— El deseo de ver el rostro del Señor.
— Su venida gloriosa.
— La esperanza en el día del Señor.
I. Dice el Señor: Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y Yo os escucharé, os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os dispersé1. Son palabras de Dios que nos hace llegar el Profeta Jeremías en la Antífona de entrada de la Misa.
Jesucristo cumplió la misión que el Padre le confió, pero su obra, en cierto modo, no está aún acabada. Volverá al fin de los tiempos para terminar lo que comenzó. Desde los primeros siglos, la Iglesia confiesa su fe en esta segunda venida gloriosa de Cristo, cuando vendrá, glorioso y triunfante, a juzgar a vivos y muertos2. «La Sagrada Escritura –enseña el Catecismo Romano– nos testifica estas dos venidas del Hijo de Dios. Una, cuando, por nuestra salvación, tomó carne y se hizo hombre en el seno de la Virgen. Otra, cuando vendrá al fin del mundo a juzgar a todos los hombres; esta última es llamada día del Señor»3.
La liturgia de la Misa, cuando ya faltan pocos días para que termine el año litúrgico, nos recuerda esta verdad de fe. La Primera lectura4 nos presenta el anuncio que de ella hizo el Profeta Daniel: En aquel tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles. Y llegará la plenitud de la salvación, con la resurrección del cuerpo, para todos los inscritos en el libro. Los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida perpetua, otros para ignominia perpetua. Los sabios, quienes entendieron de verdad el sentido de la vida aquí en la tierra y fueron fieles, brillarán como el fulgor del firmamento. El Profeta anuncia a continuación la especial gloria para todos aquellos que, mediante el apostolado en cualquiera de sus formas, contribuyeron a la salvación de otros: los que enseñaron a muchos la justicia brillarán como las estrellas por toda la eternidad.
Los cristianos de la primera época, deseosos de ver el rostro glorioso de Cristo, repetían la dulce invocación: ¡Ven, Señor Jesús!5. Era una jaculatoria tantas veces repetida que incluso quedó plasmada en arameo, la lengua que hablaban Jesús y los Apóstoles, en los escritos primitivos6. Hoy, traducida a los diversos idiomas, ha quedado como una de las aclamaciones posibles en la Santa Misa, después de la consagración y adoración. Cuando Cristo se hace realmente presente sobre el altar, la Iglesia le manifiesta el deseo de verle glorioso. De esa forma, «la liturgia de la tierra se armoniza con la del Cielo. Y ahora, como en cada una de las Misas, llega a nuestro corazón necesitado de consuelo la respuesta tranquilizadora: El que da testimonio de estas cosas dice: Sí, voy enseguida»7. Y aunque no haya llegado aún el momento de estar con Él en el Cielo, anticipa este instante dichoso al venir a nuestra alma, pocos instantes después, en el momento de la Comunión. «Que la invocación apasionada de la Iglesia: Ven, Señor Jesús -pedía el Papa Juan Pablo II-, se convierta en el suspiro espontáneo de vuestro corazón, jamás satisfecho del presente, porque tiende al “todavía no” del cumplimiento prometido»8, cuando con nuestros propios cuerpos ya gloriosos encontremos la plenitud en Dios. Ahora, en la intimidad de nuestra alma, le decimos a Jesús: Vultum tuum, Domine, requiram9, buscaré, Señor, tu rostro, el que un día, con la ayuda de tu gracia, tendré la dicha de ver cara a cara.
II. El Señores el lote de mi heredad y mi copa, // mi suerte está en tu mano. // Tengo presente al Señor, // con Él a mi derecha no vacilaré. // Por eso se me alegra el corazón, // se gozan mis entrañas, // y mi carne descansa serena: // Porque no me entregarás a la muerte // ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción10. Este Salmo responsorial de la Misa se refiere a Cristo, como se interpreta en los Hechos de los Apóstoles11, y en él está anunciada la resurrección de nuestros cuerpos al final de los tiempos. Verdaderamente podemos decir en la intimidad de nuestro corazón que el Señor es el lote de mi heredad y mi copa, lo que me ha tocado en suerte, y se llena de alegría mi corazón, se goza lo más íntimo de mi ser, y en Él descanso sereno, ahora y al fin de los tiempos. Cristo es la gran suerte de nuestra vida. Él está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta12.
Al fin de los tiempos, leemos en el Evangelio de la Misa13, verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, del extremo de la tierra al extremo del cielo. Si en su Encarnación pasó oculto o ignorado, y en su Pasión se ocultó por completo su divinidad, al fin de los siglos vendrá rodeado de majestad y gloria, como anunció el Profeta Daniel, con grandes señales en la tierra y en el cielo: el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas del cielo caerán, y las potestades de los cielos se conmoverán. Vendrá como Redentor del mundo, como Rey, Juez y Señor del Universo, «no para ser de nuevo juzgado –enseñan los Padres de la Iglesia–, sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a juicio. Aquel que antes, mientras era juzgado, guardó silencio, refrescará la memoria de los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la cruz, y les dirá: Esto hicisteis y yo callé.
»Entonces, por razones de su clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo quieran o no, los hombres tendrán que someterse necesariamente a su reinado (...). Por esa razón, en nuestra profesión de fe, tal como la hemos recibido por tradición, decimos que creemos en aquel que subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin»14. Y se mostrará glorioso a quienes le fueron fieles a lo largo de los siglos, y también ante quienes le negaron, o le persiguieron, o vivieron como si su Muerte en la Cruz hubiera sido un acontecimiento sin importancia. La humanidad entera se dará cuenta de cómo Dios Padre le ensalzó y le dio un nombre superior a todo nombre, a fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para la gloria del Padre15.
¡Cómo debemos dar por bien empleados nuestros esfuerzos por seguir a Cristo, ese cúmulo de cosas pequeñas, de servicios casi intrascendentes, que procuramos hacer cada día por Dios, y que quizá nadie ve...! Jesús nos tratará, si somos fieles, como a sus amigos de siempre. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena.
III. Me enseñarás el sendero de la vida, // me saciarás de gozo en tu presencia, // de alegría perpetua a tu derecha16, // continúa el Salmo responsorial.
La segunda venida de Cristo es designada frecuentemente en la Sagrada Escritura con el término griego parusía, que en el lenguaje profano significaba la entrada solemne de un emperador en una ciudad o provincia, donde era saludado como salvador de aquella tierra. El momento de la entrada, que siempre tenía algo de inesperado, era tenido como día de fiesta y, a veces, era el punto de partida para un nuevo cómputo del tiempo17: se quería indicar que con aquel acontecimiento comenzaba algo nuevo. Para nosotros, la llegada de Cristo será la gran fiesta, pues el alma se unirá de nuevo a su propio cuerpo, y comenzará un «nuevo cómputo del tiempo», una nueva forma de existencia, donde cada uno –cuerpo y alma– dará gloria a Dios en una eternidad sin fin.
La esperanza en este día del Señor fue para los primeros cristianos un estímulo para perseverar y tener paciencia ante las adversidades. San Pablo lo recuerda en incontables ocasiones. También a nosotros nos ayudará a ser fieles al Señor, especialmente si alguna vez el ambiente que nos rodea es adverso y está lleno de dificultades. Debemos dar gracias a Dios en todo momento por vosotros, hermanos -escribe el Apóstol a los cristianos de Tesalónica-, como es justo, porque vuestra fe crece de modo extraordinario y rebosa la caridad de unos con otros, hasta el punto de que nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios por vuestra paciencia y fe en todas las persecuciones y tribulaciones que soportáis. Esto es señal del justo juicio, en el que sois estimados dignos del reino de Dios, por el que ahora padecéis18.
El Señor permite que en ocasiones suframos algo por ser fieles a sus enseñanzas, o que nos llegue la enfermedad o el dolor, para que aumentemos nuestra confianza en Él, vivamos mejor el desprendimiento de la honra, de la salud, del dinero..., para hacernos dignos del reino que nos tiene preparado. También para que, metidos en medio del mundo, recordemos que «el reino de Dios, iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo, no es de este mundo, cuya figura pasa, y su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de la técnica humanas, sino que consiste en conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al amor de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia y la santidad entre los hombres»19.