— Buscar a Dios en nosotros mismos.
— Necesidad del recogimiento interior para tratar a Dios.
— El trato con el Espíritu Santo.
I. El Evangelio nos muestra con frecuencia la confianza que tenían los Apóstoles con Jesús: le preguntan acerca de lo que no entienden y de aquellas cosas que les resultan oscuras. El Evangelio de la Misa de hoy recoge una de estas preguntas que, sobre todo al final de la vida del Señor, debieron de ser frecuentes.
El Señor les ha dicho: El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él1. En tiempos del Señor, era creencia común entre los judíos que cuando llegara el Mesías se manifestaría a todo el mundo como Rey y Salvador2. Los Apóstoles han entendido las palabras de Jesús como referidas a ellos, a los íntimos, a los que le aman. Judas Tadeo –que ha comprendido bien la enseñanza– le pregunta: Señor, ¿y qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?
En el Antiguo Testamento Dios se había manifestado en diversas ocasiones y de diversos modos, y había prometido que habitaría en medio de su pueblo3. Pero aquí el Señor se refiere a una presencia muy distinta: es la presencia en cada persona que le ame, que esté en gracia. Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él4. ¡Es la presencia de la Trinidad en el alma que haya renacido por la gracia! Esta será una de las enseñanzas fundamentales para la vida cristiana, repetida por San Pablo: Porque vosotros sois templos de Dios vivo5, dice a los primeros cristianos de Corinto.
San Juan de la Cruz, citando este pasaje, comenta: «¿Qué más quieres, ¡oh alma!, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción (...), tu Amado, a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca»6.
Debemos aprender a tratar cada vez más y mejor a Dios, que mora en nosotros. Nuestra alma, por esa presencia divina, se convierte en un pequeño cielo. ¡Cuánto bien nos puede hacer esta consideración! En el momento del Bautismo vinieron a nuestra alma las tres Personas de la Beatísima Trinidad con el deseo de permanecer más unidas a nuestra existencia de lo que puede estar el más íntimo de los amigos. Esta presencia, del todo singular, solo se pierde por el pecado mortal; pero los cristianos no debemos contentarnos con no perder a Dios: debemos buscarle en nosotros mismos en medio de nuestras ocupaciones, cuando vamos por la calle..., para darle gracias, pedirle ayuda, desagraviarle por los pecados que cada día se cometen.
A veces pensamos que Dios está muy lejos, y está más cercano, más atento a nuestras cosas que el mejor de los amigos. San Agustín, al considerar esta inefable cercanía de Dios, exclamaba: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!; he aquí que Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba (...). Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me tenían lejos de Ti las cosas que, si no estuviesen en Ti, no serían. Tú me llamaste claramente y rompiste mi sordera; brillaste, resplandeciste y curaste mi ceguedad»7.
Pero para hablar con Dios, presente realmente en el alma en gracia, es necesario el recogimiento de los sentidos, que tienden a desparramarse y quedarse apegados a las cosas; sabernos «templos de Dios» y actuar siempre en consecuencia; rodear de amor, de un silencio sonoro, esa presencia íntima de la Trinidad en nuestra alma.
II. La presencia de las tres Personas divinas en el alma en gracia es una presencia viva, abierta a nuestro trato, ordenada al conocimiento y al amor con que podemos corresponder. «¿Por qué andar corriendo por las alturas del firmamento y por los abismos de la tierra en busca de Aquel que mora en nosotros?»8, se pregunta San Agustín. «Ahora bien –enseña San Gregorio Magno–, mientras nuestra mente estuviere disipada en imágenes carnales, jamás será capaz de contemplar..., porque la ciegan tantos obstáculos cuantos son los pensamientos que la traen y la llevan. Por tanto, el primer escalón –para que el alma llegue a contemplar la naturaleza invisible de Dios– es recogerse en sí misma»9.
Para lograr este recogimiento, a algunos el Señor les pide que se retiren del mundo, pero Dios quiere que la mayoría de los cristianos (madres de familia, estudiantes, trabajadores...) le encontremos en medio de nuestros quehaceres. Mediante la mortificación habitual durante el día –con la que tan relacionado está el gozo interior– guardamos para Dios los sentidos. Mortificamos la imaginación, librándola de pensamientos inútiles; la memoria, echando a un lado recuerdos que no nos acercan al Señor; la voluntad, cumpliendo con el deber, quizá pequeño, que tenemos encomendado.
El trabajo intenso, si está dirigido a Dios, lejos de impedir nuestro diálogo con Él, lo facilita. Igual sucede con toda la actividad exterior: las relaciones sociales, la vida de familia, los viajes, el descanso... Toda la vida humana, si no está dominada por la frivolidad, tiene siempre una dimensión profunda, íntima, expresada en un cierto recogimiento que alcanza su pleno sentido en el trato con Dios. Recogerse es «juntar lo separado», restablecer el orden interior perdido, evitar la dispersión de los sentidos y potencias incluso en cosas en sí buenas o indiferentes, tener como centro a Dios en la intención de lo que hacemos y proyectamos.
Lo contrario del recogimiento interior es la disipación y la frivolidad. Los sentidos y potencias se quedan en cualquier charca del camino, y como consecuencia la persona anda sin fijeza, esparcida la atención, dormida la voluntad y despierta la concupiscencia10. Sin recogimiento no es posible el trato con Dios.
En la medida en que purificamos nuestro corazón y nuestra mirada, en la medida en que, con la ayuda del Señor, procuramos ese recogimiento, que es riqueza y plenitud interior, nuestra alma ansía el trato con Dios, como el ciervo las fuentes de las aguas11. «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo»12.
III. Aunque la inhabitación en el alma pertenece a las tres Personas de la Trinidad –al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo–, se atribuye de modo singular a la Tercera Persona, a quien la liturgia nos invita a tratar con más intimidad en este tiempo en que nos encaminamos hacia la fiesta de Pentecostés.
El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho, dice el Señor en el Evangelio de hoy13. Es una promesa que el Señor hizo en diversas ocasiones14, como señalando la enorme trascendencia que tendría para toda la Iglesia, para el mundo, para cada uno de quienes le íbamos a seguir. No se trata de un don pasajero limitado al tiempo en que se reciben los sacramentos o a otro momento determinado, sino de un Don estable, permanente: «en los corazones (de los fieles) habita el Espíritu Santo como en un templo»15. Es el dulce Huésped del alma16, y cuanto más crece el cristiano en obras buenas, cuanto más se purifica, tanto más se complace el Espíritu Santo en habitar en él y en darle nuevas gracias para su santificación y para el apostolado.
El Espíritu Santo está en el alma del cristiano en gracia, para configurarlo con Cristo, para que cada vez se parezca más a Él, para moverlo al cumplimiento de la voluntad de Dios y ayudarle en esa tarea. El Espíritu Santo viene como remedio de nuestra flaqueza17, y haciendo suya nuestra causa aboga por nosotros con gemidos inenarrables18 ante el Padre. Cumple ahora su oficio de guiar, proteger y vivificar a la Iglesia, porque –comentaba Pablo VI– dos son los elementos que Cristo ha prometido y otorgado, aunque diversamente, para continuar su obra: «el apostolado y el Espíritu. El apostolado actúa externa y objetivamente; forma el cuerpo, por así decirlo, material de la Iglesia, le confiere sus estructuras visibles y sociales; mientras el Espíritu Santo actúa internamente, dentro de cada una de las personas, como también sobre la entera comunidad, animando, vivificando, santificando»19.
Pidamos a la Virgen que nos enseñe a comprender esta dichosísima realidad, pues nuestra vida sería entonces muy distinta. ¿Por qué sentirnos solos, si el Santo Espíritu nos acompaña? ¿Por qué vivir inseguros o angustiados, aunque sea un solo día de nuestra existencia, si el Paráclito está pendiente de nosotros y de nuestras cosas? ¿Por qué ir alocadamente detrás de la felicidad aparente, si no hay mayor gozo que el trato con este dulce Huésped que habita en nosotros? ¡Qué distinto sería nuestro porte en algunas circunstancias, la conversación, si fuéramos conscientes de que somos templos de Dios, templos del Espíritu Santo!
Al terminar nuestra oración, acudamos a la Virgen Nuestra Señora: «Dios te salve, María, templo y sagrario de la Santísima Trinidad, ayúdanos».