— La vida cristiana no es compatible con el aburguesamiento.
— Contar con las derrotas. Recomenzar muchas veces.
— El Señor desea que comencemos de nuevo después de cada fracaso:
I. En estos días de Adviento se nos presenta la figura de Juan el Bautista como modelo para imitar en muchas virtudes, y como figura dispuesta por Dios para preparar la llegada del Mesías. Con él se cierra el Antiguo Testamento y se llega al umbral del Nuevo.
El Señor nos anuncia en el Evangelio de la Misa de hoy que desde los días de Juan hasta ahora el Reino de los Cielos padece violencia, y quienes se esfuerzan lo conquistan1. Padece violencia la Iglesia por parte de los poderes del mal, y padece violencia el alma de cada hombre, inclinada al mal como consecuencia del pecado original. Será necesario luchar hasta el final de nuestros días para seguir al Señor en esta vida y contemplarle eternamente en el Cielo. La vida del cristiano no es compatible con el aburguesamiento, la comodidad y la tibieza. «Hay quien no es capaz ni siquiera de cambiarse de sitio por Dios. Quisieran sentir gustos y consuelos de Dios sin hacer más esfuerzos que tragar lo que Él les echa en la boca, y gozar lo que les pone en el corazón sin mortificarse ellos en nada; sin dejar sus gustos y veleidades. Pero esperan en vano. Porque mientras ellos no salgan a buscar a Dios, por mucho que le llamen, no le encontrarán»2.
Ahora es un momento especialmente propicio para que examinemos cómo luchamos contra las propias pasiones, los defectos, el pecado, el mal carácter... Esa lucha «es fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es contrario.
»Hoy, como ayer, del cristiano se espera heroísmo. Heroísmo en grandes contiendas, si es preciso. Heroísmo –y será lo normal– en las pequeñas pendencias de cada jornada»3.
Esta lucha que nos pide el Señor a lo largo de toda nuestra vida, y especialmente en estos tiempos litúrgicos en que se nos manifiesta de modo más cercano en su Santísima Humanidad, se concretará muchas veces en fortaleza para cumplir delicadamente nuestros actos de piedad con el Señor, sin abandonarlos por cualquier otra cosa que se nos presente, sin dejarnos llevar por el estado de ánimo de ese día o de ese momento; se concretará en el modo de vivir la caridad, corrigiendo formas destempladas del carácter (del mal carácter), esforzándonos por tener detalles de cordialidad, de buen humor, de delicadeza con los demás; en realizar bien el trabajo, que hemos ofrecido a Dios; en hacer un apostolado eficaz a nuestro alrededor; en poner los medios oportunos para que nuestra formación no se estanque... Ordinariamente será una lucha en lo pequeño. «Oigamos al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho (Lc 16,10). Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad»4.
Nuestro amor al Señor se expresará en recomenzar muchas veces en este esfuerzo diario para no dejarnos vencer por la comodidad y la pereza, siempre al acecho. «El diablo no duerme, ni es aún la carne muerta, por eso no ceses de prepararte para la batalla. A la diestra y a la siniestra están los enemigos, que nunca descansan»5. No descansemos tampoco nosotros en una lucha alegre y con metas concretas. El Señor está de nuestro lado y ha puesto un Ángel Custodio que nos prestará inestimables ayudas, si acudimos a él.
II. En nuestro andar hacia el Señor no siempre venceremos. Muchas derrotas serán de escaso relieve; otras sí tendrán importancia, pero el desagravio y la contrición nos acercarán más a Dios. Y comenzaremos de nuevo, con la ayuda del Señor, sin desánimos ni pesimismo, que son fruto de la soberbia, sino con paciencia y humildad para empezar una vez más aunque no veamos fruto alguno.
En muchísimas ocasiones oiremos al Espíritu Santo: Vuelve a empezar..., sé constante, no importa el reciente fracaso, no importan todas las experiencias negativas anteriores juntas..., vuelve a empezar con más humildad, pidiendo más ayuda a tu Señor.
En lo humano, la genialidad es fruto, normalmente, de una prolongada paciencia, de un esfuerzo repetido incesantemente y mejorado sin cesar. «El sabio repite sus cálculos y renueva sus experiencias, modificándolas hasta dar con el objeto de sus investigaciones. El escritor retoca veinte veces su obra. El escultor rompe uno después de otro sus intentos hasta que expresan su creación interior... Todas las creaciones humanas son fruto de una perpetua vuelta a empezar»6. En lo sobrenatural, nuestro amor al Señor no se manifiesta tanto en los éxitos que creemos haber alcanzado como en la capacidad de comenzar de nuevo, de renovar la lucha interior. La mediocridad espiritual, la tibieza, es, por el contrario, el abandono y la dejadez en nuestros propósitos y metas de vida interior. En el camino que conduce a Dios, «dormir es morir»7. El desánimo, que lleva siempre en sí mismo un punto de soberbia y de excesiva confianza en uno mismo, induce al abandono de los propósitos y metas que el Espíritu Santo sugirió un día en la intimidad del corazón.
Con frecuencia, el progreso de la vida interior viene después de fracasos, quizá inesperados, ante los que reaccionamos con humildad y deseos más firmes de seguir al Señor. Se ha dicho con razón que la perseverancia no consiste en no caer nunca, sino en levantarse siempre. «Cuando un soldado que está combatiendo recibe alguna herida o retrocede un poco, nadie es tan exigente o tan ignorante de las cosas de la guerra que piense que eso es un crimen. Los únicos que no reciben heridas son los que no combaten; quienes se lanzan con más ardor contra el enemigo son quienes reciben los golpes»8.
Pidámosle a la Virgen la gracia de no abandonar jamás nuestra lucha interior, aunque sea triste y catastrófica nuestra experiencia anterior, y la gracia y la humildad de recomenzar siempre.
Pidámosle también hoy a Nuestra Señora ser constantes en nuestro apostolado, aunque aparentemente no se vea fruto alguno. Un día, quizá cuando ya estemos en su presencia, el Señor nos hará contemplar los frutos de un apostolado que en ocasiones nos parecía estéril, y que fue siempre eficaz. La semilla que se siembra da siempre su fruto: una, cien; otra sesenta; otra, treinta...9. Mucho fruto para una sola semilla.
III. Levantaos, alzad la cabeza. Se acerca vuestra liberación10.
Se nos narra en los Hechos de los Apóstoles que un día Pedro y Juan subían al Templo para orar y se encontraron con un cojo de nacimiento que pedía limosna. Entonces Pedro le dijo: No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, eso te doy: en el nombre de Jesucristo Nazareno levántate y anda11.
En el nombre de Jesucristo... Así hemos de recomenzar nosotros en el apostolado y en nuestra lucha contra todo lo que intenta separarnos de Dios. Esa es nuestra fuerza. No comenzamos de nuevo por un empeño personal, como si tratáramos de afirmar que nosotros podemos sacar adelante las cosas. Nosotros no podemos nada. Precisamente, cuando nos sentimos débiles, la fuerza de Cristo habita en nosotros12. ¡Y es una fuerza poderosa!
Como San Pedro que, después de aquella noche perdida en la que no había pescado nada, echa de nuevo las redes al mar solo porque el Señor se lo manda: Maestro, le dice, toda la noche hemos estado fatigándonos y no hemos cogido nada; pero porque Tú lo dices echaré la red13. A pesar del cansancio, a pesar de que no es hora para pescar, aquellos hombres volverán a tomar las redes, que ya estaban lavando para otro día. Los elementos humanos que hacían aconsejable la pesca han quedado atrás. El motivo de iniciar de nuevo la tarea es la confianza de Pedro en su Señor. Pedro obedece sin más razonamientos.
El fundamento de nuestra esperanza está en que el Señor desea que recomencemos de nuevo cada vez que hemos tenido un fracaso, quizá aparente, en nuestra vida interior o en nuestro apostolado. «Porque Tú me lo dices, Señor, comenzaré de nuevo». Si vivimos así, eliminaremos para siempre en nuestra vida el fantasma del desaliento, que a tantas almas ha sumido en la mediocridad espiritual y en la tristeza.
Recomienza de nuevo... Nos lo dice Jesús con especial intimidad en estos días en que la Navidad se acerca. «Cuando tu corazón caiga, levántalo, humillándote profundamente ante Dios con reconocimiento de tu miseria, sin maravillarte de haber caído, pues no tiene nada de admirable que la enfermedad sea enferma, la debilidad débil, y la miseria mezquina. Sin embargo, detesta con todas tus fuerzas la ofensa que has hecho a Dios y, con valor y confianza en su misericordia, prosigue el camino de la virtud que habías abandonado»14.