Si el mundo antes transparentaba
a Dios, hoy se ha vuelto, para muchos, opaco. Por qué la fe en la creación es
aún decisiva en la era de la ciencia.
«Cuando veo los cielos, obra de
tus dedos, la luna y las estrellas, que Tú pusiste, ¿qué es el hombre, para que
de él te acuerdes, y el hijo de Adán, para que te cuides de él?» (Sal 8,4-5).
La contemplación del mundo inspira asombro en los hombres de todas las épocas.
También hoy, aunque podamos conocer bien las causas físicas de los colores de
una puesta de sol, de un eclipse o de la aurora boreal, nos fascina presenciar
estos fenómenos. Además, a medida que la ciencia avanza, se hace más patente la
complejidad y la inmensidad que nos rodea, tanto por debajo de nuestra escala
–desde la vida microscópica hasta las entrañas mismas de la materia– como por
encima de ella, en las distancias y magnitudes de las galaxias, que sobrepasan
la imaginación de cualquiera.
El estupor también nos puede
captar de modo profundo al detenernos a considerar la realidad de nuestro yo:
cuando uno se da cuenta de que existe, sin ser capaz de comprender del todo el
origen de su vida, y de la conciencia que tiene de sí mismo. ¿De dónde vengo?
–Aunque la velocidad con que se vive hoy en muchas partes del planeta lleva a
eludir este tipo de preguntas, en realidad no son algo reservado a espíritus
particularmente introspectivos: responden a una necesidad de dar con las
coordenadas fundamentales, un sentido de la orientación que a veces puede
adormecerse, pero que de un modo u otro, tarde o temprano, vuelve a aflorar en
la vida de todos.
La búsqueda de un Rostro más allá
del universo
La percepción del abismo de la
propia conciencia o de la inmensidad del mundo puede limitarse a veces a
experimentar un profundo vértigo. Sin embargo, la religiosidad de los hombres
ha sondeado en todas las épocas más allá de estos fenómenos; ha buscado, de
formas muy variadas, un Rostro que adorar. Por eso, ante el espectáculo de la
naturaleza, dice el salmista: «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el
firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal 19,2); y también, ante el
misterio del yo, de la vida: «Te doy gracias porque me has hecho como un
prodigio» (Sal 139,14). Durante siglos este paso desde el mundo visible hasta Dios
se hacía con gran naturalidad. Pero el creyente se ve hoy a veces ante
interrogantes que pueden causarle perplejidad: ¿no es esta búsqueda de un
Rostro más allá del universo conocido una proyección del hombre, propia de un
estadio superado de la humanidad? Los avances de la ciencia, aun cuando esta no
disponga de respuesta para todas las preguntas y problemas, ¿no hacen de la
noción de creación una suerte de velo de nuestra ignorancia? ¿No es, por lo
demás, una cuestión de tiempo que la ciencia llegue a salir al encuentro de
todas esas preguntas?
Sería un error descartar
demasiado rápido estas cuestiones como impertinencias, o como síntomas de un
escepticismo infundado. Sencillamente, ponen en evidencia cómo «la fe tiene que
ser revivida y reencontrada en cada generación»[1]: también en el momento
presente, en el que la ciencia y la tecnología han mostrado con creces todo lo
que el hombre puede conocer y hacer por sí mismo, hasta el punto de que la idea
de un orden anterior a nuestra iniciativa se ha vuelto a veces lejana y difícil
de imaginar. Estas cuestiones, pues, requieren una consideración sosegada, que
permita afianzar la propia fe, comprendiendo su sentido y su relación con la
ciencia y la razón, para poder iluminar también a otros. Naturalmente, en un
par de artículos solo es posible trazar algunas vías, sin agotar una cuestión
que por sí misma incide en multitud de aspectos de la fe cristiana.
La revelación de la creación
En nuestro recorrido podemos
partir sencillamente de la afirmación fundamental de la Biblia sobre el origen
de todo lo que existe y, en particular, de cada persona a lo largo de la
historia. Se trata de una afirmación muy concreta y fácil de enunciar: somos
creación de Dios, fruto de su libertad, de su sabiduría y de su amor. «Todo
cuanto quiere el Señor, lo hace en los cielos y en la tierra, en los mares y en
los abismos» (Sal 135,6). «¡Qué numerosas son tus obras, Señor! Todas las
hiciste con sabiduría. Llena está la tierra de tus criaturas» (Sal 104,24).
Sin embargo, a veces las
afirmaciones más simples encubren las realidades más complejas. Si en la
actualidad la razón humana percibe a veces borrosamente esta visión del mundo,
tampoco llegó de un modo sencillo hasta ella. Históricamente, la noción de
creación –en el sentido en que la Iglesia la recoge en el Credo– surgió solo en
el curso de la revelación al pueblo de Israel. El apoyo de la Palabra divina
permitió poner al descubierto los límites de las distintas concepciones míticas
sobre los orígenes del cosmos y del hombre, para llegar más allá de las
especulaciones de los brillantes filósofos griegos, y reconocer al Dios de
Israel como el único Dios, que creó todo de la nada.
Un rasgo distintivo del relato
bíblico es, pues, el hecho de que Dios cree sin partir de nada preexistente,
con la sola fuerza de su palabra: «Dijo Dios: –haya luz. –Y hubo luz (…).
–Hagamos al hombre a nuestra imagen (…) –Y creó Dios al hombre a su imagen» (Gn
1,3.26-27). También es propio de este relato el que en el origen no haya ningún
rastro de mal: «Y vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy
bueno» (Gn 1,31). El propio Génesis no ahorra detalles sobre los modos en que
el mal y el dolor se abren camino desde muy pronto en la historia. Con todo, y
en abierto contraste con esta experiencia universal, la Biblia afirma
repetidamente que el mundo es esencialmente bueno, que la creación no es una
forma degradada de ser, sino un inmenso don de Dios. «El universo no surgió
como resultado de una omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o
de un deseo de autoafirmación. La creación es del orden del amor (…): «Amas a
todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste, porque, si algo odiaras,
no lo habrías creado» (Sb 11,24). Entonces, cada criatura es objeto de la
ternura del Padre, que le da un lugar en el mundo. Hasta la vida efímera del
ser más insignificante es objeto de su amor y, en esos pocos segundos de
existencia, él lo rodea con su cariño»[2].
El inicio del evangelio de San
Juan arroja también una luz decisiva sobre este relato. «En el principio
existía el Verbo» (Jn 1,1), escribe el cuarto evangelista, retomando las
primeras palabras del Génesis (Cfr. Gn 1,1). En el inicio del mundo está el
logos de Dios, que hace de él una realidad profundamente racional, radicalmente
llena de sentido. «Contigo está la sabiduría, que conoce tus obras, que estaba
presente cuando hiciste el universo, y sabe lo que es agradable a tus ojos y
conforme con tus mandamientos» (Sb 9,9). A propósito del término griego con que
se designa al Verbo de Dios, explicaba Benedicto XVI: «Logossignifica tanto
razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero
precisamente como razón. De este modo, san Juan nos ha brindado la palabra
conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra con la que todos los
caminos de la fe bíblica, a menudo arduos y tortuosos, alcanzan su meta,
encuentran su síntesis. En el principio existía el logos, y el logos es Dios,
nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento
griego no era una simple casualidad»[3]. Todo diálogo presupone un interlocutor
racional, con logos. Así, el diálogo con el mundo que empezaron a entablar los
filósofos griegos era posible precisamente porque la realidad creada está
transida de racionalidad, de una lógica muy simple y muy compleja a la vez.
Este diálogo venía a encontrarse, pues, con la afirmación decidida de que el
mundo «no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del
azar»[4], sino de una inteligencia amorosa –un Ser personal– que trasciende el
orden mismo del universo, porque lo precede.
El núcleo de los relatos de la
creación
No es infrecuente que los relatos
de la creación en el Génesis se perciban hoy como textos bellos y poéticos,
llenos de sabiduría, pero quizá a fin de cuentas poco a la altura de la
sofisticación y la seriedad metodológica que entretanto han adquirido la
ciencia y la crítica literaria e histórica. Sin embargo, sería un error tratar
con desdén a nuestros antepasados porque no tuvieran microscopio, aceleradores
de partículas o revistas especializadas: olvidaríamos demasiado fácilmente que
quizá sabían y veían cosas esenciales; cosas que nosotros podemos haber perdido
de vista por el camino. Para comprender lo que una persona o un texto quieren
decirnos es necesario atender a su modo de hablar, sobre todo si es distinto
del nuestro. En este sentido, conviene tener en cuenta que, en los relatos de
la creación, «la imagen del mundo queda delineada bajo la pluma del autor
inspirado con las características de las cosmogonías del tiempo»; y que es en
ese cuadro donde Dios inserta la novedad específica de su revelación a Israel y
a los hombres de todos los tiempos: «la verdad acerca de la creación de todo
por obra del único Dios»[5].}
Con todo, se objeta con
frecuencia que, si la noción de creación tuvo un papel en el pasado, hoy
resulta ingenuo intentar proponerla de nuevo. La física moderna y los hallazgos
acerca de la evolución de las especies habrían hecho obsoleta la idea de un
creador que interviene para generar y dar forma al mundo: la racionalidad del
universo sería, en el mejor de los casos, una propiedad interior a la materia,
y hablar de otros agentes supondría desafiar la seriedad del discurso
científico. Sin embargo, se hace así fácilmente, sin saberlo, una lectura
literalista de la Biblia, que la Biblia misma descarta. Si, por ejemplo, se
comparan los dos relatos sobre los orígenes, situados uno detrás de otro en los
dos primeros capítulos del Génesis, se observan diferencias muy claras que no
es posible atribuir a un descuido redaccional. Los autores sagrados eran
conscientes de que no tenían que proporcionar una descripción detallada y
literal acerca de cómo se produjo el origen del mundo y del hombre: procuraban
expresar, a través del lenguaje y los conceptos de que disponían, algunas
verdades fundamentales[6].
Cuando se acierta a comprender el
lenguaje peculiar de estos relatos –un lenguaje primitivo, pero lleno de
sabiduría y de profundidad–, se puede identificar su verdadero núcleo. Nos
hablan de «una intervención personal»[7] que trasciende la realidad del universo:
antes del mundo existe la libertad personal y la sabiduría infinita de un Dios
creador. A través de un lenguaje simbólico, aparentemente ingenuo, se abre
camino una profunda pretensión de verdad, que podríamos resumir así: todo esto
lo hizo Dios, porque quiso[8]. La Biblia no pretende pronunciarse sobre los
estadios de la evolución del universo y del origen de la vida, sino afirmar la
«libertad de la omnipotencia»[9] de Dios, la racionalidad del mundo que crea, y
su amor por este mundo. Se despliega así una imagen de la realidad, y de cada
uno de los seres que la conforman, como «un don que surge de la mano abierta
del Padre de todos»[10]. La realidad, a la luz de la fe en la creación, queda
marcada en su entraña misma bajo el signo de la acogida. Incluso en medio de la
imperfección, del mal, del dolor, el cristiano ve en cada ser un regalo que
surge del Amor y que llama al amor: a disfrutar, a respetar, a cuidar, a
transmitir.