Tras haber reflexionado sobre los
relatos de la creación, podemos preguntarnos una vez más: ¿en qué sentido es
racional hablar hoy de creación?
Que el amor tiene un lugar
central en la realidad resulta una idea hermosa e inspiradora para muchas
personas. Pero se trata quizá a menudo de una convicción nostálgica: el mundo,
se dicen, sería un lugar mejor si todos nos guiásemos por este principio. La
experiencia del mal, de las injusticias, de lo imperfecto del mundo, parecen
hacer del amor más un ideal al que tender que la base sobre la que se levantaría
el edificio mismo de la realidad. «En efecto, el hombre moderno cree que la
cuestión del amor tiene poco que ver con la verdad. El amor se concibe hoy como
una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no a la
verdad»[1].
Por contraste, la fe cristiana
reconoce en el origen del universo un Amor personal e infinitamente creativo,
que ha llegado hasta el punto de entrar como uno más en su creación, para
salvarla. «Con amor eterno te amé; por eso prolongué mi misericordia para
contigo» (Jr 31,3). Muchas personas que trabajan con ilusión por mejorar el
mundo reconocen la grandeza de esta visión de la realidad, pero no pueden dejar
de ver la idea de un ser personal y eterno –un ser que precede el mundo– como
algo que a fin de cuentas responde a un modo de pensar «mítico y contrario al
sistema»[2]: algo ajeno al entramado racional que podemos compartir, en la
medida en que se basa en nuestra experiencia común del mundo. Tras haber
reflexionado sobre los relatos de la creación en el Génesis, podemos
preguntarnos ahora, una vez más: ¿en qué sentido es racional hablar hoy de
creación?
¿Dónde está Dios?
Es frecuente oír, incluso entre
gente con fe, la consideración de que, mientras la ciencia basa sus
afirmaciones en pruebas seguras, la idea de Dios se basaría en tradiciones o
suposiciones no verificables. A primera vista, parece difícil objetar nada a
esta idea. Sin embargo, si se tiene en cuenta que «pruebas seguras» significa
aquí «evidencias empíricas», se comprende que esa seguridad tiene un alcance
acotado por la misma ciencia, que deliberadamente se concentra en los aspectos
empíricos y mensurables de la realidad. Esta decisión estratégica ha permitido
a la ciencia crecer exponencialmente, pero implica también que su estudio no
puede abarcar todo el espectro de la realidad, o no puede al menos descartar
que este espectro sea más amplio. Por otro lado, como toda disciplina –y esto
incluye también a la teología–, la ciencia experimental tiene presupuestos que
ella misma no puede demostrar. Uno de ellos es la existencia de la realidad que
estudia, que requiere necesariamente una reflexión racional de otro tipo. Se
entiende así que la revelación cristiana no venga a cuestionar el método de la
ciencia ni sus evidentes éxitos: en realidad, lo precede y le abre horizontes
más amplios.
Ciertamente, el modo peculiar en
que Dios se hace presente en el mundo puede hacerle aparecer a veces como un
gran ausente. Escribía san Agustín: «Nada hay más oculto y nada más presente
que Él; difícilmente se halla dónde está y más difícilmente dónde no está»[3].
Esta paradoja, este cruce de sí y no, que parece indicar un cortocircuito,
habla en cambio de la necesidad de abrir la racionalidad a otro nivel[4]. Dios
no es una realidad como otras en este mundo, ni interviene necesariamente en
los procesos naturales de modos empíricamente verificables. Dios actúa en un
nivel mucho más profundo, sosteniendo el ser mismo de todas las cosas, haciendo
que las cosas sean. Al hablar de Él, incluso para negar su existencia, el
lenguaje va siempre más allá del marco de rigor propio de la ciencia
experimental, y se inserta en un lenguaje distinto, que la ciencia misma
presupone, y que tiene también un rigor propio: el lenguaje filosófico o
metafísico. Por eso, el dios al que se querría obligar a revelarse a través de
instrumentos de observación científica no sería el verdadero Dios, sino una
caricatura suya. Y el verdadero Dios no viene a interferir en la ciencia,
porque se sitúa en un nivel de realidad anterior a la ciencia misma. Dios no
cabe en las leyes de la física, porque son más bien las leyes de la física las
que «caben» en Él[5].
La aportación de la ciencia ha
sido determinante para hacer al hombre consciente de la inmensidad del
universo, de su evolución dinámica; para comprender sus leyes, así como la
trayectoria evolutiva, que forma una especie de prehistoria biológica de
aparición del homo sapiens sobre la tierra. Sin embargo, la ciencia no puede
explicar hasta el final el origen del universo, porque este evento no enlaza
dos «estados» de la misma realidad. Explicar la «ley» con la que se ha pasado
de la nada a la primera forma embrionaria del universo está más allá de las
posibilidades de la ciencia, porque la nada escapa a cualquier representación
científica. Toda teoría cosmológica asume una estructura espacio-temporal como
punto de partida; y la nada en sentido radical, es decir, el no-ser, cae siempre
fuera de esta estructura: el umbral que separa el ser y la nada es
metafísico[6]. Se entiende por eso que el diálogo entre la ciencia y la
teología no sea solo deseable sino necesario, y que requiera la mediación de la
filosofía, más que como un árbitro para poner paz entre partes en litigio, como
un interlocutor capaz de comprender el alcance y las posibilidades de ambas
disciplinas.
En el corazón de lo real
Incluso aproximándose hasta el
origen mismo del universo, pues, la ciencia se queda siempre de este lado de la
realidad, dentro del ser. Son muchos los científicos que, al identificar ese
umbral, se dan cuenta de la necesidad de emprender una reflexión filosófica,
desde la que es posible llegar a comprender la necesidad de un Creador en el
origen del universo. «Es, sin duda, un gran libro la misma hermosura de la
creación. Contempla, mira, lee su parte superior y su parte inferior. Dios no
hizo letras de tinta, mediante las cuales pudieras conocerle: puso ante tus
ojos esas mismas cosas que hizo. ¿Por qué buscas una voz más potente? A ti
claman el cielo y la tierra: “Dios me hizo”»[7].
Sin embargo, la filosofía misma
topa también con preguntas límite: ¿Por qué el ser y no más bien la nada? ¿Por
qué existo? En este sentido, la fe cristiana viene a aportar «una imagen de
Dios nueva, más elevada que la que pudiera nunca forjarse y pensar la razón
filosófica. Pero la fe tampoco contradice la doctrina filosófica de Dios; (…)
la fe cristiana en Dios acepta en sí la doctrina filosófica de Dios y la consuma»[8].
Ante la pregunta acerca del porqué, del sentido último de la existencia
–pregunta que en algún momento de la vida se vuelve decisiva para todos–, se
hace el silencio. Se alza entonces la fe cristiana, y responde serenamente:
Dios estaba ahí antes del mundo, pensó en él, y lo creó con amor.
Esta sencilla afirmación produce,
en realidad, lo contrario de lo que a veces se achaca a la noción de creación:
desmitifica el universo. La comprensión del mundo como creación de Dios es «la
“Ilustración” decisiva de la historia (…), la ruptura con los temores que
habían reprimido a los hombres. Significa la liberación del Universo por la
razón, el reconocimiento de su racionalidad y de su libertad»[9]. Aunque la
ciencia es capaz de leer una parte importante de la lógica interna de la
naturaleza, una ciencia sin Dios no liberaría al mundo de los mitos, porque
siempre quedarían inevitablemente rendijas que se llenarían con otras
explicaciones[10]. No es posible, por la autolimitación de la ciencia a lo
empírico, que ella misma cubra algún día todas esas rendijas; y el hombre
tampoco va a dejar de preguntarse por ellas, porque el hecho mismo de hacerlo
–como, por lo demás, el ejercicio mismo de la ciencia– muestra que trasciende
el orden de lo empírico. El espíritu humano, que se manifiesta entre otras
cosas en el hecho de que cada uno de nosotros percibe su identidad frente al
mundo, en el hecho de que nos preguntemos por esas rendijas, e incluso de que
alguien pueda considerar estúpido preguntarse por ellas… todo ello pone de
manifiesto, incluso a una reflexión meramente filosófica, que nosotros mismos
–aun siendo un microcosmos, que comparte con el universo sus mismos elementos–
somos algo más que simple mundo.
La libertad personal y la
autoconciencia, por las que uno se percibe distinto del mundo, son por eso
también grandes rendijas a través de las cuales el hombre puede asomarse a la
trascendencia: hablan del Dios personal que es aún más radicalmente distinto
del mundo, y que lo crea libremente. Y viceversa, en el reconocimiento de que
la realidad tiene su origen en esa Libertad creadora se juega el reconocimiento
mismo de la libertad humana, y por tanto de la dignidad de cada persona[11].
Este es uno de los sentidos fundamentales en los que el Génesis dice que «creó
Dios al hombre a su imagen» (Gn 1,27): nosotros mismos somos un espejo en el
que se puede entrever a Dios. Por eso el beato John Henry Newman identificaba
en la conciencia «nuestro gran maestro interior de religión»[12], un «principio
de conexión entre la criatura y el creador»[13].
La fe en la creación, pues, no
viene a añadir desde fuera el «mundo del espíritu» al mundo material: más bien
afirma decididamente que Dios abraza el entero universo material. La intuición
poética de Dante lo expresó de modo inmortal: «Dios es el amor que mueve el sol
y las demás estrellas»[14]. En el corazón de lo real está Dios, y Dios quiere
el mundo, y a cada uno: «abierta su mano con la llave del amor, surgieron las
criaturas»[15]. Tiene gran profundidad teológica, en este sentido, un
pensamiento recurrente en san Josemaría; a la hora de actuar, solía decir, esta
es «la razón más sobrenatural: porque nos da la gana»[16]. La libertad y el
amor, como la racionalidad del mundo, hablan de Dios. Por eso, si san Agustín
reconocía a Dios en el libro de la naturaleza, le encontraba también en la
intimidad de su alma: «he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por
fuera te andaba buscando (…). Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera»[17].
El milagro del mundo
La realidad de los milagros
responde a esta misma prioridad respecto al mundo de la libertad, el amor y la
sabiduría de Dios. Con su peculiar estilo paradójico, decía Chesterton: «Si un
hombre cree en la inalterabilidad de las leyes de la naturaleza, no puede creer
en ningún milagro de ninguna época. Si un hombre cree en una voluntad anterior
a las leyes, puede creer en cualquier milagro de cualquier época»[18]. Los tres
evangelios sinópticos hablan de un leproso que se acerca a Jesús, pidiéndole su
curación. Jesús responde: «Quiero, queda limpio» (Mt 8,3). Dios cura a aquel
hombre porque quiere, del mismo modo que creó el mundo, y ha creado a cada uno,
porque quiere, por amor. Comentando el relato de otro milagro, la curación de
un ciego, observaba Benedicto XVI: «No es casualidad que el comentario
conclusivo de la gente después del milagro recuerde la valoración de la
creación al comienzo del Génesis: “Todo lo ha hecho bien” (Mc 7,37). En la
acción sanadora de Jesús entra claramente la oración, con su mirada hacia el
cielo. La fuerza que curó al sordomudo fue provocada ciertamente por la
compasión hacia él, pero proviene del hecho de que recurre al Padre. Se
entrecruzan estas dos relaciones: la relación humana de compasión hacia el
hombre, que entra en la relación con Dios, y así se convierte en curación»[19].
VIVIMOS DE MILAGRO: CADA INSTANTE
DE NUESTRA VIDA ORDINARIA SE DESENVUELVE EN MEDIO DEL MILAGRO DE UN MUNDO QUE
EXISTE POR AMOR
Los milagros, pues, no son
excepciones que ponen en cuestión la solidez y la racionalidad del mundo, sino
que apuntan a la raíz misma de esa solidez: ponen de manifiesto el verdadero
milagro, que es la existencia misma del universo y de la vida; el verdadero
milagro –miraculum, algo ante lo que solo cabe admirarse– es la creación de
Dios. La apertura de la razón a este inicio de los inicios no solo hace
razonables los milagros, sino que hace razonable, sobre todo, el mundo mismo.
«La uniformidad y la generalidad de las leyes naturales (…) llevan a pensar que
la naturaleza se basta a sí misma. Y sin embargo, no hay solución de
continuidad entre la creación y el acontecimiento más habitual y banal. El
milagro interviene para convencernos de ello»[20].
Se dice a veces que «vivimos de
milagro», para referirse a los modos sorprendentes en que se resuelven ciertos
problemas o peligros. En realidad, la expresión recoge una verdad radical: cada
instante de nuestra vida ordinaria se desenvuelve en medio del milagro de un
mundo que existe por amor. «Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer, es
un milagro de Dios, es querido por él y es conocido personalmente por él»[21].
Como decía san Pablo a quienes le escuchaban en el Areópago de Atenas, «en él
vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Por eso, «para la tradición
judío-cristiana, decir “creación” es más que decir naturaleza, porque tiene que
ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un
significado»[22].
«Te doy gracias porque me has
hecho como un prodigio» (Sal 139,14): la fe en la creación se cifra en una
profunda actitud de agradecimiento. A pesar del dolor y del mal presentes en el
mundo, la realidad entera –y en especial la propia existencia y la de quienes
nos rodean– aparece como una promesa de felicidad: «¡Todos los sedientos, venid
a las aguas! Y los que no tengáis dinero, ¡venid! (…) Comprad, sin dinero y sin
nada a cambio, vino y leche» (Is 55,1). El hombre se sabe inerme –porque
realmente lo es–, pero destinatario de una generosidad infinita que le llama a
vivir, y a vivir para siempre. San Ireneo lo sintetizó en una máxima célebre:
«La gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de
Dios»[23]. Desde esta mirada, la vida no es una simple lucha por el éxito o por
la supervivencia, ni siquiera en las condiciones más extremas: es espacio para
el agradecimiento, para la adoración, en la que el hombre encuentra su
verdadero descanso[24]. «¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada
persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad
o por ciclos que se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de
nosotros: “Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía” (Jr
1,5). Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso “cada uno de nosotros
es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada
uno es amado, cada uno es necesario”»[25].