"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

7 de abril de 2020

MARTES SANTO: JESUS ANTE PILATOS

— Jesús condenado a muerte.
— Un reino de santidad y de gracia.
— El Señor quiere reinar en nuestras almas.

I. El Señor, atado, es conducido a la residencia del Procurador Poncio Pilato. Tienen prisa por acabar. Jesús, en silencio, y con esa dignidad suya que se refleja en su porte, pasa por algunas callejuelas camino de la residencia de Pilato. «Era ya de día, los habitantes de la ciudad se habían despertado y salían a sus puertas y ventanas para ver a un preso tan conocido y admirado por su santidad y sus obras. El Señor iba con la manos atadas, y la cuerda que ataba sus manos se unía al cuello: esta es la pena que se daba a quienes habían usado mal de su libertad en contra de su pueblo. Tendría frío en aquella madrugada, y sueño; la cara, desfigurada de golpes y salivazos; despeinado de los últimos tirones que le dieron; cardenales en la mejillas, y la sangre coagulada y seca. Así apareció en público el Señor por las calles, y todos le miraban espantados y sobrecogidos. Estaba claro para todos que, tal como le habían tratado y le llevaban, no era sino para condenarle»1.

Jesús pasa de la jurisdicción del Sanedrín a la romana, porque las autoridades judías podían condenar a muerte, pero no ejecutar la sentencia. Por eso acuden cuanto antes –a primeras horas de la mañana– a la autoridad romana, con el fin de obtener, por todos los medios, que dé muerte a Jesús. Quieren acabar con Él antes de las fiestas. Se empieza a cumplir al pie de la letra lo que Él ya había anunciado: el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, y se burlarán de él, será insultado y escupido, y después de azotarlo, lo matarán, y al tercer día resucitará2.

Se está produciendo una situación insólita. El que días antes hablaba libremente en el Templo con tanta majestad –nadie ha hablado jamás como este hombre–, el que había entrado en Jerusalén aclamado por todo el pueblo, iba ahora preso y maltratado por las autoridades judías. Quien había realizado tantos milagros y era seguido por una muchedumbre de discípulos, es tratado como un malhechor. La gente estaría admirada y no se hablaría de otra cosa en la ciudad. Se llamarían unos a otros para ver un acontecimiento tan sorprendente: ¡Jesús de Nazaret había sido apresado!

Condujeron a Jesús a la plaza del pretorio. Pero los que le acusaban no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder comer la Pascua3, pues los judíos quedaban legalmente impuros si entraban en casa de extranjeros. «¡Oh ceguera impía! –exclama San Agustín–. Les parece que van a contaminarse con una casa extraña, y no temen quedar impuros con un crimen propio»4. Se cumplen, una vez más, las palabras fortísimas que el Señor les había dicho tiempo atrás: ¡Guías ciegos!, que coláis un mosquito y os tragáis un camello5.

Pilato salió fuera donde estaban ellos6, Jesús se encuentra de pie ante Pilato7; este puede comprobar la paz y serenidad del acusado, en contraste con la agitación y la prisa de los que querían su muerte.

Pilato le dijo: ¿Eres tú el Rey de los judíos?8. Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Pilato le dijo: ¿Luego, tú eres rey? Jesús contestó: Tú lo dices: yo soy Rey9. Esta será la última declaración ante sus acusadores que haga el Señor; después callará como oveja muda ante el que la esquila10.

El Maestro se encuentra solo; sus discípulos ya no oyen sus lecciones: le han abandonado ahora que tanto podían aprender. Nosotros queremos acompañarle en su dolor y aprender de Él a tener paciencia ante las pequeñas contrariedades de cada día, a ofrecerlas con amor.

II. Pilato, pensando quizá que con esto se aplacaría el odio de los judíos, tomó a Jesús y mandó que lo azotaran11. Es la escena que contemplamos en el segundo misterio doloroso del Rosario: «Atado a la columna. Lleno de llagas.

»Suena el golpear de las correas sobre su carne rota, sobre su carne sin mancilla, que padece por tu carne pecadora. —Más golpes. Más saña. Más aún... Es el colmo de la humana crueldad.

»Al cabo, rendidos, desatan a Jesús. —Y el cuerpo de Cristo se rinde también al dolor y cae, como un gusano, tronchado y medio muerto.

»Tú y yo no podemos hablar. —No hacen falta palabras. —Míralo, míralo... despacio.

»Después... ¿serás capaz de tener miedo a la expiación?»12.

Y a continuación, los soldados, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y lo vistieron con un manto de púrpura. Y se acercaban a él y le decían: Salve, Rey de los judíos. Y le daban bofetadas13. Hoy, al contemplar a Jesús que proclama su realeza ante Pilato, conviene que meditemos también esta escena recogida en el tercer misterio doloroso del Rosario: «La corona de espinas, hincada a martillazos, le hace Rey de burlas... (...). Y, a golpes, hieren su cabeza. Y le abofetean... y le escupen (...).

»—Tú y yo, ¿no le habremos vuelto a coronar de espinas, y a abofetear, y a escupir?

»Ya no más, Jesús, ya no más...»14.

Pilato salió de nuevo fuera y les dijo: He aquí que os lo saco fuera para que sepáis que no encuentro en él culpa alguna. Jesús, pues, salió fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: «Ecce homo». He aquí al hombre15.

El Señor, vestido en son de burla con las insignias reales, oculta y hace vislumbrar al mismo tiempo, bajo aquella trágica apariencia, la grandeza del Rey de reyes. La creación entera depende de un gesto de sus manos. Cuando más débil se le ve, no duda en afirmar ese título que tiene por derecho propio. Su reino es el reino de la Verdad y la Vida, el reino de la Santidad y la Gracia, el reino de la Justicia, el Amor y la Paz16. Mientras contemplamos estas escenas de la Pasión, los cristianos no podemos olvidar que Jesucristo es «un Rey con corazón de carne, como el nuestro»17. Tampoco podemos olvidar que son muchos los que lo ignoran y rechazan.

«Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare! (1 Cor 15, 25), conviene que Él reine»18.

Muchos ignoran que Cristo es el único Salvador, el que da sentido a los acontecimientos humanos, a nuestra vida; Aquel que constituye la alegría y la plenitud de los deseos de todos los corazones, el verdadero modelo, el hermano de todos, el Amigo insustituible, el único digno de toda confianza.

Al contemplar al Rey con corona de espinas le decimos que queremos que Cristo reine en nuestra vida; en nuestros corazones, en nuestras obras, en nuestros pensamientos, en nuestras palabras, en todo lo nuestro.

III. Jesucristo es rey de todos los seres, pues todas las cosas han sido hechas por Él19, y de los hombres en particular, que hemos sido comprados a gran precio20. A María ya le dijo el Ángel: Darás a luz un hijo... al cual dará Dios el trono de David... y su reino no tendrá fin21. Pero su reino no es como los de la tierra. Durante su ministerio público no cede nunca al entusiasmo de las multitudes, demasiado humano y mezclado con esperanzas meramente temporales: sabiendo que le buscaban para proclamarlo rey, huyó22. Sin embargo, acepta el acto de fe mesiánica de Natanael: tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel23. Es más, el Señor evoca una antigua profecía24 para confirmar y dar profundidad a sus palabras: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar en torno al Hijo del Hombre25.

Jesús afirmó su condición de Mesías y de Hijo de Dios26. Las autoridades judías, en la ceguera de su incredulidad, llegan a reconocer al César romano un poder político exclusivo con tal de rechazar la realeza de Jesús y acabar con Él. A pesar de todo, en el madero de la Cruz estará para siempre escrito: Jesús nazareno, Rey de los judíos.

A Pilato le ha dicho que su Reino no es de este mundo. A nosotros nos dice que su reinado es de paz, de justicia, de amor; Dios Padre ha arrancado (a los hombres) del dominio de las tinieblas para trasladarlos al Reino de su Hijo, en quien tienen la redención27.

Sin embargo, ahora son también muchos quienes lo rechazan. Parece oírse en muchos ambientes aquel grito pavoroso: no queremos que reine sobre nosotros. Con gran pena debió el Señor comentar aquella parábola que refleja la actitud de muchos hombres: Sus ciudadanos le odiaban –dice Jesús en la parábola– y enviaron una embajada tras él para decirle: no queremos que éste reine sobre nosotros28. ¡Qué misterio de iniquidad tan grande es el pecado! ¡Rechazar a Jesús!

El reino del pecado –donde el pecado habita– es un reino de tinieblas, de tristeza, de soledad, de engaño, de mentira. Todas las tragedias y calamidades del mundo, y nuestras miserias, tienen su origen en estas palabras: Nolumus hunc regnare super nos, no queremos que éste (Cristo) reine sobre nosotros. Nosotros, ahora, acabamos nuestra oración diciéndole a Jesús otra vez que: «Él es Rey de mi corazón. Rey de ese mundo íntimo dentro de mí mismo donde nadie penetra y donde únicamente yo soy señor. Jesús es Rey ahí en mi corazón. Tú lo sabes bien, Señor»29.