— La caridad de los primeros cristianos.
— Fortaleza que otorga la caridad.
— Virtudes anejas a la caridad.
I. Una de las lecturas para la Misa de hoy nos propone la Epístola a Filemón, la más breve de las que escribió San Pablo, y una de las más entrañables. Es una Carta familiar enviada a un cristiano de Colosas acerca de un esclavo, Onésimo, huido de la casa de aquel y convertido a la fe en Roma por el celo del Apóstol. Es una muestra más, por otra parte, del espíritu universal del cristianismo primitivo, que acogía en su seno a personas pudientes, como Filemón, o a esclavos, como Onésimo. Así lo resalta San Juan Crisóstomo: «Aquila ejercía su profesión manual; la vendedora de púrpura, al frente de un taller; otro era guardia de una cárcel; otro centurión, como Cornelio; otro enfermo, como Timoteo; otro, Onésimo, era esclavo y fugitivo; y sin embargo nada de eso fue obstáculo para ninguno, y todos brillaron por su santidad: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos»1.
Es posible que en un principio pensara San Pablo retener a Onésimo en Roma a fin de que le ayudara2, pero pronto cambió de parecer y decidió devolverlo a Filemón, a quien le escribe para que le acoja como a hermano en la fe. El tono que emplea el Apóstol no es de mandato, aunque podría haberlo hecho dada su autoridad, sino de súplica humilde en nombre de la caridad. La súplica revela el gran corazón de Pablo: yo, este Pablo ya anciano, y ahora prisionero de Cristo Jesús, te suplico en favor de mi hijo Onésimo, a quien engendré entre cadenas, en otro tiempo inútil para ti, pero ahora útil para ti y para mí, a quien te devuelvo como si fuera mi corazón. Yo quisiera retenerlo para que me sirviera en tu lugar, mientras estoy entre cadenas por el Evangelio3.
Si en otro tiempo el esclavo fue inútil para su amo, pues se fugó, ahora será útil. El juego de palabras hace referencia al nombre de Onésimo (= útil), como si quisiera decir que, si es verdad que antes no hizo honor a su nombre, ahora sí; más aún, no solo se vuelve provechoso para el Apóstol, sino también para el propio Filemón, que ha de recibirle por ello como si se tratara del mismo Pablo en persona: si me tienes como hermano en la fe -le dice-, acógelo como si fuera yo mismo4. «Ved a Pablo escribiendo a favor de Onésimo, un esclavo fugitivo –dice San Juan Crisóstomo–: no se avergüenza de llamarlo hijo suyo, sus propias entrañas, su hermano, su bienamado. ¿Qué diría yo? Jesucristo se abajó hasta tomar a nuestros esclavos por hermanos suyos. Si son hermanos de Jesucristo, también lo son nuestros»5. En aquella época, bien conocida por la poca consideración, a veces ninguna, que se tenía hacia los esclavos, es donde alcanzan toda su fuerza estas palabras, y donde se vivió la caridad de tal manera que se explica que los primeros cristianos asombraran al mundo. Si esto hicieron los primeros cristianos, siguiendo el mandato de Jesús, ¿vamos nosotros a excluir de nuestro trato, de nuestra amistad a alguno por razones sociales, de raza, de educación...?
Con buen humor y con un gran afecto, le dice el Apóstol a Filemón: Si en algo te perjudicó o te debe algo, cárgalo a mi cuenta. Yo, Pablo, lo he escrito de mi puño y letra. Y añade: yo te lo pagaré, por no decirte que tú mismo te me debes. Le recuerda que si fueran a echar cuentas de verdad, el Apóstol saldría ganando, ya que Filemón debe a Pablo lo más preciado que tiene: su condición de cristiano.
Nosotros hemos de aprender de aquellos primeros cristianos a vivir la caridad con la hondura con que ellos la llevaron a la práctica, muy especialmente con nuestros hermanos en la fe –este debe ser nuestro primer apostolado– para que perseveren en ella, y con quienes se encuentran lejos de Cristo, para que a través de nuestro aprecio se acerquen a Él y le sigan.
II. Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma6. El hermano ayudado por su hermano es fuerte como una ciudad amurallada, leemos en el Libro de los Proverbios. En aquellos primeros tiempos, donde tantas dificultades externas encontraban quienes abrazaban la fe, la fraternidad era la mejor defensa contra todos los enemigos. Verdaderamente, la caridad bien vivida nos hace fuertes y seguros como una ciudad amurallada, como una plaza fuerte inexpugnable a todos los ataques. Las recomendaciones de vivir con delicadeza extrema el mandato del Señor son muy abundantes: Llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo7, exhorta San Pablo a los Gálatas. Nuestra disposición ante los demás cuando los vemos agobiados, con una sobrecarga de trabajo, de dificultades, ha de ser siempre la de ayudar a sobrellevar esos fardos, muchas veces tan pesados. «Carga sobre ti –aconsejaba San Ignacio de Antioquía a su discípulo San Policarpo–, como perfecto atleta de Cristo, las enfermedades de todos»8.
Es esta una responsabilidad de todos los cristianos. Cada uno ha de estar atento siempre ante el bien de los demás, y muy especialmente de aquellos que, por diferentes razones, el Señor nos ha encomendado. «Estos son tus siervos, mis hermanos –escribe San Agustín–, que tú quisiste que fuesen hijos tuyos, señores míos, y a quienes me mandaste que sirviese si quería vivir contigo de ti»9. La preocupación por ayudar a los demás nos sacará de nosotros mismos y ensanchará nuestro corazón. Ni la falta de tiempo, ni el exceso de ocupaciones, ni el temor a complicarnos la vida, podrán justificar las omisiones en esta virtud. Consistirá frecuentemente en preocuparnos por su salud, por su descanso, por su alegría, y sobre todo por su fe. Los enfermos merecen una atención particular: compañía, interés verdadero por su curación, facilitarles el que ofrezcan al Señor su dolor y santifiquen la enfermedad, ayudarles a rezar según sus posibilidades...
La caridad bien vivida nos otorga una gran fortaleza ante obstáculos a veces semejantes a los que encontraron los primeros cristianos. Hemos de llegar hasta Dios bien unidos en la fe, guardándonos unos a otros, sin dejar que nadie sienta la dureza de la soledad en momentos más difíciles, por los que todos podemos pasar, «pues si una ciudad se defiende, y se ciñe de fuertes muros, y se protege por todas partes con una atenta vigilancia, pero un solo agujero queda sin defender por negligencia, por allí sin duda entrará el enemigo»10. No le dejemos entrar.
Con la ayuda de los demás seremos ciudad amurallada, plaza fuerte11, y llegaremos a donde solos no podemos, resistiremos más y mejor las dificultades que se presentan en el camino hacia Dios, pues –como dice la Escritura– la cuerda de tres hilos es difícil de romper12. La caridad es nuestra fortaleza. «“Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma” —El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada,
»—Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre te recomiendo»13.
III. San Pablo no llegó a pedir directamente a Filemón la libertad de Onésimo, pero le insinúa con gran finura que se la conceda, sin quitarle mérito a su libre decisión. Le hace notar la generosidad que tuvo con él, para que tenga el mismo corazón para su esclavo, ahora su hermano en la fe. Termina diciéndole: Sé que harás aún más de lo que te digo. «Es la repetición del mismo testimonio que le había expresado al principio de su carta –comenta San Juan Crisóstomo–: Sabiendo que harás aún más de lo que te digo. Imposible imaginar nada más persuasivo; ninguna otra razón más convincente que esta tierna estima de la generosidad que Pablo le manifiesta, de modo que Filemón no podría resistir más a esta demanda»14. Es la delicadeza del que sabe pedir apoyado en una entrañable amistad que tiene como último fundamento la fe en Cristo.
La caridad lleva consigo una serie de virtudes anejas que son a la vez su apoyo y su defensa. Estas virtudes, a través de las cuales se manifiesta la misma caridad, son la lealtad, la gratitud, el respeto mutuo, la amistad, la deferencia, la afabilidad, la delicadeza en el trato... Vivir bien el Mandamiento del Señor nos exigirá muchas veces dominar nuestro estado de ánimo, fomentar la cordialidad, el buen humor, la serenidad, el optimismo. Por el contrario, los tonos desabridos e intemperantes, las faltas de educación, las impaciencias, el fijarse excesivamente en las deficiencias de los demás, los juicios negativos sobre otros, el descuido en el lenguaje... suelen revelar ausencia de finura interior, de vida sobrenatural, de unión con Dios.
San Juan nos ha dejado este resumen de lo que debe ser nuestra vida: En esto hemos conocido el amor, en que Él dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar la nuestra por nuestros hermanos15. Este entregar la vida por los demás ha de ser día a día, en medio del trabajo, en el hogar, con los amigos, con las personas con las que nos relacionamos. Así cumplimos el Mandamiento del Señor: que os améis unos a otros; como Yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: Si tenéis caridad unos para con otros16. Mediante este mandamiento, «Jesús ha diferenciado a los cristianos de todos los siglos de los demás hombres que todavía no han entrado en su Iglesia. Si nosotros, los cristianos, no manifestamos esta característica, terminaremos por confundir al mundo, perdiendo el honor de ser tenidos por hijos de Dios.
»En tal caso –como necios– no aprovechamos el arma tal vez más fuerte para dar testimonio de Dios en nuestro ambiente, congelado por el ateísmo paganizante, indiferente y supersticioso.
»Que el mundo pueda contemplar atónito un espectáculo de concordia fraterna y diga de nosotros –como de los que gloriosamente nos precedieron–: ¡Mirad cómo se aman!»17.