— La misión del Bautista.
— Nuestro cometido es llevar a los demás a Cristo.
— Oportet illum crescere... Conviene que Cristo crezca .
I. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan; éste venía para dar testimonio de la luz y preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto.
Hace notar San Agustín que «la Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado, y él es el único cuyo nacimiento festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo». Es el último Profeta del Antiguo Testamento y el primero que señala al Mesías. Su nacimiento, cuya Solemnidad celebramos, «fue motivo de gozo para muchos», para todos aquellos que por su predicación conocieron a Cristo; fue la aurora que anuncia la llegada del día. Por eso, San Lucas resalta la época de su aparición, en un momento histórico bien concreto: El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea.... Juan viene a ser la línea divisoria entre los dos Testamentos. Su predicación es el comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios, y su martirio habrá de ser como un presagio de la Pasión del Salvador. Con todo, «Juan era una voz pasajera; Cristo, la Palabra eterna desde el principio».
Los cuatro Evangelistas no dudan en aplicar a Juan el bellísimo oráculo de lsaías: He aquí que yo envío a mi mensajero, para que te preceda y prepare el camino. Voz que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. El Profeta se refiere en primer lugar a la vuelta de los judíos a Palestina, después de la cautividad de Babilonia: ve a Yahvé como rey y redentor de su pueblo, después de tantos años en el destierro, caminando a la cabeza de ellos, por el desierto de Siria, para conducirlos con mano segura a la patria. Le precede un heraldo, según la antigua costumbre de Oriente, para anunciar su próxima llegada y hacer arreglar los caminos, de los que, en aquellos tiempos, nadie solía cuidar, a no ser en circunstancias muy relevantes. Esta profecía, además de haberse realizado en la vuelta del destierro, había de tener un significado más pleno y profundo en un segundo cumplimiento al llegar los tiempos mesiánicos. También el Señor había de tener su heraldo en la persona del Precursor, que iría delante de Él, preparando los corazones a los que había de llegar el Redentor.
Contemplando hoy, en la Solemnidad de su nacimiento, la gran figura del Bautista que tan fielmente llevó a cabo su cometido, podemos pensar nosotros si también allanamos el camino al Señor para que entre en las almas de amigos y parientes que aún están lejos de Él, para que se den más los que ya están próximos. Somos los cristianos como heraldos de Cristo en el mundo de hoy. «El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna».
II. La misión de Juan se caracteriza sobre todo por ser el Precursor, el que anuncia a otro: vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino el que había de dar testimonio de la luz. Así consigna en el inicio de su Evangelio aquel discípulo que conoció a Jesús gracias a la preparación y a la indicación expresa que recibió del Bautista: Al día siguiente estaba allí de nuevo Juan y dos discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús. ¡Qué gran recuerdo y qué inmenso agradecimiento tendría San Juan Apóstol cuando, casi al final de su vida, rememora en su Evangelio aquel tiempo junto al Bautista, que fue instrumento del Espíritu Santo para que conociera a Jesús, su tesoro y su vida!
La predicación del Precursor estaba en perfecta armonía con su vida austera y mortificada: Haced penitencia –clamaba sin descanso–, porque está cerca el reino de los Cielos. Semejantes palabras, acompañadas de su vida ejemplar, causaron una gran impresión en toda la comarca, y pronto se rodeó de un numeroso grupo de discípulos, dispuestos a oír sus enseñanzas. Un fuerte movimiento religioso conmovió a toda Palestina. Las gentes, como ahora, estaban sedientas de Dios, y era muy viva la esperanza del Mesías. San Mateo y San Marcos refieren que acudían de todos los lugares: de Jerusalén y de todos los demás pueblos de Judea; también llegaban gentes de Galilea, pues Jesús encontró allí sus primeros discípulos, que eran galileos. Ante los enviados del Sanedrín, Juan se da a conocer con las palabras de Isaías: Yo soy la voz que clama.
Con su vida y con sus palabras Juan dio testimonio de la verdad; sin cobardías ante los que ostentaban el poder, sin conmoverse por las alabanzas de las multitudes, sin ceder a la continua presión de los fariseos. Dio su vida defendiendo la ley de Dios contra toda conveniencia humana: no te es lícito tener por mujer a la esposa de tu hermano, reprochaba a Herodes.
Poca era la fuerza de Juan para oponerse a los desvaríos del tetrarca, y limitado el alcance de su voz para preparar al Mesías un pueblo bien dispuesto. Pero la palabra de Dios tomaba fuerza en sus labios. En la Segunda lectura de la Misa la liturgia aplica al Bautista las palabras del Profeta: Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano, me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba. Y mientras Isaías piensa: en vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas, el Señor le dice: te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.
El Señor quiere que le manifestemos en nuestra conducta y en nuestras palabras allí donde se desenvuelve diariamente el trabajo, la familia, las amistades..., en el comercio, en la Universidad, en el laboratorio..., aunque parezca que ese apostolado no es de mucho alcance. Es la misma misión de Juan la que el Señor nos encomienda ahora, en nuestros días: preparar los caminos, ser sus heraldos, los que le anuncian a otros corazones. La coherencia entre la doctrina y la conducta es la mejor prueba de la convicción y de la validez de lo que proclamamos; es, en muchas ocasiones, la condición imprescindible para hablar de Dios a las gentes.
III. La misión del heraldo es desaparecer, quedar en segundo plano, cuando llega el que es anunciado. «Tengo para mí –señala San Juan Crisóstomo– que por esto fue permitida cuanto antes la muerte de Juan, para que, desaparecido él, todo el fervor de la multitud se dirigiese hacia Cristo en vez de repartirse entre los dos». Un error grave de cualquier precursor sería dejar, aunque fuera por poco tiempo, que lo confundieran con aquel que se espera.
Una virtud esencial en quien anuncia a Cristo es la humildad y el desprendimiento. De los doce Apóstoles, cinco, según mención expresa del Evangelio, habían sido discípulos de Juan. Y es muy probable que los otros siete también; al menos, todos ellos lo habían conocido y podían dar testimonio de su predicación. En el apostolado, la única figura que debe ser conocida es Cristo. Ese es el tesoro que anunciamos, a quien hemos de llevar a los demás.
La santidad de Juan, sus virtudes recias y atrayentes, su predicación..., habían contribuido poco a poco a dar cuerpo a que algunos pensaran que quizá Juan fuese el Mesías esperado. Profundamente humilde, Juan solo desea la gloria de su Señor y su Dios; por eso, protesta abiertamente: Yo os bautizo con agua; pero viene quien es más fuerte que yo, al que no soy digno de desatar la correa de sus sandalias: Él os bautizará en Espíritu Santo y en fuego. Juan, ante Cristo, se considera indigno de prestarle los servicios más humildes, reservados de ordinario a los esclavos de ínfima categoría, tales como llevarle las sandalias y desatarle las correas de las mismas. Ante el sacramento del Bautismo, instituido por el Señor, el suyo no es más que agua, símbolo de la limpieza interior que debían efectuar en sus corazones quienes esperaban al Mesías. El Bautismo de Cristo es el del Espíritu Santo, que purifica como lo hace el fuego.
Miremos de nuevo al Bautista, un hombre de carácter firme, como Jesús recuerda a la muchedumbre que le escucha: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Alguna caña que a cualquier viento se mueve? El Señor sabía, y las gentes también, que la personalidad de Juan trascendía de una manera muy acusada, y se compaginaba mal con la falta de carácter. Algo parecido nos pide a nosotros el Señor: pasar ocultos haciendo el bien, cumpliendo con perfección nuestras obligaciones.
Cuando los judíos fueron a decir a los discípulos de Juan que Jesús reclutaba más discípulos que su maestro, fueron a quejarse al Bautista, quien les respondió: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él... Es necesario que Él crezca y que yo disminuya. Oportet illum crescere, me autem minui: conviene que Él crezca y que yo disminuya. Esta es la tarea de nuestra vida: que Cristo llene nuestro vivir. Oportet illum crescere... Entonces nuestro gozo no tendrá límites. En la medida en que Cristo, por el conocimiento y el amor, penetre más y más en nuestras pobres vidas, nuestra alegría será incontenible.
Pidámosle al Señor, con el poeta: «Que yo sea como una flauta de caña, simple y hueca, donde solo suenes tú. Ser, nada más, la voz de otro que clama en el desierto». Ser tu voz, Señor, en medio del mundo, en el ambiente y en el lugar en el que has querido que transcurra mi existencia.
NACIMIENTO DE SAN JUAN BAUTISTA
Este es el único santo al cual se le celebra la fiesta el día de su nacimiento.
San Juan Bautista nació seis meses antes de Jesucristo (de hoy en seis meses - el 24 de diciembre - estaremos celebrando el nacimiento de nuestro Redentor, Jesús).
El capítulo primero del evangelio de San Lucas nos cuenta de la siguiente manera el nacimiento de Juan: Zacarías era un sacerdote judío que estaba casado con Santa Isabel, y no tenían hijos porque ella era estéril. Siendo ya viejos, un día cuando estaba él en el Templo, se le apareció un ángel de pie a la derecha del altar.
Al verlo se asustó, mas el ángel le dijo: "No tengas miedo, Zacarías; pues vengo a decirte que tú verás al Mesías, y que tu mujer va a tener un hijo, que será su precursor, a quien pondrás por nombre Juan. No beberá vino ni cosa que pueda embriagar y ya desde el vientre de su madre será lleno del Espíritu Santo, y convertirá a muchos para Dios".
Pero Zacarías respondió al ángel: "¿Cómo podré asegurarme que eso es verdad, pues mi mujer ya es vieja y yo también?".
El ángel le dijo: "Yo soy Gabriel, que asisto al trono de Dios, de quien he sido enviado a traerte esta nueva. Mas por cuanto tú no has dado crédito a mis palabras, quedarás mudo y no volverás a hablar hasta que todo esto se cumpla".
Seis meses después, el mismo ángel se apareció a la Santísima Virgen comunicándole que iba a ser Madre del Hijo de Dios, y también le dio la noticia del embarazo de su prima Isabel.
Llena de gozo corrió a ponerse a disposición de su prima para ayudarle en aquellos momentos. Y habiendo entrado en su casa la saludó. En aquel momento, el niño Juan saltó de alegría en el vientre de su madre, porque acababa de recibir la gracia del Espíritu Santo al contacto del Hijo de Dios que estaba en el vientre de la Virgen.
También Santa Isabel se sintió llena del Espíritu Santo y, con espíritu profético, exclamó: "Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde me viene a mí tanta dicha de que la Madre de mi Señor venga a verme? Pues en ese instante que la voz de tu salutación llegó a mis oídos, la criatura que hay en mi vientre se puso a dar saltos de júbilo. ¡Oh, bienaventurada eres Tú que has creído! Porque sin falta se cumplirán todas las cosas que se te han dicho de parte del Señor". Y permaneció la Virgen en casa de su prima aproximadamente tres meses; hasta que nació San Juan.
De la infancia de San Juan nada sabemos. Tal vez, siendo aún un muchacho y huérfano de padres, huyó al desierto lleno del Espíritu de Dios porque el contacto con la naturaleza le acercaba más a Dios. Vivió toda su juventud dedicado nada más a la penitencia y a la oración.
Como vestido sólo llevaba una piel de camello, y como alimento, aquello que la Providencia pusiera a su alcance: frutas silvestres, raíces, y principalmente langostas y miel silvestre. Solamente le preocupaba el Reino de Dios.
Cuando Juan tenía más o menos treinta años, se fue a la ribera del Jordán, conducido por el Espíritu Santo, para predicar un bautismo de penitencia.
Juan no conocía a Jesús; pero el Espíritu Santo le dijo que le vería en el Jordán, y le dio esta señal para que lo reconociera: "Aquel sobre quien vieres que me poso en forma de paloma, Ese es".
Habiendo llegado al Jordán, se puso a predicar a las gentes diciéndoles: Haced frutos dignos de penitencia y no estéis confiados diciendo: Tenemos por padre a Abraham, porque yo os aseguro que Dios es capaz de hacer nacer de estas piedras hijos de Abraham. Mirad que ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego".
Y las gentes le preguntaron: "¿Qué es lo que debemos hacer?". Y contestaba: "El que tenga dos túnicas que reparta con quien no tenga ninguna; y el que tenga alimentos que haga lo mismo"…
"Yo a la verdad os bautizo con agua para moveros a la penitencia; pero el que ha de venir después de mí es más poderoso que yo, y yo no soy digno ni siquiera de soltar la correa de sus sandalias. El es el que ha de bautizaros en el Espíritu Santo…"
Los judíos empezaron a sospechar si el era el Cristo que tenía que venir y enviaron a unos sacerdotes a preguntarle "¿Tu quién eres?" El confesó claramente: "Yo no soy el Cristo" Insistieron: "¿Pues cómo bautizas?" Respondió Juan, diciendo: "Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está Uno a quien vosotros no conocéis. El es el que ha de venir después de mí…"
Por este tiempo vino Jesús de Galilea al Jordán en busca de Juan para ser bautizado. Juan se resistía a ello diciendo: "¡Yo debo ser bautizado por Ti y Tú vienes a mí! A lo cual respondió Jesús, diciendo: "Déjame hacer esto ahora, así es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia". Entonces Juan condescendió con El.
Habiendo sido bautizado Jesús, al momento de salir del agua, y mientras hacía oración, se abrieron los cielos y se vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y permaneció sobre El. Y en aquel momento se oyó una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias".
Al día siguiente vio Juan a Jesús que venía a su encuentro, y al verlo dijo a los que estaban con él: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquél de quien yo os dije: Detrás de mí vendrá un varón, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo".
Entonces Juan atestiguó, diciendo: "He visto al Espíritu en forma de paloma descender del cielo y posarse sobre El. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: Aquél sobre quien vieres que baja el Espíritu Santo y posa sobre El, ése es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo. Yo lo he visto, y por eso doy testimonio de que El es el Hijo de Dios".
Herodías era la mujer de Filipo, hermano de Herodes. Herodías se divorció de su esposo y se casó con Herodes, y entonces Juan fue con él y le recriminó diciendo: "No te es lícito tener por mujer a la que es de tu hermano"; y le echaba en cara las cosas malas que había hecho.
Entonces Herodes, instigado por la adúltera, mandó gente hasta el Jordán para traerlo preso, queriendo matarle, mas no se atrevió sabiendo que era hombre justo y santo, y le protegía, pues estaba muy perplejo y preocupado por lo que le decía.
Herodías le odiaba a muerte y sólo deseaba encontrar la ocasión de quitarlo de en medio, pues tal vez temía que a Herodes le remordiera la conciencia y la despidiera siguiendo el consejo de Juan.
Sin comprenderlo, ella iba a ser la ocasión del primer mártir que murió en defensa de la indisolubilidad del matrimonio y en contra del divorcio.
Estando Juan en la cárcel y viendo que algunos de sus discípulos tenían dudas respecto a Jesús, los mandó a El para que El mismo los fortaleciera en la fe.
Llegando donde El estaba, le preguntaron diciendo: "Juan el Bautista nos ha enviado a Ti a preguntarte si eres Tú el que tenía que venir, o esperamos a otro".
En aquel momento curó Jesús a muchos enfermos. Y, respondiendo, les dijo: "Id y contad a Juan las cosas que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio…"
Así que fueron los discípulos de Juan, empezó Jesús a decir: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Alguna caña sacudida por el viento? o ¿Qué salisteis a ver? ¿Algún profeta? Si, ciertamente, Yo os lo aseguro; y más que un profeta. Pues de El es de quien está escrito: Mira que yo te envío mi mensajero delante de Ti para que te prepare el camino. Por tanto os digo: Entre los nacidos de mujer, nadie ha sido mayor que Juan el Bautista…"
Llegó el cumpleaños de Herodes y celebró un gran banquete, invitando a muchos personajes importantes. Y al final del banquete entró la hija de Herodías y bailó en presencia de todos, de forma que agradó mucho a los invitados y principalmente al propio Herodes.
Entonces el rey juró a la muchacha: "Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino".
Ella salió fuera y preguntó a su madre: "¿Qué le pediré?" La adúltera, que vio la ocasión de conseguir al rey lo que tanto ansiaba, le contestó: "Pídele la cabeza de Juan el Bautista". La muchacha entró de nuevo y en seguida dijo al rey: "Quiero que me des ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista".
Entonces se dio cuenta el rey de su error, y se puso muy triste porque temía matar al Bautista; pero a causa del juramento, no quiso desairarla, y, llamando a su guardia personal, ordenó que fuesen a la cárcel, lo decapitasen y le entregaran a la muchacha la cabeza de Juan en la forma que ella lo había solicitado.
Juan Bautista: pídele a Jesús que nos envíe muchos profetas y santos como tú.
FUENTE: www.ewtn.com