"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

29 de enero de 2019

LA VOLUNTAD DE DIOS

— El cumplimiento de la voluntad de Dios.
— Manifestaciones del querer de Dios. 
— Buscar en la oración los planes de Dios para nosotros.

I. San Marcos nos dice en el Evangelio de la Misa1 que se presentó la Madre de Jesús con algunos parientes preguntando por Él, mientras hablaba a un gran número de personas. María, quizá a causa de la multitud que debía de abarrotar la casa, se quedó fuera, y pasó aviso a su Hijo. Entonces, Jesús respondió al que le hablaba: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues todo el que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. Es la nueva familia de Cristo, con lazos más fuertes que los de la sangre, y a la que pertenece María en primer término, pues nadie cumplió jamás la voluntad divina con más amor y más hondura que Ella.

Santa María está unida a Jesús por un doble vínculo. En primer lugar porque, al aceptar el mensaje del Ángel, se unió íntimamente, de un modo que nosotros apenas podemos comprender, a la voluntad de Dios, adquiriendo una maternidad espiritual sobre el Hijo que concibe, perteneciendo ya a esta familia, de vínculos más fuertes, que Jesucristo proclama ahora delante de sus discípulos. «De poco hubiera servido a María la maternidad corporal –señala San Agustín–, si no hubiese concebido primero a Cristo, de manera más dichosa, en su corazón, y solo después en su cuerpo»2. María es Madre de Jesús al concebirlo en su seno, al cuidarlo, alimentarlo y protegerlo, como toda madre con su hijo. Pero Jesús vino a formar la gran familia de los hijos de Dios, y «con benignidad incluyó en ella a la misma María, pues ella hacía la voluntad del Padre (...), y al aludir ante sus discípulos a esa parentela celestial, mostró que la Virgen María estaba unida a Él en un nuevo linaje de familia»3; María es Madre de Jesús según la carne, y es también la «primera» entre todos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen con plenitud4.

Nosotros tenemos la inmensa alegría de poder pertenecer, con lazos más fuertes que los de la sangre, a la familia de Jesús en la medida en que cumplimos la voluntad divina. Por eso el discípulo de Cristo debe decir, como su Maestro: mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado5, aun cuando para ello tenga que sacrificar –poner en su sitio– los sentimientos naturales de la familia. Santo Tomás explica, a su vez, esta declaración de Jesús en la que antepone el vínculo de la gracia al del orden familiar, diciendo que Él tenía una generación eterna y otra temporal, y antepone la eterna a la temporal. Y todo fiel que hace la voluntad divina es hermano de Cristo, porque se hace semejante a Él, que hizo siempre la voluntad del Padre6.

En la oración de hoy podemos examinar si deseamos cumplir siempre lo que Dios quiere de nosotros, en lo grande y en lo pequeño, en lo que es grato y en lo que nos desagrada, y pedir a Nuestra Madre Santa María que nos enseñe a amar esta santa voluntad en todos los acontecimientos, también en aquellos que nos cuesta entender o interpretar adecuadamente. Así somos de la familia de Jesús.

II. He aquí una consecuencia de la vocación cristiana: pertenecer a la misma familia de Dios, estar unidos a Él mediante unos lazos fuertes que nacen del cumplimiento de la voluntad divina en todas las cosas. En esto consiste la santidad a la que debemos aspirar, en identificar nuestro querer con el de Cristo: «esta es la llave para abrir la puerta y entrar en el Reino de los Cielos: “qui facit voluntatem Patris mei qui in coelis est, ipse intrabit in regnum coelorum” —el que hace la voluntad de mi Padre..., ¡ese entrará!»7.

En contraste con la actitud de quienes a veces miran con triste resignación el cumplimiento de la tarea redentora del Maestro, Él ama ardientemente la voluntad de su Padre Dios, y así lo manifiesta en muchas ocasiones8. Y si nosotros queremos imitar a Cristo, esa ha de ser nuestra actitud: amar lo que Dios quiere, que, entendámoslo o no, es siempre el camino que conduce al Cielo, el fin de nuestra vida. Santa Catalina de Siena pone en labios del Señor estas palabras consoladoras: «Mi voluntad no quiere más que vuestro bien, y cuanto doy o permito, lo permito o lo doy para que consigáis vuestro fin, para el cual os crié»9. Él solo desea nuestro bien.

Dios nos manifiesta su voluntad a través de los Mandamientos, que son la expresión de todas las obligaciones y la norma práctica para que nuestra conducta esté dirigida a Dios. Cuanto más fielmente los cumplamos, tanto mejor amaremos lo que Él quiere. Dios se nos manifiesta también a través de las indicaciones, consejos y Mandamientos de nuestra Madre la Iglesia, «que nos ayudan a guardar los Mandamientos de la ley de Dios»10, y de los consejos recibidos en la dirección espiritual. Las obligaciones del propio estado determinan lo que Dios quiere de nosotros según las propias circunstancias en las que se desenvuelve la vida de cada uno. Nunca amaremos a Dios, nunca podremos santificarnos, si no cumplimos con fidelidad estas obligaciones: atención y cuidado de la familia, afán por mejorar en el estudio o en el ejercicio de la profesión... En estas obligaciones del propio estado que llenan el día, el cristiano distingue en cada instante lo que Dios quiere personalmente de él. Reconocer y amar la voluntad del Señor en esos deberes nos dará la fuerza necesaria para hacerlos con perfección, y en ellos encontraremos el campo para ejercitar las virtudes humanas y las sobrenaturales.

También se nos manifiesta la voluntad de Dios en aquellos sucesos que Él permite, y que siempre están dirigidos a un mayor bien si permanecemos junto a nuestro Padre Dios con más confianza, con más amor. Hay una providencia oculta detrás de cada acontecimiento: todo está ordenado y dispuesto –también lo que no entendemos, aquello que nuestra voluntad se resiste en un principio a admitir– para que sirva al bien de todos. En esta vida no comprenderemos del todo cada uno de los sucesos que el Señor permite.

Producirá abundantes frutos en nuestra alma acostumbrarnos a realizar actos de identificación con la voluntad de Dios en las circunstancias importantes y en lo pequeño de la vida diaria: «Jesús, lo que Tú “quieras”... yo lo amo»11. Y solo deseo amar lo que Tú quieres que ame.

III. El que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. El cumplimiento de la voluntad de Dios debe ser el único afán del cristiano. Por eso ha de preguntarse con frecuencia ante los acontecimientos diarios: ¿qué quiere Dios de mí en este asunto, en el trato con aquella persona?, ¿qué es más grato al Señor?..., y hacerlo. La oración personal sobre nuestro actuar diario, sobre el comportamiento en la vida familiar, con los amigos, en el trabajo, nos da una gran luz para acertar en el cumplimiento de la voluntad divina. La oración personal nos moverá muchas veces a actuar de una determinada manera, a cambiar o a rectificar nuestra vida o nuestro comportamiento para que se realice más de acuerdo con el querer divino. En otros asuntos, el Señor nos dará luz sobre su voluntad en la dirección espiritual personal.

Cuando veamos que Dios quiere algo de nosotros, debemos hacerlo con prontitud y alegría. Porque muchos se rebelan cuando los proyectos del Señor no coinciden con los suyos; otros aceptan la voluntad de Dios con resignación, como un mero doblegarse a los planes divinos porque no hay otro remedio; otros se conforman simplemente, pero sin amor. El Señor, sin embargo, quiere que amemos con santo abandono el querer divino, confiando plenamente en nuestro Padre Dios, sin dejar de poner, por otra parte, los medios que el caso requiera. ¿Qué quieres que haga? ¡Qué pocas personas se encuentran en esta disposición de obediencia plena, que hayan renunciado a su voluntad hasta el punto de no pertenecerles los deseos de su propio corazón!12.

Para tener esos vínculos tan estrechos –más que los de la sangre– de los que Cristo nos habla en el Evangelio, debemos procurar, cada día, entregarnos, abandonarnos sin reservas y aun sin entender todo lo que Dios permite; ser incondicionalmente dóciles a su acción, manifestada en las pruebas internas y externas con las que quiere purificar el alma; aceptar y acoger las innumerables alegrías de la vida familiar, del trabajo, del descanso...; aceptar y acoger las dificultades, obstáculos y penas que la vida lleva también consigo, las tentaciones, la sequedad en la vida de piedad cuando no se debe a la tibieza, al poco amor... «Debemos aceptar esta acción de Dios y estas permisiones de su providencia sin reserva alguna, sin curiosidad, inquietud o desconfianza, porque sabemos que Dios quiere siempre nuestro bien; aceptarlas con agradecimiento, confiando en su proximidad y en la asistencia de su gracia. Nuestra única respuesta a esta acción de Dios en nosotros sea siempre: “Sea como tú, Señor, lo quieres, hágase tu voluntad”»13. Y esto ante el dolor y la enfermedad, el fracaso, un desastre que parece irreparable... Y, enseguida, pedir fuerzas a nuestro Padre Dios y poner los medios humanos que razonablemente se deban poner; pedir que aquellas contrariedades pasen, si es su voluntad, y gracias para sacar el mayor fruto sobrenatural y humano de aquello que al principio solo se veía bajo el aspecto de mal irreparable.

Lo que ocurre cada día en el pequeño universo de nuestra profesión y familia, en el círculo de nuestros amigos y conocidos, puede y debe ayudarnos a encontrar a Dios providente. El cumplimiento del querer divino es fuente de serenidad y de agradecimiento. En muchas ocasiones terminaremos dando gracias por aquello que en un principio nos pareció un desastre sin arreglo posible.

«La Virgen Santa María, Maestra de entrega sin límites. —¿Te acuerdas?: con alabanza dirigida a Ella, afirma Jesucristo: “¡el que cumple la Voluntad de mi Padre, ese –esa– es mi madre!...”»14.