En este Tiempo de Adviento, publicaremos homilías del beato Álvaro sobre la preparación a la Navidad. En esta, exhorta a disponerse para recibir a Jesucristo espiritualmente y sacramentalmente en la Eucaristía.
Dominus prope est![1], ¡el Señor está cerca! Es el grito que la liturgia hace resonar en nuestros oídos, de mil modos diferentes, a lo largo de estas semanas anteriores a la Navidad. Nos invita a preparar la venida espiritual de Cristo a nuestras almas, con más urgencia cuanto más se aproximan los días felices del Nacimiento de Jesús. Y, a la vez, estas palabras traen a mi memoria aquel lucero de que nos hablaba nuestro Padre, que el Señor nos ha puesto en la frente. Hija mía, hijo mío: la llamada que Dios nos ha hecho para ser Opus Dei tiene que resonar en nuestra alma como un aldabonazo constante, más fuerte que cualquier otro lazo de unión, y ha de llevarnos a saber que la huella de Dios en nuestras vidas no se borra nunca[2]. Démosle gracias, procuremos seguirle muy de cerca, y arranquemos con determinación todo lo que nos aparte de Él, aunque parezca un detalle de muy poca entidad.
El Adviento es uno de los tiempos fuertes de la Sagrada Liturgia, con los que nuestra Madre la Iglesia nos mueve a purificarnos de modo especial, por la oración y la penitencia, para acoger la abundante gracia que Dios nos envía, porque Él siempre es fiel. En estos días se nos invita a buscar —diría que con más ahínco— el trato con María y con José en nuestra vida interior; se nos pide una oración más contemplativa, y que afinemos con manifestaciones concretas en el espíritu de mortificación interior. Así, cuando nazca Jesús, seremos menos indignos de tomarlo en nuestros brazos, de estrecharlo contra nuestro pecho, de decirle esas palabras encendidas con las que un corazón enamorado —como el de mis hijas y mis hijos todos, sin excepción— necesita manifestarse.
Me detengo en estas consideraciones para recordaros que no podemos limitarnos a esperar la Navidad, sin poner nada de nuestra parte. Mirad lo que respondió una vez nuestro Padre, a un hijo suyo que le preguntaba cómo vivir mejor el Adviento: «Deseando que el Señor nazca en nosotros, para que vivamos y crezcamos con Él, y lleguemos a ser ipse Christus, el mismo Cristo»[3]. Y concretaba en aquella ocasión: «Que se note en que renazcamos para la comprensión, para el amor, que, en último término, es la única ambición de nuestra vida»[4].
Hijas e hijos míos: si, al meditar estas palabras, comenzáis a seguir el Adviento con más ilusión —con más esfuerzo—, día tras día, aunque sea a contrapelo, aunque os parezca una comedia, cuando el Señor nazca en Navidad encontrará vuestras almas bien dispuestas, con la decisión terminante de ofrecerle esa acogida que le negaron los hombres hace veinte siglos, como también se la niegan ahora; y ocasionaréis a este Padre vuestro una gran alegría.
Pero no es cosa sólo del Adviento: todos los días baja Jesús a nosotros, en la Sagrada Comunión. «Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo —escribe nuestro Padre— para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía! —"Ecce veniet!" —¡que está al llegar!, nos anima la Iglesia»[5]. ¿Cómo nos preparamos para recibirle, cada día? ¿Qué detalles de amor cuidamos? ¿Qué limpieza procuramos en nuestros sentidos, qué adornos en nuestra alma? ¿Cómo es tu piedad? ¿Procuras acompañarle en el Sagrario de tu Centro? ¿Pides que crezca a diario la vida eucarística en los fieles de la Prelatura? ¿Conocen los que te tratan tu intimidad con Cristo en la Hostia Santa? No hay mejor momento que el de la Sagrada Comunión, para suplicar a Jesús —realmente presente en la Eucaristía— que nos purifique, que queme nuestras miserias con el cauterio de su Amor; que nos encienda en afanes santos; que cambie el corazón nuestro —tantas veces mezquino y desagradecido— y nos obtenga un corazón nuevo, con el que amar más a la Trinidad Santísima, a la Virgen, a san José, a todas las almas. Y aprovechad esos momentos para renovar vuestro compromiso de amor, pidiendo a este Rey nuestro que nos ayude a vivir cada jornada con nuevo empeño de enamorados.
Os aconsejo que repitáis —¡saboreándolas!— muchas comuniones espirituales. Rezad con frecuencia durante estas semanas —también yo procuro meterlo en mi alma— el veni, Domine Iesu! —¡ven, Señor Jesús!— que la Iglesia repite insistentemente. Decidlo, no sólo como preparación para la Navidad, sino también para la Comunión de cada día. De este modo, nos resultará más fácil descubrir lo que no va en nuestra lucha cotidiana y, con la gracia de Dios y nuestro esfuerzo, lo quitaremos. No me olvidéis que nuestra entrega bien vivida, con fidelidad constante, es la mejor preparación para ese encuentro con Cristo en la Navidad y en la Sagrada Eucaristía.
Veni, Domine, et noli tardare!, ven, Señor, y no tardes. A medida que transcurren las semanas, el grito de la Iglesia —el tuyo y el mío— sube al Cielo más apremiante. Relaxa facinora plebi tuae!, ¡destruye las ataduras —los pecados— de tu pueblo! No podemos limitarnos a implorar el perdón por las miserias nuestras: también hemos de suplicarlo por los pecados de los demás. Jesús, hijas e hijos míos, ha venido al mundo para redimir a toda la humanidad. También ahora desea introducirse en el corazón de todas las personas, sin excepción alguna.
Adviento significa expectación; y cuanto más se avecina el acontecimiento esperado, mayor es el afán por contemplarlo realizado. Nosotros, junto a tantos otros cristianos, deseamos que Dios ponga punto final a la dura prueba que aflige a la Iglesia, ya desde hace muchos años. Anhelamos que este largo adviento llegue finalmente a su término: que las almas se muevan a contrición verdadera; que el Señor se haga presente más intensamente en los miembros de su amada Esposa, la Iglesia Santa. Lo deseamos y lo pedimos con toda el alma: magis quam custodes auroram[6], más que el centinela la aurora, ansiamos que la noche se transforme en pleno día.
¡Qué buen tiempo, hijos, es este Adviento para intensificar nuestra petición por la Iglesia, por el Papa y sus colaboradores, por los obispos, por los sacerdotes y por los seglares, por las religiosas y los religiosos, por todo el Pueblo santo de Dios! Y es oración, no sólo la plegaria que sale de los labios o la que formulamos con la mente, sino la vida entera, cuando se gasta en el servicio del Señor. Os lo recuerdo con unas palabras que nuestro Fundador nos dirigía en el comienzo de un nuevo año litúrgico: «Hemos de andar por la vida como apóstoles, con luz de Dios, con sal de Dios. Con naturalidad, pero con tal vida interior, con tal espíritu del Opus Dei, que alumbremos, que evitemos la corrupción y las sombras que hay alrededor. Con la sal de nuestra dedicación a Dios, con el fuego que Cristo trajo a la tierra, sembraremos la fe, la esperanza y el amor por todas partes: seremos corredentores, y las tinieblas se cambiarán en día claro»[7].
Seguid pidiendo con fe, bien unidos a mis intenciones y segurísimos de la eficacia infalible de esta oración. El Señor escuchó a nuestro Padre cuando le rogaba —¡sólo Él sabe con qué ardor e intensidad!— por lo que llevaba en su alma, y ha oído —no me cabe la menor duda— las incesantes plegarias que en todos los rincones del mundo se elevaron al Cielo unidas a la intención de su Misa. Pero, hijas e hijos míos, con la fuerza que me viene de haber ocupado su puesto, os insisto: ¡uníos a mi oración!, y hasta me atrevo a pediros que gastéis vuestra vida en este empeño. Sí, lo repito a tu oído: debemos rezar más, porque no conocemos la medida de oración establecida por Dios —en su justísima y admirable Providencia— antes de concedernos los dones que esperamos. Simultáneamente, una cosa es ciertísima: la oración humilde, confiada y perseverante es siempre escuchada. Un fruto de esta plegaria nuestra, más intensa durante el Adviento, es comprender que podemos, que debemos rezar más. ¡No desfallezcamos!
Como la Prelatura es parte integrante de la Iglesia, pediremos también por el Opus Dei, instrumento del que Dios quiere servirse para extender su reinado de paz y de amor entre los hombres. También la Obra vive constantemente su adviento, su expectación gozosa del cumplimiento de la Voluntad de Dios. ¡Son tantos los panoramas apostólicos que el Señor nos pone delante!: comienzo de nuevas labores apostólicas, consolidación —en extensión y en profundidad— de las que ya se realizan en tantos lugares; nuevas metas en nuestro servicio a la Iglesia y a las almas... Y, por encima de todo, el Señor quiere la fidelidad de mis hijos: la lealtad inquebrantable de cada uno a la llamada divina, a sus requerimientos, a esta gracia inefable de la vocación con la que ha querido sellar nuestras vidas para siempre.