— Urgencia y responsabilidad de llevar la doctrina del Señor a todos los ambientes.
— El apostolado nace del convencimiento de poseer la verdad, la única verdad salvadora.
— Fidelidad a la doctrina que se ha de transmitir.
I. Como en tantas ocasiones, Jesús se levantó de madrugada y se retiró fuera de la ciudad, para orar. Allí le encontraron los Apóstoles, y le dijeron: Todo el mundo te busca. Y el Señor les respondió: Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido1.
La misión de Cristo es la de evangelizar, llevar la Buena Nueva hasta el último rincón de la tierra, a través de los Apóstoles2 y de los cristianos de todos los tiempos. Esta es la misión de la Iglesia, que cumple así el mandato del Señor: Id y predicad a todas las gentes..., enseñándoles a cumplir todo cuanto os he mandado3. Los Hechos de los Apóstoles narran muchos pormenores de aquella primera evangelización; el mismo día de Pentecostés, San Pedro predica la divinidad de Jesucristo, su Muerte redentora y su Resurrección gloriosa4. San Pablo, citando al Profeta Isaías, exclama con entusiasmo: ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Nueva!5. Y la Segunda lectura de la Misa nos habla de la responsabilidad de este anuncio gozoso de la verdad que salva: Porque si yo evangelizo, no es para mí motivo de gloria, porque es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no evangelizara!6.
Con estas mismas palabras de San Pablo, la Iglesia ha recordado con frecuencia a los fieles la llamada que el Señor les hace para llevar la doctrina de Cristo a todas partes, aprovechando cualquier ocasión7.
San Juan Crisóstomo salía al paso de las posibles disculpas ante esta gratísima obligación: «Nada hay más frío que un cristiano que no se preocupe por la salvación de los demás (...). No digas: no puedo ayudarles, pues si eres cristiano de verdad es imposible que no lo puedas hacer. Las propiedades de las cosas naturales no se pueden negar: lo mismo sucede con esto que afirmamos, pues está en la naturaleza del cristiano obrar de esta forma (...). Es más fácil que el sol no luzca ni caliente que deje de dar luz un cristiano; más fácil que esto sería que la luz fuese tinieblas. No digas que es una cosa imposible; lo imposible es lo contrario (...). Si ordenamos bien nuestra conducta, todo lo demás seguirá como consecuencia natural. No puede ocultarse la luz de los cristianos, no puede ocultarse una lámpara que brilla tanto»8.
Preguntémonos si en nuestro ambiente, en el lugar donde vivimos y donde trabajamos, somos verdaderos transmisores de la fe, si acercamos a nuestros amigos a una mayor frecuencia de sacramentos. Examinemos si nos urge el apostolado como exigencia de nuestra vocación, si sentimos la misma responsabilidad de aquellos primeros, pues la necesidad no es hoy menor..., es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no evangelizara!
II. El apostolado y el proselitismo que atraen a la fe o a una mayor entrega a Dios nacen del convencimiento de poseer la Verdad y el Amor, la verdad salvadora, el único amor que colma las ansias del corazón, siempre insatisfecho. Cuando se pierde esta certeza no se encuentra sentido a la difusión de la fe. Entonces, incluso en ambientes cristianos, se llega a pensar que no se puede influir para que los no cristianos –por ejemplo, ante las leyes en favor del divorcio y del aborto– apoyen una ley recta, según el querer divino. También pierde sentido el llevar la doctrina de Cristo a otras regiones donde todavía no ha llegado o no está hondamente arraigada la fe; en todo caso, la misión apostólica se convierte en una mera acción social en favor de la promoción de esos pueblos, olvidando el tesoro más rico que podrían darles: la fe en Jesucristo, la vida de la gracia... Son cristianos en los que la fe se ha debilitado y han olvidado, quizá, que la verdad es una, que hace más humanos a los hombres y a los pueblos, y abre el camino del Cielo.
Es importante que la fe lleve a plantearse acciones sociales, pero «el mundo no puede contentarse simplemente con reformadores sociales. Tiene necesidad de santos. La santidad no es un privilegio de pocos; es un don ofrecido a todos... Dudar de esto significa no acabar de entender las intenciones de Cristo»9, omitir la esencia de su mensaje.
La fe es la verdad, e ilumina nuestra razón, la preserva de errores, y sana las heridas y la facilidad que nos dejó el pecado original para desviarnos del camino. De aquí proviene la seguridad del cristiano, no solo en lo que se refiere estrictamente a la fe, sino a todas aquellas cuestiones que están conexas con ella: el origen del mundo y de la vida, la dignidad intocable de la persona humana, la importancia de la familia... La fe es luz que ilumina el caminar del hombre. Esto nos lleva –enseña Pablo VI– a tener «una actitud dogmática, sí, que quiere decir que está fundada no en ciencia propia, sino en la Palabra de Dios (...). Actitud que no nos ensoberbece, como poseedores afortunados y exclusivos de la verdad, sino que nos hace fuertes y valientes para defenderla, amorosos para difundirla. Nos lo recuerda San Agustín: sine superbia de veritate praesumite, sin soberbia estad orgullosos de la verdad»10.
Es un inmenso don haber recibido la fe verdadera, pero a la vez una gran responsabilidad. La vibración apostólica del cristiano que es consciente del tesoro recibido no es fanatismo: es amor a la verdad, manifestación de fe viva, coherencia entre el pensamiento y la vida. Proselitismo, en el sentido noble y verdadero de la palabra, no es de ninguna manera atraer a las almas con engaños o violencia, sino el esfuerzo apostólico por dar a conocer a Cristo y su llamada a todo hombre, querer que las almas conozcan la riqueza que Dios ha revelado y se salven, que reciban la vocación a una entrega plena a Dios, si esta es la voluntad divina. Este proselitismo es una de las tareas más nobles que el Señor nos ha encomendado.
III. En este empeño por difundir la fe, siempre con respeto y aprecio por las personas, no cabe transmitir medias verdades por temor a que la plenitud de la verdad y las exigencias de una auténtica vida cristiana puedan chocar con el pensamiento de moda y con el aburguesamiento de muchos. La verdad no tiene términos medios, y el amor sacrificado no admite rebajas ni puede ser objeto de compromisos. Condición de todo apostolado es la fidelidad a la doctrina, aunque esta se presente difícil de cumplir en algunos casos, e incluso exija un comportamiento heroico, o al menos lleno de fortaleza. No se pueden omitir temas como la generosidad al poner los medios para tener una familia numerosa, exigencias de la justicia social, entrega plena a Dios cuando Él llama a seguirle... No se puede pretender agradar a todos disminuyendo, según conveniencias humanas, las exigencias del Evangelio: Hablamos -escribía San Pablo a los tesalonicenses-, no como quien busca agradar a los hombres, sino solo a Dios11. No es buen camino pretender hacer fácil el Evangelio, silenciando o rebajando los misterios que se han de creer y las normas de conducta que han de vivirse. Nadie ha predicado ni predicará el Evangelio con mayor credibilidad, energía y atractivo que Jesucristo, y hubo quienes no le siguieron fielmente. Tampoco podemos olvidar que, hoy como siempre, predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero poder de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos12. Sin embargo, nos debemos esforzar siempre en adaptarnos a la capacidad y circunstancias de quien pretendemos llevar hasta el Señor, como Él nos enseña a lo largo del Evangelio, que hizo asequible a todos.
La fidelidad a Cristo nos lleva a transmitir fiel y eficazmente lo que hemos recibido. Ahora, igual que en tiempos de los primeros cristianos, cuando comenzaba la primera evangelización de Europa y del mundo, debemos anunciar a nuestros amigos y conocidos, a los colegas... la Buena Nueva de la misericordia divina, la alegría de seguir muy de cerca a Cristo en medio de nuestros quehaceres. Y ese anuncio comporta la necesidad de cambiar de vida, de hacer penitencia, de renunciar a sí mismos, de estar desprendidos de los bienes materiales, de ser castos, de buscar con humildad el perdón divino, de corresponder a lo que Él quiere de cada uno de nosotros desde la eternidad.
El afán de que muchos sigan a Cristo debe empujarnos a vivir mejor la caridad con todos, a poner más medios para acercarlos antes al Señor, que los espera: ¡la caridad de Cristo nos urge!13. Este fue el motor de la incansable actividad apostólica de San Pablo, y será también lo que nos impulse a nosotros; el amor al Señor nos llevará a sentir la urgencia apostólica y a no desaprovechar ninguna ocasión que se nos presente. Es más, en muchas circunstancias seremos nosotros quienes provocaremos esas oportunidades, que de otra forma nunca tendrían lugar.
Todo el mundo te busca... El mundo tiene hambre y sed de Dios. Por eso, junto a la caridad, la esperanza. Nuestros amigos y conocidos, incluso los más alejados, también tienen necesidad y deseos de Dios, aunque muchas veces no los manifiesten. Y, sobre todo, el Señor los busca a ellos.
Pidamos a la Santísima Virgen el afán apostólico y proselitista que tuvieron los Apóstoles y los primeros cristianos.