— La ayuda incesante del Espíritu Santo.
— El defecto dominante.
I. Cuando ya estaba cerca el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y al entrar en una ciudad de samaritanos no le acogieron porque daba la impresión de ir a Jerusalén1. El Señor, lejos de tomar ninguna represalia contra aquellos samaritanos que no tuvieron con Él las mínimas muestras de hospitalidad, tan arraigadas en Oriente, ni siquiera habla mal de ellos; no les critica, sino que se fueron a otra aldea. La reacción de los Apóstoles fue muy distinta. Santiago y Juan le propusieron a Jesús: ¿Quieres que mandemos que caiga fuego del cielo y los consuma? Y el Señor aprovecha la ocasión para enseñarles que es preciso querer a todos, comprender incluso a quienes no nos comprenden.
Muchos pasajes del Evangelio nos señalan los defectos de los Apóstoles aún sin limar, y cómo van calando en su corazón las palabras y el ejemplo del Maestro. Dios cuenta con el tiempo y con las flaquezas y defectos de sus discípulos de todas las épocas. Pocos años más tarde, el Apóstol San Juan escribirá: El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es caridad2. ¡Se convierte en el Apóstol de la caridad y del amor! Sin dejar de ser él mismo, el Espíritu Santo fue transformando poco a poco su corazón. El tema central de sus Cartas es precisamente la caridad. San Agustín, al comentar la primera de ellas, dirá que el Apóstol en este escrito «dijo muchas cosas, prácticamente todas, acerca de la caridad»3. Él es quien nos ha transmitido la enseñanza de Jesús acerca del mandamiento nuevo, por el que nos distinguirán como discípulos de Jesús4. Junto al Maestro aprendió bien que si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor alcanza en nosotros su perfección5.
También conocemos por la tradición algunos detalles de sus últimos años, que nos confirman su desvelo para que se mantuviera la fidelidad al mandamiento del amor fraterno. Cuenta San Jerónimo que cuando los discípulos le llevaban a las reuniones de los cristianos –pues por su ancianidad él no podía ir solo– repetía constantemente: «Hijitos, amaos los unos a los otros». Ante su insistencia le preguntaron por qué decía siempre lo mismo, y San Juan respondió: «Es el mandamiento del Señor, y si se cumple, él solo basta»6.
Para nosotros, que nos vemos con tantos defectos, es un estímulo lleno de esperanza meditar que los santos también los tuvieron, pero lucharon, fueron humildes y llegaron a la santidad, incluso a sobresalir, como vemos en San Juan, en aquello en que parecían estar más lejos del espíritu de Cristo.
II. Después de Pentecostés, el Espíritu Santo completó la formación de aquellos que había elegido para que fueran las columnas de su Iglesia, a pesar de tantas deficiencias. Desde entonces no ha cesado de actuar en las almas de los discípulos de Cristo de todas las épocas. Sus inspiraciones son a veces rápidas como el relámpago: nos sugiere en lo más íntimo del alma que seamos generosos en una pequeña mortificación, que tengamos paciencia ante una adversidad, que guardemos los sentidos... En unas ocasiones actúa directamente moviendo al bien, sugiriendo, inspirando. Otras lo hace a través de los consejos recibidos en la dirección espiritual, de un acontecimiento, de la actitud ejemplar de otra persona, de la lectura de un libro bueno... Él quiere situar «en el edificio de mi vida la piedra que conviene colocar en aquel momento preciso y que es reclamada, digámoslo así, por el plano del edificio, según el estado actual de la construcción»7, del gran proyecto que Dios tiene sobre nuestra vida, el cual no quiere llevar a cabo sin nuestra colaboración. Y todo está ordenado, unas veces permitido y otras enviado por nuestro Padre Dios, para que alcancemos la santidad, el fin para el que hemos sido creados y en que consiste nuestra plena felicidad aquí en la tierra y después, por toda la eternidad, en el Cielo. También el dolor, el sufrimiento o el fracaso que Dios permite están orientados a ese fin más alto, que nunca debemos perder de vista: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación8.
Dios nos ama siempre: cuando nos da consuelos y cuando permite la molestia, la aflicción, el sufrimiento, la pobreza, el fracaso... Es más, «Dios no me ama nunca tanto como cuando me envía un sufrimiento»9. Es una «caricia divina» por la que debemos dar siempre gracias. San Lucas nos habla, en el Evangelio que meditamos, de la firmeza con que Jesús marcha hacia Jerusalén, donde le espera la Cruz.
San Juan no cambió en un instante. Ni siquiera después de las palabras de Jesús. Pero no se desanimó ante sus errores, puso empeño, permaneció junto al Maestro, y la gracia hizo el resto. Es lo que nos pide Dios a nosotros. Cuando, al pasar los años, el Apóstol recordara este y otros muchos acontecimientos en los que se encontraba lejos del espíritu de su Maestro, vendría a su memoria también la paciencia que Jesús usó con él, las veces que tuvo que recomenzar, y esto le ayudaría a amar más al que una tarde inolvidable le llamó para que le siguiera.
III. Dios concedió a San Juan una particular profundidad y finura en la caridad, tanto en su vida –¡el Señor lo destinó para que se hiciera cargo de su Madre!– como en sus enseñanzas. Él escribió, movido por el Espíritu Santo, estas palabras llenas de sabiduría: En esto se conocen los hijos de Dios y los hijos del diablo. El que no practica la justicia no es de Dios, y tampoco el que no ama a su hermano10. Nosotros no debemos desanimarnos por nuestros errores y flaquezas: el Señor cuenta con ellos, con el tiempo, con la gracia, y con nuestros deseos de luchar.
Para combatir con eficacia en la vida interior debemos conocer bien lo que los autores espirituales han llamado el defecto dominante, el que en cada uno tiende a prevalecer sobre los demás y, como consecuencia, se hace presente en la manera de opinar, de juzgar, de querer y de obrar11. Es aquel que de alguna manera se manifiesta en lo que hacemos, queremos, pensamos: la vanidad, la pereza, la impaciencia, la falta de optimismo, la tendencia a juzgar mal... No subimos todos por el mismo camino hacia la santidad: unos han de fomentar sobre todo la fortaleza; otros, la esperanza o la alegría. «En la ciudadela de la propia vida interior, el defecto dominante es el punto débil, el lugar desguarnecido. El enemigo de las almas busca precisamente, en cada uno, ese punto débil, fácilmente vulnerable, y con facilidad lo encuentra. Por consiguiente, nosotros también debemos conocerlo»12. Para esto es preciso preguntarnos dónde tenemos puestos habitualmente nuestros deseos, qué es lo que más nos preocupa, lo que nos hace sufrir a menudo o lo que con frecuencia nos lleva a perder la paz o a caer en la tristeza... También está relacionado con el defecto dominante el mayor número de tentaciones que padecemos, pues es por donde el enemigo nos ve más débiles y, por eso mismo, por donde más ataca.
Para avanzar en la vida interior debemos conocer este punto flaco, y pedir con sinceridad a Dios su gracia para vencerlo: «Aparta, Señor, de mí, lo que me aparte de Ti», le repetiremos en incontables ocasiones; junto con la petición frecuente al Señor, el propósito firme de no pactar nunca con nuestros defectos, y aplicarles el examen particular, el examen breve y frecuente sobre ese defecto dominante que se pretende arrancar y sobre la virtud que se quiere adquirir: «Con el examen particular has de ir derechamente a adquirir una virtud determinada o a arrancar el defecto que te domina»13. En la dirección espiritual encontraremos una formidable ayuda para mantener esta lucha esperanzada hasta el final de nuestros días.
En María, nuestra Madre, encontraremos siempre la paz y el gozo para caminar hasta el Señor, pues «nuestra andadura ha de ser alegre, como la de la Virgen; pero como la de Ella, conociendo la experiencia del dolor, el cansancio del trabajo, el claroscuro de la fe.
»Marchemos de la mano de María, la llena de gracia. Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo le han colmado de dones, han hecho una criatura perfecta; es de nuestra raza y tiene por misión repartir solo cosas buenas. Más. Ella se nos ha convertido en vida, dulzura y esperanza nuestra.
»María, la Madre de Jesús, “signo de consuelo y de esperanza segura” (Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 68), marcha por la tierra Iluminando con su luz al Pueblo de Dios peregrinante.
»Ella, nuestra Madre, es el camino, la senda, el atajo para llegar al Señor. María llenará de alegría nuestras labores, nuestras tinajas, nuestros andares»14.