— Sencillez y naturalidad de la Sagrada Familia.
— Sencillez y rectitud de intención. Consecuencias de la
«infancia espiritual».
— Lo que se opone a la sencillez. Frutos de esta virtud.
Medios para alcanzarla.
I. El Mesías llegó al Templo en brazos de su Madre. Nadie
debió reparar en aquel matrimonio joven que llevaba a un niño pequeño para
presentarlo al Señor.
Las madres tenían que esperar al sacerdote en la puerta
oriental. Allá se fue María, junto con otras mujeres, y aguardó a que le
llegara el turno para que el sacerdote tomara en sus brazos al Hijo. A su lado
estaba José, dispuesto para pagar el rescate. La ceremonia de la purificación
de María y del rescate del Niño del servicio del Templo en nada se diferenciaron
exteriormente de lo que solía ocurrir en estas ocasiones.
Toda la vida de María está penetrada de una profunda
sencillez. Su vocación de Madre del Redentor se realizó siempre con
naturalidad. Aparece en casa de su prima Isabel para ayudarla, para servirla
durante aquellos meses; prepara para su Hijo los pañales y la ropa; vive
treinta años junto a Jesús, sin cansarse de mirarlo, con un trato amabilísimo,
pero con toda sencillez. Cuando en Caná alcanza de su Hijo el primer milagro,
lo hace con tal naturalidad que ni siquiera los novios se dan cuenta del hecho
portentoso. En ningún momento alardea de especiales privilegios: «María
Santísima, Madre de Dios, pasa inadvertida, como una más entre las mujeres de
su pueblo.
»—Aprende de Ella a vivir con “naturalidad”»1. La sencillez y
la naturalidad hicieron de la Virgen, en lo humano, una mujer especialmente
atrayente y acogedora. Su Hijo, Jesús, es el modelo de la sencillez perfecta,
durante treinta años de la vida oculta y en todo momento: cuando comienza a
predicar la Buena Nueva no despliega una actividad ruidosa, llamativa,
espectacular. Jesús es la misma sencillez cuando nace o es presentado en el
Templo, o cuando manifiesta su divinidad por medio de milagros que solo Dios
puede hacer.
El Salvador huye del espectáculo y de la vanagloria, de los
gestos falsos y teatrales; se hace asequible a todos: a los enfermos
desahuciados y a los más desamparados, que acuden confiadamente a Él para
implorarle el remedio de sus dolencias; a los Apóstoles que le preguntan sobre
el sentido de las parábolas; a niños que le abrazan con confianza.
La sencillez es una manifestación de la humildad. Se opone
radicalmente a todo lo que es postizo, artificial, engañoso. Y es una virtud
especialmente necesaria para el trato con Dios, para la dirección espiritual,
para el apostolado y la convivencia con las personas con las que cada día hemos
de relacionarnos.
«Naturalidad. —Que vuestra vida de caballeros cristianos, de
mujeres cristianas –vuestra sal y vuestra luz– fluya espontáneamente, sin
rarezas ni ñoñerías: llevad siempre con vosotros nuestro espíritu de
sencillez»2.
II. Si tu ojo fuera sencillo, todo tu cuerpo estará
iluminado3. La sencillez exige claridad, transparencia y rectitud de intención,
que nos preserva de tener una doble vida, de servir a dos señores: a Dios, y a
uno mismo. La sencillez, además, requiere una voluntad fuerte, que nos lleve a
escoger el bien, y que se imponga a las tendencias desordenadas de una vida
exclusivamente sensitiva, y domine lo turbio y complicado que hay en todo
hombre. El alma sencilla juzga de las cosas, de las personas y de los
acontecimientos según un juicio recto iluminado por la fe, y no por las
impresiones del momento4.
La sencillez es una consecuencia y una característica de la llamada
«infancia espiritual», a la que nos invita el Señor especialmente en estos días
en que estamos contemplando su Nacimiento y su vida oculta: En verdad os digo
que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños –en la sencillez y en la
inocencia– no entraréis en el Reino de los Cielos5. Nos dirigimos al Señor como
niños, sin actitudes rebuscadas ni ficticias, porque sabemos que Él no se fija
tanto en la apariencia externa, sino que mira el corazón6. Sentimos sobre
nosotros la mirada amable del Señor, que es una invitación a la autenticidad, a
comportarnos con sencillez en su presencia, a tratarle en una oración personal,
directa, confiada. Por eso hemos de huir de cualquier formalismo en el trato
con Dios, aunque hay una «urbanidad de la piedad»7, que nos lleva a mostrarnos
delicados, especialmente en el culto, en la liturgia; pero el respeto no es
convencionalismo ni pura actitud externa, sino que hunde sus raíces en una
auténtica piedad del corazón.
En la lucha ascética hemos de reconocernos como en realidad
somos y aceptar las propias limitaciones, comprender que Dios las abarca con su
mirada y cuenta con ellas. Y esto, lejos de inquietarnos, nos llevará a confiar
más en Él, a pedirle su ayuda para vencer los defectos y para alcanzar las
metas que vemos necesarias en nuestra vida interior en este momento, aquellos
puntos que más estamos siguiendo en nuestro examen particular y en nuestro
examen general de conciencia.
Si somos sencillos con Dios sabremos serlo con quienes
tratamos cada día, con nuestros parientes, amigos y compañeros. Y es sencillo
quien actúa y habla en íntima armonía con lo que piensa y desea; quien se
muestra a los demás tal como es, sin aparentar lo que no es o lo que no posee.
Produce siempre una gran alegría encontrar un alma llana, sin pliegues ni
recovecos, en quien se puede confiar, como Natanael, que mereció el elogio del
Señor: he aquí un verdadero israelita, en quien no hay doblez ni engaño8. Por
el contrario, en otro lugar el Señor nos pone en guardia contra los falsos profetas
que van a vosotros disfrazados9, contra los que piensan de un modo y actúan de
otro.
En la convivencia diaria, toda complicación pone obstáculos
entre nosotros y los demás, y nos aleja de Dios: «Ese énfasis y ese
engolamiento te sientan mal: se ve que son postizos. —Prueba, al menos, a no
emplearlos ni con tu Dios, ni con tu director, ni con tus hermanos: y habrá,
entre ellos y tú, una barrera menos»10.
De modo especial, hemos de mostrarnos con una sencillez plena
en la oración, en la dirección espiritual y en la Confesión, hablando con
claridad y transparencia, con el deseo de que nos conozcan bien, huyendo de las
generalidades, de los circunloquios y medias verdades, sin ocultar nada. El
Señor quiere que manifestemos con llaneza lo que nos pasa, las alegrías y las
preocupaciones, los motivos de nuestra conducta.
III. La sencillez y la naturalidad son virtudes
extraordinariamente atrayentes: para comprenderlo, basta mirar a Jesús, a María
y a José. Pero hemos de saber que son virtudes difíciles, a causa de la
soberbia, que nos lleva a tener una idea desmesurada sobre nosotros mismos, y a
querer aparentar ante los demás por encima de lo que somos o tenemos. Nos
sentimos humillados tantas veces por desear ser el centro de la atención y de
la estima de quienes nos rodean; por no reconocer que, en ocasiones, actuamos
mal; por no conformarnos con hacer y desaparecer, sin buscar la recompensa de
una palabra de alabanza o de gratitud. Muchas veces nos complicamos la vida por
no aceptar las propias limitaciones, por tomarnos demasiado en serio. La
soberbia puede inducirnos a hablar demasiado sobre nosotros mismos, a pensar
casi exclusivamente en nuestros problemas personales, o a procurar llamar la
atención por caminos a veces complejos y enrevesados: hasta puede hacernos
simular enfermedades inexistentes, o alegrías y tristezas que no se corresponden
con nuestro estado de ánimo.
La pedantería, la afectación, la jactancia, la hipocresía y
la mentira se oponen a la sencillez y, por tanto, a la amistad; también
dificultan una convivencia amable. Son un verdadero obstáculo para la vida de
familia.