— Jesucristo es la piedra angular sobre la que se debe edificar la vida. Nuestra existencia está influida completamente por la condición de discípulos de Cristo.
— La fe nos da luz para conocer la verdadera realidad de las cosas y de los acontecimientos.
— El cristiano tiene su propia escala de valores frente al mundo.
I. En la parábola de los viñadores homicidas1 resume Jesús la historia de la salvación. Compara a Israel con una viña escogida, provista de su cerca, de un lagar y de una torre de vigilancia donde se coloca el guardián para protegerla de ladrones y alimañas. Dios no dejó de aplicar ningún cuidado a la viña de sus amores, a su pueblo, según había sido ya profetizado2. Los viñadores de la parábola son los dirigentes del pueblo de Israel, el dueño es Dios, y la viña es Israel, como Pueblo de Dios.
El dueño envía una y otra vez a sus siervos para percibir sus frutos, y solo recibieron malos tratos. Esta fue la misión de los profetas. Finalmente, envió a su Hijo, al Amado, pensando que a Él sí lo respetarían. Aquí se señala la diferencia entre Jesús, el Hijo, y los profetas, que eran siervos. La parábola se refiere a la filiación trascendente y única, y expresa con claridad la divinidad de Jesucristo. Los viñadores lo echaron fuera de la viña y lo mataron; es una referencia explícita a la crucifixión, que tuvo lugar fuera de los muros de Jerusalén3. El Señor, que se menciona discretamente a Sí mismo en la parábola, debió de hablar con gran pena, al ver cómo es rechazado por aquellos a quienes viene a traer la salvación. No le quieren. Terminará Jesús diciendo estas palabras, tomadas de un Salmo4: La piedra que rechazaron los constructores, esta ha llegado a ser piedra angular.
Los dirigentes de Israel comprendieron el sentido claramente mesiánico de la parábola y que iba dirigida a ellos. Entonces intentaron prenderlo, pero una vez más temieron al pueblo.
San Pedro recordará las palabras de Jesús delante del Sanedrín, cuando ya se ha cumplido la predicción contenida en la parábola: quede claro a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis... Él es la piedra que, rechazada por vosotros los constructores, ha llegado a ser piedra angular5. Jesucristo se constituye como la piedra clave del arco que sostiene y fundamenta todo el edificio. Es la piedra esencial de la Iglesia, y de cada hombre: sin ella el edificio se viene abajo.
La piedra angular afecta a toda la construcción, a toda la vida: negocios, intereses, amores, tiempo...; nada queda fuera de las exigencias de la fe en la vida del cristiano. No somos discípulos de Cristo a determinadas horas (a la hora de rezar, por ejemplo, o cuando asistimos a una ceremonia religiosa...), o en determinados días... La profunda unidad de vida que reclama el ser cristiano determina que, permaneciendo todo con su propia naturaleza, se vea afectado por el hecho de ser discípulo de Jesús. Seguir a Cristo influye en el núcleo más íntimo de nuestra personalidad. En quien está hondamente enamorado, este hecho influye en todas las cosas y acontecimientos, por triviales que parezcan: al dar un paseo por la calle, en el trabajo, en el modo de comportarse en las relaciones sociales..., y no solo cuando está en presencia de la persona amada. Ser cristianos es la característica más importante de nuestra existencia, y ha de influir incomparablemente más en nuestra vida que el amor humano en la persona más enamorada.
Jesucristo es el centro al que hacen referencia nuestro ser y nuestra vida. «Supongamos a un arquitecto –comenta Casiano– que deseara construir la bóveda de un ábside. Debe trazar toda la circunferencia partiendo de un punto clave: el centro. Guiándose por esta norma infalible, ha de calcular luego la exacta redondez y el diseño de la estructura (...). Así es como un solo punto se convierte en la clave fundamental de una construcción imponente»6. De modo semejante, el Señor es el centro de referencia de nuestros pensamientos, palabras y obras. Con relación a Él queremos construir nuestra existencia.
II. Cristo determina esencialmente el pensamiento y la vida de sus discípulos. Por eso, sería una gran incoherencia dejar nuestra condición de cristianos a un lado a la hora de enjuiciar una obra de arte o un programa político, en el momento de realizar un negocio o de planear las vacaciones. Respetando la propia autonomía, las propias leyes que cada materia tiene y la amplísima libertad en todo lo opinable, el discípulo fiel de Jesús no se detiene en la consideración de un solo aspecto –económico, artístico, cinematográfico...– y no da por buenos unos proyectos o una obra sin más. Si en esos planes, en ese acontecimiento o en esa obra no se guarda la debida subordinación a Dios, su calificación definitiva no puede ser más que una, negativa, cualquiera que sean sus acertados valores parciales.
A la hora de realizar un negocio o aceptar un determinado puesto de trabajo, un buen cristiano no solo mira si le es rentable económicamente, sino también otras facetas: si es lícito con arreglo a las normas de moralidad, si produce el bien o el mal a otros, valora los beneficios que de él se derivan para la sociedad... Si es moralmente ilícito, o al menos poco ejemplar, las demás características –por ejemplo, la rentabilidad– no lo convierten en un buen negocio. Una buena operación comercial –si no es moral– es un negocio pésimo e irrealizable.
El error se presenta frecuentemente vestido con nobles ropajes de arte, de ciencia, de libertad... Pero la fuerza de la fe ha de ser mayor: es la poderosa luz que nos hace ver que detrás de aquella apariencia de bien hay en realidad un mal, que se manifiesta con la vestidura de una buena obra literaria, de una falsa belleza... Cristo ha de ser la piedra angular de todo edificio.
Pidamos al Señor su gracia, para vivir coherentemente nuestra vocación cristiana; así, la fe no será nunca limitación –«no puedo hacer», «no puedo ir»...–: será luz para conocer la verdadera realidad de las cosas y de los acontecimientos, sin olvidar que el demonio intentará aliarse con la ignorancia humana –que no sabe ver la realidad total que se encierra en aquella obra o en aquella doctrina– y con la soberbia y la concupiscencia que todos arrastramos. Cristo es el crisol que pone a prueba el oro que hay en las cosas humanas; todo lo que no resiste a la claridad de sus enseñanzas es mentira y engaño, aunque se vista con alguna apariencia de bondad o de perfección.
Con el criterio que da esta unidad de vida -ser y sentirnos en toda ocasión fieles discípulos del Señor-, podremos recoger tantas cosas buenas que han hecho y pensado los hombres que se han guiado por un criterio humano recto, y ponerla a los pies de Cristo. Sin la luz de la fe nos quedaríamos en muchos momentos con la escoria, que nos engañó porque tenía algún reflejo de bondad o de belleza.
Para tener un criterio formado, además de poner los medios, es preciso tener una voluntad recta, que quiera llevar a cabo, ante todo, el querer de Dios. Así se explica que personas sencillas, de escasa instrucción y quizá con pocas luces naturales, pero de intensa vida cristiana, tengan un criterio muy recto, que les hace juzgar atinadamente de los diversos acontecimientos; mientras que otras personas, tal vez más cultivadas o incluso de gran capacidad intelectual, en ocasiones dan pruebas de una lamentable ausencia de buen juicio y se equivocan hasta en lo que es elemental.
La unidad de vida, un vivir habitual cristiano, nos mueve a juzgar con certeza, descubriendo los verdaderos valores humanos de las cosas. Así llevaremos a Cristo, santificándolas, todas las realidades humanas nobles. Preguntémonos: ¿vivo en coherencia con la fe, con la vocación, en todas las situaciones? Al tomar decisiones, importantes o de la vida diaria, ¿tengo en cuenta ante todo lo que Dios espera de mí? Y concretemos en qué puntos nos pide el Señor un comportamiento más decididamente cristiano.
III. El cristiano –por haber fundamentado su vida en esa piedra angular que es Cristo– tiene su propia personalidad, su modo de ver el mundo y los acontecimientos, y una escala de valores bien distinta del hombre pagano, que no vive la fe y tiene una concepción puramente terrena de las cosas. Una fe débil y tibia, de poca influencia real en lo ordinario, «puede provocar en algunos esa especie de complejo de inferioridad, que se manifiesta en un inmoderado afán de “humanizar” el Cristianismo, de “popularizar” la Iglesia, acomodándola a los juicios de valor vigentes en el mundo»7.
Por eso, el cristiano, a la vez que está metido en medio de las tareas seculares, necesita estar «metido en Dios», a través de la oración, de los sacramentos y de la santificación de sus quehaceres. Se trata de ser discípulos fieles de Jesús en medio del mundo, en la vida corriente de todos los días, con todos sus afanes e incidencias. Así podremos llevar a cabo el consejo que San Pablo daba a los primeros cristianos de Roma, cuando les alertaba contra los riesgos de un conformismo acomodaticio con las costumbres paganas: no queráis conformaros a este siglo8. A veces, este inconformismo nos llevará a navegar contra corriente y arrostrar el riesgo de la incomprensión de algunos. El cristiano no debe olvidar que es levadura9, metida dentro de la masa a la que hace fermentar.
Nuestro Señor es la luz que ilumina y descubre la verdad de todas las realidades creadas, es el faro que ofrece orientación a los navegantes de todos los mares. «La Iglesia (...) cree que la clave, el centro y la finalidad de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro»10.
Jesús de Nazaret sigue siendo la piedra angular en todo hombre. El edificio construido a espaldas de Cristo está levantado en falso. Pensemos hoy, al término de nuestra oración, si la fe que profesamos influye cada vez más en la propia existencia: en la forma de contemplar al mundo y a los hombres, en nuestra manera de comportarnos, en el afán, con obras, de que todos los hombres conozcan de verdad a Cristo, sigan su doctrina y la amen.