"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

7 de diciembre de 2018

LA FE ES NUESTRO TESORO

— Necesidad de la fe. Pedirla.

— La fe, el tesoro más grande que tenemos. Guardarla. Comunicarla.

— La fe de María.

I. En aquel día, los sordos oirán las palabras del libro, y desde las tinieblas y desde la oscuridad verán los ojos del ciego. Y los mansos se alegrarán más y más en el Señor, y los pobres se regocijarán en el Santo de Israel1.

La nueva era del Mesías es anunciada por los Profetas llena de alegría y de prodigios. Una sola cosa pedirá el Redentor: fe. Sin esta virtud el reino de Dios no llega a nosotros.

El Evangelio de la Misa2 nos presenta a dos ciegos que seguían a Cristo, pidiéndole a voces su curación: Ten misericordia de nosotros, Hijo de David, le dicen. El Señor les pregunta: ¿Creéis que yo puedo hacer esto? Cuando ellos le dijeron que sí, Él los despidió curados con estas palabras: Hágase en vosotros según vuestra fe3. A otro ciego, en Jericó, le devolvió igualmente la vista y le dijo: Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista, y le seguía por el camino4. Al padre de una niña muerta le asegura: No temas, basta que creas y vivirá5. Pocos momentos antes había curado a una mujer, enferma durante mucho tiempo, que solo había manifestado su fe tocando la orla de su vestido, y le había dicho: Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz6. ¡Oh mujer, grande es tu fe!, le dirá a una mujer cananea. Y luego: Hágase como tú quieras7. No hay obstáculo para el creyente. Todo es posible para el que cree8, le dice al padre del muchacho que estaba poseído por un espíritu mudo.

Los Apóstoles se manifiestan al Señor con toda sencillez. Conocen su fe insuficiente en muchos casos ante lo que ven y oyen, y un día le piden a Jesús: ¡Auméntanos la fe! El Señor les responde: Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este moral: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería9.

También nosotros nos encontramos como los Apóstoles; nos falta fe ante la carencia de medios, ante las dificultades en el apostolado, ante los acontecimientos, que nos cuesta interpretar desde un punto de vista sobrenatural.

Si vivimos con la mirada puesta en Dios no hemos de temer nada: «la fe, si es fuerte, defiende toda la casa»10, defiende toda nuestra vida. Con ella podemos alcanzar frutos que están por encima de nuestras pocas fuerzas; no tendremos imposibles. «Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover..., en el mundo y, primero, en nuestro corazón»11.

Imitemos a los Apóstoles y con ánimo humilde, porque conocemos nuestras pocas fuerzas y nuestras cobardías, pidamos al Señor que tenga piedad de nosotros. «Señor, ¡auméntanos la fe!», le decimos en nuestra oración. ¡Santa María, pídele a tu Hijo que aumente nuestra fe flaca y débil en tantas ocasiones!

Con esta confianza aguardamos la Navidad, y por eso rezamos con la Iglesia: Estás viendo, Señor, cómo tu pueblo espera con fe el nacimiento de tu Hijo; concédenos llegar a la Navidad –fiesta de gozo y salvación– y poder celebrarla con alegría desbordante12.

II. La fe es el tesoro más grande que tenemos y, por eso, hemos de poner todos los medios para conservarla y acrecentarla. También es lógico que la defendamos de todo aquello que le pueda hacer daño: lecturas (especialmente en épocas en que los errores están más difundidos), espectáculos que ensucian el corazón, provocaciones de la sociedad de consumo, programas de televisión que puedan dañar este tesoro que hemos recibido. Pongamos los medios para una adecuada formación, tanto más sólida cuanto más difíciles sean los ambientes y situaciones en los que se desarrolla nuestra vida; procuremos rezar con atención el Credo en la Misa de los domingos y fiestas, haciendo una verdadera profesión de fe.

En un época de confusión doctrinal hay que velar con especial cuidado para no ceder en el contenido de nuestra fe, ni aun en lo más pequeño, porque «si se cede en cualquier punto del dogma católico, después será necesario ceder en otro, y después en otro más, y así hasta que tales abdicaciones se conviertan en algo normal y lícito. Y una vez que se ha metido la mano para rechazar el dogma pedazo a pedazo, ¿qué sucederá al final, sino repudiarlo en su totalidad?»13.

Si guardamos la fe y la reflejamos en nuestra vida ordinaria sabremos comunicarla a los demás. Daremos al mundo el mismo testimonio que dieron los primeros cristianos: fueron fuertes como la roca ante dificultades inimaginables. Muchos de nuestros amigos, al ver que nuestra conducta es coherente con la fe que profesamos, se verán movidos por este testimonio sereno y firme y se acercarán a Nuestro Señor.

A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los Cielos14. ¡Qué gran promesa para alentarnos a una vida apostólica!

Reconocer al Señor delante de los hombres es ser testigos vivos de su vida y de su palabra. Nosotros queremos cumplir nuestras tareas cotidianas según la doctrina de Jesucristo, y debemos estar dispuestos a que se transparente nuestra fe en todas nuestras obligaciones familiares y profesionales. Pensemos un momento en nuestro trabajo, en nuestros compañeros, en nuestras amistades: ¿se nos reconoce como personas cuya conducta es coherente con su fe? ¿Nos falta audacia para hablar de Dios a nuestros amigos? ¿Nos sobran respetos humanos? ¿Cuidamos la fe de aquellos que, de alguna forma, el Señor ha puesto a nuestro cargo?

Una consecuencia de la fe firme es el optimismo y la seguridad de que las cosas saldrán adelante. El poder de Dios está con nosotros y disipa todo posible temor. Él que nos ha dado una vocación de santidad y una misión divina, nos dará también la gracia para cumplirla.

III. En todo tiempo hemos de fijarnos en Nuestra Señora, que vivió toda su existencia movida por la fe, pero especialmente en este tiempo de Adviento que es tiempo de espera, de esperanza segura, antes de que naciera el Mesías de su seno virginal. Bienaventurada tú que has creído15, le dice su prima Santa Isabel.

Confianza y serenidad de la Virgen ante el descubrimiento mismo de su vocación. ¡Ella es la Madre de Dios! Es aquella criatura de quien venían hablando los Libros Sagrados desde los mismos comienzos del Génesis, la que aplastaría la cabeza del enemigo de Dios y de los hombres16, la anunciada tantas veces por los Profetas17. Yahvé ha mirado la humildad, la sencillez, de su esclava18.

Serenidad confiada de la Virgen en el silencio que ha de mantener ante San José. María quería a José y le ve sufrir19. Ella confía en Dios. Es posible que al seguir la propia vocación, o al actuar cumpliendo la voluntad de Dios, temamos hacer sufrir a las personas queridas. ¡Él sabe arreglar bien las cosas! «¡Dios sabe más!»20, ve más lejos. El cumplimiento de la voluntad de Dios, que siempre exige fe, es el mayor bien para nosotros y para quienes habitualmente tratamos.

Fe de la Virgen en los momentos difíciles que preceden al Nacimiento de Jesús. San José llamó a muchas puertas aquella noche santa, y la Virgen oyó muchas negativas. Fe ante la huida precipitada a Egipto. ¡Dios huyendo a un país extraño...!

Confianza de María cada día de los treinta años que Jesús vivió oculto en Nazaret, cuando no hay signos prodigiosos de la divinidad de su Hijo, sino un trabajo sencillo y normal.

Fe de María en el Calvario. «Avanzó la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual no sin designio divino permaneció en pie, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su Sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado»21.

María vive con la mirada puesta en Dios. Ha puesto toda su confianza en el Altísimo y se ha rendido por completo a Él. Eso nos pide Ella a nosotros: que vivamos con una confianza inquebrantable en Jesús. Y esto, porque desea vernos serenos en medio de todas las tempestades, y porque debemos dar serenidad a quienes están cerca de nosotros. Quiere, sobre todo, vernos un día en el Cielo, junto a su Hijo.

Con la liturgia de la Iglesia rezamos: Dios y Señor nuestro, que en el parto de la Virgen has querido revelar al mundo entero el esplendor de tu gloria: asístenos con tu gracia, para que proclamemos con fe íntegra y celebremos con piedad sincera el misterio admirable de la encarnación de tu Hijo22.