"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

18 de septiembre de 2017

Tras haber reflexionado sobre los relatos de la creación, podemos preguntarnos una vez más: ¿en qué sentido es racional hablar hoy de creación?
Que el amor tiene un lugar central en la realidad resulta una idea hermosa e inspiradora para muchas personas. Pero se trata quizá a menudo de una convicción nostálgica: el mundo, se dicen, sería un lugar mejor si todos nos guiásemos por este principio. La experiencia del mal, de las injusticias, de lo imperfecto del mundo, parecen hacer del amor más un ideal al que tender que la base sobre la que se levantaría el edificio mismo de la realidad. «En efecto, el hombre moderno cree que la cuestión del amor tiene poco que ver con la verdad. El amor se concibe hoy como una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no a la verdad»[1].
Por contraste, la fe cristiana reconoce en el origen del universo un Amor personal e infinitamente creativo, que ha llegado hasta el punto de entrar como uno más en su creación, para salvarla. «Con amor eterno te amé; por eso prolongué mi misericordia para contigo» (Jr 31,3). Muchas personas que trabajan con ilusión por mejorar el mundo reconocen la grandeza de esta visión de la realidad, pero no pueden dejar de ver la idea de un ser personal y eterno –un ser que precede el mundo– como algo que a fin de cuentas responde a un modo de pensar «mítico y contrario al sistema»[2]: algo ajeno al entramado racional que podemos compartir, en la medida en que se basa en nuestra experiencia común del mundo. Tras haber reflexionado sobre los relatos de la creación en el Génesis, podemos preguntarnos ahora, una vez más: ¿en qué sentido es racional hablar hoy de creación?

¿Dónde está Dios?

Es frecuente oír, incluso entre gente con fe, la consideración de que, mientras la ciencia basa sus afirmaciones en pruebas seguras, la idea de Dios se basaría en tradiciones o suposiciones no verificables. A primera vista, parece difícil objetar nada a esta idea. Sin embargo, si se tiene en cuenta que «pruebas seguras» significa aquí «evidencias empíricas», se comprende que esa seguridad tiene un alcance acotado por la misma ciencia, que deliberadamente se concentra en los aspectos empíricos y mensurables de la realidad. Esta decisión estratégica ha permitido a la ciencia crecer exponencialmente, pero implica también que su estudio no puede abarcar todo el espectro de la realidad, o no puede al menos descartar que este espectro sea más amplio. Por otro lado, como toda disciplina –y esto incluye también a la teología–, la ciencia experimental tiene presupuestos que ella misma no puede demostrar. Uno de ellos es la existencia de la realidad que estudia, que requiere necesariamente una reflexión racional de otro tipo. Se entiende así que la revelación cristiana no venga a cuestionar el método de la ciencia ni sus evidentes éxitos: en realidad, lo precede y le abre horizontes más amplios.

Ciertamente, el modo peculiar en que Dios se hace presente en el mundo puede hacerle aparecer a veces como un gran ausente. Escribía san Agustín: «Nada hay más oculto y nada más presente que Él; difícilmente se halla dónde está y más difícilmente dónde no está»[3]. Esta paradoja, este cruce de sí y no, que parece indicar un cortocircuito, habla en cambio de la necesidad de abrir la racionalidad a otro nivel[4]. Dios no es una realidad como otras en este mundo, ni interviene necesariamente en los procesos naturales de modos empíricamente verificables. Dios actúa en un nivel mucho más profundo, sosteniendo el ser mismo de todas las cosas, haciendo que las cosas sean. Al hablar de Él, incluso para negar su existencia, el lenguaje va siempre más allá del marco de rigor propio de la ciencia experimental, y se inserta en un lenguaje distinto, que la ciencia misma presupone, y que tiene también un rigor propio: el lenguaje filosófico o metafísico. Por eso, el dios al que se querría obligar a revelarse a través de instrumentos de observación científica no sería el verdadero Dios, sino una caricatura suya. Y el verdadero Dios no viene a interferir en la ciencia, porque se sitúa en un nivel de realidad anterior a la ciencia misma. Dios no cabe en las leyes de la física, porque son más bien las leyes de la física las que «caben» en Él[5].
La aportación de la ciencia ha sido determinante para hacer al hombre consciente de la inmensidad del universo, de su evolución dinámica; para comprender sus leyes, así como la trayectoria evolutiva, que forma una especie de prehistoria biológica de aparición del homo sapiens sobre la tierra. Sin embargo, la ciencia no puede explicar hasta el final el origen del universo, porque este evento no enlaza dos «estados» de la misma realidad. Explicar la «ley» con la que se ha pasado de la nada a la primera forma embrionaria del universo está más allá de las posibilidades de la ciencia, porque la nada escapa a cualquier representación científica. Toda teoría cosmológica asume una estructura espacio-temporal como punto de partida; y la nada en sentido radical, es decir, el no-ser, cae siempre fuera de esta estructura: el umbral que separa el ser y la nada es metafísico[6]. Se entiende por eso que el diálogo entre la ciencia y la teología no sea solo deseable sino necesario, y que requiera la mediación de la filosofía, más que como un árbitro para poner paz entre partes en litigio, como un interlocutor capaz de comprender el alcance y las posibilidades de ambas disciplinas.

En el corazón de lo real

Incluso aproximándose hasta el origen mismo del universo, pues, la ciencia se queda siempre de este lado de la realidad, dentro del ser. Son muchos los científicos que, al identificar ese umbral, se dan cuenta de la necesidad de emprender una reflexión filosófica, desde la que es posible llegar a comprender la necesidad de un Creador en el origen del universo. «Es, sin duda, un gran libro la misma hermosura de la creación. Contempla, mira, lee su parte superior y su parte inferior. Dios no hizo letras de tinta, mediante las cuales pudieras conocerle: puso ante tus ojos esas mismas cosas que hizo. ¿Por qué buscas una voz más potente? A ti claman el cielo y la tierra: “Dios me hizo”»[7].

Sin embargo, la filosofía misma topa también con preguntas límite: ¿Por qué el ser y no más bien la nada? ¿Por qué existo? En este sentido, la fe cristiana viene a aportar «una imagen de Dios nueva, más elevada que la que pudiera nunca forjarse y pensar la razón filosófica. Pero la fe tampoco contradice la doctrina filosófica de Dios; (…) la fe cristiana en Dios acepta en sí la doctrina filosófica de Dios y la consuma»[8]. Ante la pregunta acerca del porqué, del sentido último de la existencia –pregunta que en algún momento de la vida se vuelve decisiva para todos–, se hace el silencio. Se alza entonces la fe cristiana, y responde serenamente: Dios estaba ahí antes del mundo, pensó en él, y lo creó con amor.

Esta sencilla afirmación produce, en realidad, lo contrario de lo que a veces se achaca a la noción de creación: desmitifica el universo. La comprensión del mundo como creación de Dios es «la “Ilustración” decisiva de la historia (…), la ruptura con los temores que habían reprimido a los hombres. Significa la liberación del Universo por la razón, el reconocimiento de su racionalidad y de su libertad»[9]. Aunque la ciencia es capaz de leer una parte importante de la lógica interna de la naturaleza, una ciencia sin Dios no liberaría al mundo de los mitos, porque siempre quedarían inevitablemente rendijas que se llenarían con otras explicaciones[10]. No es posible, por la autolimitación de la ciencia a lo empírico, que ella misma cubra algún día todas esas rendijas; y el hombre tampoco va a dejar de preguntarse por ellas, porque el hecho mismo de hacerlo –como, por lo demás, el ejercicio mismo de la ciencia– muestra que trasciende el orden de lo empírico. El espíritu humano, que se manifiesta entre otras cosas en el hecho de que cada uno de nosotros percibe su identidad frente al mundo, en el hecho de que nos preguntemos por esas rendijas, e incluso de que alguien pueda considerar estúpido preguntarse por ellas… todo ello pone de manifiesto, incluso a una reflexión meramente filosófica, que nosotros mismos –aun siendo un microcosmos, que comparte con el universo sus mismos elementos– somos algo más que simple mundo.

La libertad personal y la autoconciencia, por las que uno se percibe distinto del mundo, son por eso también grandes rendijas a través de las cuales el hombre puede asomarse a la trascendencia: hablan del Dios personal que es aún más radicalmente distinto del mundo, y que lo crea libremente. Y viceversa, en el reconocimiento de que la realidad tiene su origen en esa Libertad creadora se juega el reconocimiento mismo de la libertad humana, y por tanto de la dignidad de cada persona[11]. Este es uno de los sentidos fundamentales en los que el Génesis dice que «creó Dios al hombre a su imagen» (Gn 1,27): nosotros mismos somos un espejo en el que se puede entrever a Dios. Por eso el beato John Henry Newman identificaba en la conciencia «nuestro gran maestro interior de religión»[12], un «principio de conexión entre la criatura y el creador»[13].

La fe en la creación, pues, no viene a añadir desde fuera el «mundo del espíritu» al mundo material: más bien afirma decididamente que Dios abraza el entero universo material. La intuición poética de Dante lo expresó de modo inmortal: «Dios es el amor que mueve el sol y las demás estrellas»[14]. En el corazón de lo real está Dios, y Dios quiere el mundo, y a cada uno: «abierta su mano con la llave del amor, surgieron las criaturas»[15]. Tiene gran profundidad teológica, en este sentido, un pensamiento recurrente en san Josemaría; a la hora de actuar, solía decir, esta es «la razón más sobrenatural: porque nos da la gana»[16]. La libertad y el amor, como la racionalidad del mundo, hablan de Dios. Por eso, si san Agustín reconocía a Dios en el libro de la naturaleza, le encontraba también en la intimidad de su alma: «he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando (…). Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera»[17].

El milagro del mundo

La realidad de los milagros responde a esta misma prioridad respecto al mundo de la libertad, el amor y la sabiduría de Dios. Con su peculiar estilo paradójico, decía Chesterton: «Si un hombre cree en la inalterabilidad de las leyes de la naturaleza, no puede creer en ningún milagro de ninguna época. Si un hombre cree en una voluntad anterior a las leyes, puede creer en cualquier milagro de cualquier época»[18]. Los tres evangelios sinópticos hablan de un leproso que se acerca a Jesús, pidiéndole su curación. Jesús responde: «Quiero, queda limpio» (Mt 8,3). Dios cura a aquel hombre porque quiere, del mismo modo que creó el mundo, y ha creado a cada uno, porque quiere, por amor. Comentando el relato de otro milagro, la curación de un ciego, observaba Benedicto XVI: «No es casualidad que el comentario conclusivo de la gente después del milagro recuerde la valoración de la creación al comienzo del Génesis: “Todo lo ha hecho bien” (Mc 7,37). En la acción sanadora de Jesús entra claramente la oración, con su mirada hacia el cielo. La fuerza que curó al sordomudo fue provocada ciertamente por la compasión hacia él, pero proviene del hecho de que recurre al Padre. Se entrecruzan estas dos relaciones: la relación humana de compasión hacia el hombre, que entra en la relación con Dios, y así se convierte en curación»[19].

VIVIMOS DE MILAGRO: CADA INSTANTE DE NUESTRA VIDA ORDINARIA SE DESENVUELVE EN MEDIO DEL MILAGRO DE UN MUNDO QUE EXISTE POR AMOR
Los milagros, pues, no son excepciones que ponen en cuestión la solidez y la racionalidad del mundo, sino que apuntan a la raíz misma de esa solidez: ponen de manifiesto el verdadero milagro, que es la existencia misma del universo y de la vida; el verdadero milagro –miraculum, algo ante lo que solo cabe admirarse– es la creación de Dios. La apertura de la razón a este inicio de los inicios no solo hace razonables los milagros, sino que hace razonable, sobre todo, el mundo mismo. «La uniformidad y la generalidad de las leyes naturales (…) llevan a pensar que la naturaleza se basta a sí misma. Y sin embargo, no hay solución de continuidad entre la creación y el acontecimiento más habitual y banal. El milagro interviene para convencernos de ello»[20].

Se dice a veces que «vivimos de milagro», para referirse a los modos sorprendentes en que se resuelven ciertos problemas o peligros. En realidad, la expresión recoge una verdad radical: cada instante de nuestra vida ordinaria se desenvuelve en medio del milagro de un mundo que existe por amor. «Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer, es un milagro de Dios, es querido por él y es conocido personalmente por él»[21]. Como decía san Pablo a quienes le escuchaban en el Areópago de Atenas, «en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Por eso, «para la tradición judío-cristiana, decir “creación” es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado»[22].


«Te doy gracias porque me has hecho como un prodigio» (Sal 139,14): la fe en la creación se cifra en una profunda actitud de agradecimiento. A pesar del dolor y del mal presentes en el mundo, la realidad entera –y en especial la propia existencia y la de quienes nos rodean– aparece como una promesa de felicidad: «¡Todos los sedientos, venid a las aguas! Y los que no tengáis dinero, ¡venid! (…) Comprad, sin dinero y sin nada a cambio, vino y leche» (Is 55,1). El hombre se sabe inerme –porque realmente lo es–, pero destinatario de una generosidad infinita que le llama a vivir, y a vivir para siempre. San Ireneo lo sintetizó en una máxima célebre: «La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios»[23]. Desde esta mirada, la vida no es una simple lucha por el éxito o por la supervivencia, ni siquiera en las condiciones más extremas: es espacio para el agradecimiento, para la adoración, en la que el hombre encuentra su verdadero descanso[24]. «¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de nosotros: “Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía” (Jr 1,5). Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso “cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”»[25].