"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

13 de agosto de 2017

DIOS SIEMPRE AYUDA

— Nunca falló a sus amigos.
— Cristo es el asidero firme al que debemos agarrarnos.
— Confianza en Dios. Nunca llega tarde para socorrernos
I. La Primera lectura de la Misa1 nos presenta al Profeta Elías que, cansado y desalentado por muchas tribulaciones, se refugió en una gruta del Horeb, el monte santo, donde Dios se manifestó a Moisés. Allí recibió esta indicación: sal y aguarda al Señor. Y pasó un viento huracanado, que agrietaba los montes y rompía los peñascos, y después hubo un terremoto y fuego. Pero Dios no estaba ni en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego. Llegó después un viento suave, como un susurro, y se manifestó el Señor de esta forma, expresando así su misteriosa espiritualidad y su delicada bondad con el hombre débil. Elías se sintió reconfortado para la nueva misión que el Señor quería que llevara a cabo.
El Evangelio2 nos relata una de las tempestades que sufrieron los Apóstoles sin que Jesús estuviera con ellos en la barca. Tuvo lugar después de la multiplicación de los panes y de los peces. El Señor les mandó que embarcaran y se dirigieran a la otra orilla del lago, mientras Él despedía a las gentes, pues se había hecho tarde. Jesús, desde lo alto de un monte donde está recogido en oración, no olvida a sus discípulos. Se ha levantado un viento fuerte en contra, y el Señor ve cómo luchan contra el oleaje y contra el viento para llegar donde Él les ha indicado. Terminada su oración, se dispone a ayudarles.
En la cuarta vigilia de la noche, al amanecer, Jesús se acercó a la barca, que estaba batida por las olas y en peligro de zozobrar. El Evangelio nos señala que los discípulos pasaron miedo al ver a Jesús andando sobre las aguas revueltas, creyendo que era un fantasma. Y San Marcos, que recoge los recuerdos inolvidables de San Pedro, nos ha dejado escrito que Jesús hizo ademán de pasar de largo. Todos comenzaron a gritar. Entonces Jesús se acercó un poco más y les dijo: Tened confianza, soy Yo, no temáis. Eran palabras consoladoras, que también nosotros hemos oído muchas veces de formas diferentes en la intimidad del corazón, ante sucesos que nos han podido desconcertar y en situaciones difíciles y apuradas.
Si nuestra vida es el cumplimiento de lo que Dios quiere de nosotros –como Elías, que se encaminó al monte Horeb por mandato de Dios, como los Apóstoles, que cumplen lo que Jesús les ha dicho, aunque el viento les era contrario–, nunca nos faltará la ayuda divina. En la debilidad, en la fatiga, en las situaciones más apuradas, Jesús se presenta y nos dice: Soy Yo, no temáis. Nunca falló a sus amigos3. Y si nosotros no tenemos otro fin en la vida que buscar su amistad y servirle, ¿cómo nos va a abandonar cuando el viento de las tentaciones, del cansancio, de las dificultades en el apostolado nos sea contrario? Él no pasa de largo. «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada»4. ¿Qué nos va a faltar si somos sus amigos en medio del mundo, si le queremos seguir día tras día entre tantos que le abandonan?
II. Cuando los Apóstoles oyeron a Jesús se llenaron de paz. Entonces, Pedro dirigió a Jesús una petición llena de audacia y de valentía: Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. Y el Maestro, que se encontraba todavía a unos metros de la harca, le contestó: Ven. Pedro tuvo mucha fe, y cambió la seguridad de la barca por la confianza en las palabras del Señor: bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Fueron unos momentos impresionantes de firmeza y de amor.
Pero Pedro dejó de mirar a Jesús y se fijó más en las dificultades que le rodeaban, y al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó. Olvidó por un momento que la fuerza que le sostenía en medio del agua no dependía de las circunstancias, sino de la voluntad del Señor, que domina el cielo y la tierra, la vida y la muerte, la naturaleza, los vientos, el mar... Pedro comenzó a hundirse, no por el estado de la mar, sino por la falta de confianza en Quien todo lo puede. Y gritó a Jesús: ¡Señor, sálvame! Y enseguida, Jesús, extendiendo la mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Cristo es el asidero firme al que debemos agarrarnos en momentos de debilidad o de cansancio, cuando veamos que nos hundimos. ¡Señor, sálvame!, le diremos con fuerza en nuestra oración.
A veces, el cristiano deja de mirar a Jesús y se fija en otras cosas que alejan de Dios y le ponen en peligro de perder pie en su vida de fe y de hundirse, si no reacciona con prontitud. Desde el momento en que alguien comience a no ver clara su fe o la vocación recibida de Dios, «que se examine con lealtad. No dejará de descubrir que desde algún tiempo su vida de piedad está un tanto relajada, la oración es más rara o menos atenta, y es menos exigente consigo mismo. ¿No renueva un pecado cuya gravedad se oculta a sí mismo deliberadamente? De seguro que ya no reprime con la misma energía sus pasiones, si es que no consiente con complacencia en alguna de ellas. Un resentimiento que se fomenta contra otro, una cuestión de interés en que nuestra honradez no es total, una amistad demasiado absorbente, o sencillamente el despertar de bajos instintos que no se rechazan con bastante prontitud, no hace falta más para que se levanten nubes entre Dios y nosotros. Y la fe se oscurece»5. Cabe el peligro entonces de achacar esa situación culpable a las circunstancias externas, cuando el mal está más bien en el propio corazón.
Para salir a flote, Pedro solo tuvo que asir la fuerte mano del Señor, su Amigo y su Dios. Aunque poco, algo tuvo que poner el discípulo de su parte. Es la colaboración de la buena voluntad que siempre nos pide Dios. «Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia, cuando les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que Él nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad»6.
Ese pequeño esfuerzo que el Señor pide a sus discípulos de todos los tiempos para sacarlos a flote de una mala situación puede ser muy diverso: intensificar la oración; ser más sinceros y dóciles en la dirección espiritual; remover una mala ocasión; obedecer con prontitud y docilidad de corazón; poner, junto a la oración, unos medios humanos que están a nuestro alcance, aunque sean muy pequeños... Junto a Cristo se ganan todas las batallas, pero debemos tener una confianza sin límites en Él. «Reza seguro con el Salmista: “¡Señor, Tú eres mi refugio y mi fortaleza, confío en Ti!”.
»Te garantizo que Él te preservará de las insidias del “demonio meridiano” –en las tentaciones y... ¡en las caídas!–, cuando la edad y las virtudes tendrían que ser maduras, cuando deberías saber de memoria que solo Él es la Fortaleza»7.
III. Pedro se mantuvo en pie en medio de las dificultades más grandes mientras actuó con sentido sobrenatural, con fe, confiado en el Señor. Después, para salir a flote, para recibir la ayuda de Dios, hubo de poner de su parte, pues «cuando falta nuestra cooperación cesa también la ayuda divina»8. Aunque fue el Señor quien lo sacó adelante.
Pedro recuperó de nuevo la fe y la confianza en Jesús. Con Él subió a la barca. Y en ese instante cesó el viento, se hizo la calma en el mar y en el corazón de los discípulos, y le reconocieron como a su Señor y a su Dios: los que estaban en la barca le adoraron diciendo: Verdaderamente, eres el Hijo de Dios.
Las dificultades en las que experimentaremos la propia debilidad, las mismas flaquezas, servirán para encontrar a Jesús, que nos tiende su mano y se mete en nuestro corazón, dándonos una paz inmensa en medio de cualquier tribulación. Hemos de aprender a no temer nunca a Dios, que se presenta en lo ordinario y también en las tormentas de los sufrimientos, físicos y morales, de la vida: Tened confianza, soy Yo, no temáis. Dios nunca llega tarde para socorrernos, y ayuda siempre en cada necesidad. Él llega, aunque sea de modo misterioso y oculto, en el momento oportuno. Y cuando por alguna razón nos encontramos en una situación penosa, con el viento en contra, Él se acerca. Quizá haga ademán de pasar de largo para que nosotros le llamemos. No tardará en llegar a nuestro lado.
Y si alguna vez sentimos que no hacemos pie, que nos hundimos, repitamos la súplica de Pedro: Señor, ¡sálvame! No dudemos de su Amor, ni de su mano misericordiosa, no olvidemos que «Dios no manda imposibles, sino que al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas y ayuda para que puedas»9.
¡Qué seguridad tan grande da el Señor! «Él me ha garantizado su protección, no es en mis fuerzas donde me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Este es mi báculo. Esta es mi seguridad, este es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo.
»Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña»10. No dejemos su mano; Él no deja la nuestra.
Terminamos nuestra oración poniendo por intercesora a la Santísima Virgen; Ella nos ayuda a clamar confiadamente con las preces litúrgicas: renueva, Señor, las maravillas de tu amor11; haz que vivamos firmemente anclados en Ti.