dado la Confesión sacramental para recuperar la gracia, si la hubiéramos perdido, y para aumentar la resistencia al mal y la capacidad para el bien; ha dispuesto un Ángel Custodio que nos guarde en todos los caminos; contamos con la ayuda de nuestros hermanos en la fe, a través de la Comunión de los Santos; tenemos el ejemplo y la corrección fraterna de aquellos buenos cristianos que nos rodean... De modo especialísimo contamos con la ayuda de Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, a la que hemos de acudir siempre, pero con mayor urgencia cuando nos sintamos más cansados, más débiles o se multipliquen las tentaciones y, sobre todo, en las caídas si, para nuestra humildad, Dios las permitiera.
Recordando la fiesta de hoy, San Alfonso Mª de Ligorio exponía con una vieja leyenda el poder de intercesión de María. Se cuenta –explica San Alfonso Mª– que Alejandro Magno recibió una carta con una larga lista de acusaciones contra su madre. El emperador, después de haberla leído, respondió: «¿Hay acaso alguno que ignore aún que basta una sola lágrima de mi madre para lavar mil cartas de acusación?». Y pone el Santo estas palabras en boca de Jesús: «¿No sabe el diablo que una simple oración de mi Madre, hecha en favor de un pecador, es suficiente para que me olvide de las acusaciones que sus faltas levantan contra él?». Y concluye: «Dios había prometido a Simeón que no había de morir antes de ver al Mesías (...). Pero esta gracia la alcanzó solo por medio de María, porque solo en sus brazos halló al Salvador. Por consiguiente, el que quiera hallar a Jesús, debe buscarlo por medio de María. Acudamos a esta divina Madre, y acudamos con gran confianza, si deseamos hallar a Jesús»12. A Ella le pedimos hoy que limpie y purifique nuestra alma, y nos ponemos en sus manos para ofrecer a su Jesús y ofrecernos con Él: ¡Padre Santo!, por el corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús, vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco yo mismo en Él y por Él a todas sus intenciones y en nombre de todas las criaturas13.