"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

16 de septiembre de 2017

«Jesús es mi amigo entrañable»

San Josemaría se supo siempre acompañado por Jesús, el «Gran Amigo» que comprende nuestras preocupaciones y zozobras, porque Él «es hombre también».
Los Evangelios muestran a Jesús en constante relación con personas muy distintas: enfermos que buscan curación, pecadores que ansían el perdón, curiosos, incluso espías… Pero en torno al Maestro se mueven, sobre todo, sus amigos. Así llama Jesús a sus discípulos: «amigos míos» (Lc 12,4). Es emocionante contemplar al Señor ante la tumba de Lázaro; su llanto conmovido hace comentar a los judíos: «Mirad cuánto le amaba» (Jn 11,36). Más adelante, durante la Última Cena, explicará a los apóstoles el sentido de su muerte en la Cruz: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Y, quizá ante su sorpresa, insiste: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer» (Jn 15,15).
Por el Amor que nos tiene, Jesús nos hace amigos suyos. El don del Espíritu Santo nos sitúa en una relación nueva con Dios. Recibimos el mismo Espíritu de Cristo, que nos hace hijos del Padre y nos introduce también en una especial intimidad con Jesús: en realidad, nos identifica con Él. Sin embargo, al hacerlo no disuelve nuestra individualidad, ni elimina nuestra personalidad. Por eso, la identificación con Cristo se vive de la mano de la amistad con Él. La vida de la gracia inaugura una relación de tú a Tú con Dios: le conocemos en su misterio, y podemos actuar como Él. Esa unidad profunda de conocimiento y de intenciones hace posible que, siendo unas pobres criaturas, experimentemos a Dios, como decía san Agustín, en lo más íntimo de nosotros mismos; y que podamos querer y procurar lo mismo que Él. En eso –idem velle, idem nolle, amar y rechazar lo mismo– consiste precisamente la amistad.

«Otro mediterráneo»

Desde muy joven, san Josemaría aprendió que Jesús era amigo, y un amigo muy especial. Volcó esa antigua experiencia en un punto de Camino: «Buscas la compañía de amigos que con su conversación y su afecto, con su trato, te hacen más llevadero el destierro de este mundo..., aunque los amigos a veces traicionan. ‒No me parece mal. Pero... ¿cómo no frecuentas cada día con mayor intensidad la compañía, la conversación con el Gran Amigo, que nunca traiciona?»[1]

Era algo que había aprendido tiempo atrás, y que sus biógrafos ponen en relación con un consejo que recibió en la dirección espiritual durante el Seminario[2]. Con los años, iría profundizando en ese descubrimiento de la amistad de Cristo. Posiblemente un momento importante de ese desarrollo tuviera lugar en la temporada en que se abrió ante sus ojos el panorama inmenso de su filiación divina. Mientras se encontraba en Segovia, haciendo un retiro espiritual, escribía: «Día primero. Dios es mi Padre. ‒Y no salgo de esta consideración. ‒Jesús es mi Amigo entrañable, (otro mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón. Jesús..., mi Dios, ... que es hombre también»[3].

Lo describe como «otro mediterráneo» ‒el primero era la paternidad de Dios‒, esto es, como algo que ya conocía y que, sin embargo, se abría ante su mirada de modo nuevo. Este descubrimiento fue para san Josemaría, en primer lugar, una fuente de consuelo. En aquellos primeros años treinta tenía por delante la tarea inmensa de realizar la voluntad que Dios le había manifestado el 2 de octubre de 1928. Tenía un mensaje que transmitir a todos los hombres, y que realizar en la Iglesia. Pero debía hacerlo «con una carencia absoluta de medios materiales: veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor. Y basta»[4]. El panorama abierto por este nuevo horizonte le confirmaba que en aquella misión no estaba solo. Le acompañaba Jesús, su Amigo, que comprendía perfectamente todas sus preocupaciones y zozobras, porque Él «es hombre también».

El Corazón de Jesús fue para san Josemaría una doble revelación: de «la caridad inmensa del Señor», por una parte, puesto que «el Corazón de Jesús es el Corazón de Dios encarnado»[5]; y, por otra parte, de la comprensión y la ternura de Jesús ante las propias limitaciones, dificultades y caídas. En sus momentos de oración experimentó tal vez lo que volcaría en un punto de Camino: «Jesús es tu amigo. ‒El Amigo. ‒Con corazón de carne, como el tuyo. ‒Con ojos, de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti»[6]. Ese Amor, divino y humano al mismo tiempo, infinito y cercano, era un apoyo firme que le permitiría ir adelante en toda circunstancia. Además, daba un realismo y una urgencia nueva a toda su vida interior[7].

Un camino abierto para todos

San Josemaría animaba a las personas que se acercaban a él a transitar el camino de la amistad con Cristo. Les explicaba que el trato con el Maestro no necesita de excesivas formalidades ni de complejos métodos. Basta acercarse a él con sencillez, como a cualquier otro amigo. A fin de cuentas, ese es el modo en que le trataron quienes más le querían, mientras vivió entre ellos: «¿Has visto con qué cariño, con qué confianza trataban sus amigos a Cristo? Con toda naturalidad le echan en cara las hermanas de Lázaro su ausencia: ¡te hemos avisado! ¡Si Tú hubieras estado aquí!... ‒Confíale despacio: enséñame a tratarte con aquel amor de amistad de Marta, de María y de Lázaro; como te trataban también los primeros Doce, aunque al principio te seguían quizá por motivos no muy sobrenaturales»[8].
Los jóvenes que se acercaban a san Josemaría quedaban maravillados ante la naturalidad con que se dirigía al Señor y animaba a los demás a tratarle. A lo largo de toda su vida propuso sin cansancio este camino. Uno de los primeros que glosaría las enseñanzas de san Josemaría lo expresaba así: «Para llegar a esta amistad hace falta que tú y yo nos acerquemos a Él, lo conozcamos y lo amemos»[9]. La amistad requiere trato, y eso es lo primero a lo que nos invita el descubrimiento de Jesús como amigo. «Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?” ‒¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias... ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: “¡tratarse!”»[10].

Resuena en estas palabras aquel noverim Te, noverim me del que hablaba san Agustín: Señor, que te conozca y que me conozca[11]; y aquel «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»[12], de santa Teresa. En definitiva, el trato personal con Jesucristo es el nervio de la vida interior. Y eso, para quienes buscan la santidad en medio del mundo, consiste en aprender a encontrarle en todas las circunstancias del día a día, para entablar con él un diálogo continuo.

No se trata de un ideal irrealizable, sino de algo que muchas personas han sabido poner por obra en su propia vida. En el trabajo cotidiano, en la vida familiar, en las calles de la ciudad y en los campos, en los senderos de montaña y en el mar… en todas partes podemos reconocer a Cristo que nos espera y nos acompaña como un amigo. Innumerables veces repitió san Josemaría que «los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre, como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura»[13]. Toda nuestra vida cabe en nuestra oración, como sucede en las conversaciones entre amigos, en las que se habla de todo. «Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que, después de la Resurrección, el Señor reunía a sus discípulos y se entretenían in multis argumentis. Hablaban de muchas cosas, de todo lo que le preguntaban: tenían una tertulia»[14].

Junto a este trato continuo, que hace de la propia vida tema de conversación con Dios, podemos también procurar conocerle cada vez más, buscándole en algunos lugares en que ha querido permanecer de modo más explícito. Vamos a repasar ahora tres de ellos.

Los relatos de los amigos del Señor

Los evangelistas recogieron, inspirados por el Espíritu Santo, los principales recuerdos del Maestro. San Josemaría era un enamorado de Jesús, y por eso «la Sagrada Biblia, especialmente los Evangelios, no fue sólo en sus manos un buen libro de lectura donde encontrar abundante instrucción provechosa, sino un lugar de encuentro con Cristo»[15].

Desde el principio, quienes se acercaban a la labor de la Obra comprendían enseguida que aquel joven sacerdote era un alma que vivía en íntima unión con Dios. Esa intimidad se evidenciaba en su predicación: «“se dirigía al Sagrario, para hablar con Dios, con el mismo realismo con que nos hablaba a nosotros”, “y se sentía luego uno metido entre los apóstoles y discípulos del Señor, como uno de ellos”»[16]. Ese modo de acercarse a la Escritura es el mismo que recomendaba después. Muchas veces lo habremos considerado: «Te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá El querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones»[17].

Con este consejo, nos estaba abriendo un secreto de su alma. Comentando este modo de acercarse a la Escritura, señalaba el beato Álvaro del Portillo: «La familiaridad con Nuestro Señor, con su Madre, Santa María, con San José, con los primeros doce Apóstoles, con Marta, María y Lázaro, con José de Arimatea y Nicodemo, con los discípulos de Emaús, con las Santas Mujeres, es algo vivo, consecuencia y resultado de un ininterrumpido conversar, de ese meterse en las escenas del Santo Evangelio para ser un personaje más»[18].

La validez de este modo de orar queda refrendada por la vida y la enseñanza de muchos santos. Es el mismo que han recomendado los últimos pontífices al señalar la importancia de acercarnos al Evangelio con una actitud de oración, sugiriendo la práctica de la lectio divina. Se trata de acercarse al Evangelio sin prisa, detenidamente. Comenzando por un pasaje, podemos detenernos y pensar: «¿Cómo sería aquello?», e introducirnos en la escena «como un personaje más», imaginando la cara de la gente, el rostro de Jesús. Procuraremos entonces comprender el sentido de sus palabras, sabiendo que en muchos casos pueden requerir una cierta explicación, pues se trata de un texto antiguo, que pertenece a una cultura en parte distinta a la nuestra. De ahí la importancia de contar con una versión del texto que tenga suficientes anotaciones, y de apoyarse también en buenos libros sobre el Evangelio y sobre la Escritura.
Después, leemos de nuevo el texto y nos preguntamos: «“Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?”, o bien: “¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?”»[19]. Quizá nos venga a la cabeza alguna persona necesitada que tenemos cerca, tal vez nos acordemos de que hemos de pedir perdón a alguien… Finalmente, consideramos: ¿Cómo puedo responder, con mi vida, a lo que me propone Jesús en este texto? «Permanece atento, porque quizá El querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones»[20]. Tal vez nos arrancará un poco de amor, un deseo de entrega, y, siempre, la seguridad de que Él nos acompaña. Esta contemplación de la vida del Señor es fundamental para el cristiano, pues «tiende a crear en nosotros una visión sapiencial, según Dios, de la realidad y a formar en nosotros «la mente de Cristo» (1 Co 2,16)»[21].

Sin duda, existen muchas vías para tratar a Jesús a través de la Escritura. Por eso, san Josemaría no pretendía ofrecer un método, sino solo dar algunos consejos prácticos que pudieran servir para la meditación y contemplación, hasta llegar a «prorrumpir en afectos: actos de amor o de dolor, acciones de gracias, peticiones, propósitos..., que constituyen el fruto en sazón de la oración verdadera»[22].