— Jesús es el buen Pastor.
— El primado de Pedro.
— Fidelidad al «dulce Cristo en la tierra».
I. Ha resucitado el buen Pastor que dio la vida por sus ovejas, y se dignó morir por su grey. Aleluya1.
La figura del buen Pastor determina la liturgia de este domingo. El sacrificio del Pastor ha dado la vida a las ovejas y las ha devuelto al redil. Años más tarde, San Pedro afianzaba a los cristianos en la fe recordándoles en medio de la persecución lo que Cristo había hecho y sufrido por ellos: por sus heridas habéis sido curados. Porque erais como ovejas descarriadas; mas ahora os habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas2. Por eso la Iglesia entera se llena del gozo inmenso de la resurrección de Jesucristo3 y le pide a Dios Padre que el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor4.
Los primeros cristianos manifestaron una entrañable predilección por la imagen del Buen Pastor, de la que nos han quedado innumerables testimonios en pinturas murales, relieves, dibujos que acompañan epitafios, mosaicos y esculturas, en las catacumbas y en los más venerables edificios de la antigüedad. La liturgia de este domingo nos invita a meditar en la misericordiosa ternura de nuestro Salvador, para que reconozcamos los derechos que con su muerte ha adquirido sobre cada uno de nosotros. También es una buena ocasión para llevar a nuestra oración personal nuestro amor a los buenos pastores que Él dejó en su nombre para guiarnos y guardarnos.
En el Antiguo Testamento se habla frecuentemente del Mesías como del buen Pastor que habría de alimentar, regir y gobernar al pueblo de Dios, frecuentemente abandonado y disperso. En Jesús se cumplen las profecías del Pastor esperado, con nuevas características. Él es el buen Pastor que da la vida por sus ovejas y establece pastores que continúen su misión. Frente a los ladrones, que buscan su interés y pierden el rebaño, Jesús es la puerta de salvación5; quien pasa por ella encontrará pastos abundantes6. Existe una tierna relación personal entre Jesús, buen Pastor, y sus ovejas: llama a cada una por su nombre, va delante de ellas; las ovejas le siguen porque conocen su voz... Es el pastor único que forma un solo rebaño7 protegido por el amor del Padre8. Es el pastor supremo9.
En su última aparición, poco antes de la Ascensión, Cristo resucitado constituye a Pedro pastor de su rebaño10, guía de la Iglesia. Se cumple entonces la promesa que le hiciera poco antes de la Pasión: pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos11. A continuación le profetiza que, como buen pastor, también morirá por su rebaño.
Cristo confía en Pedro, a pesar de las negaciones. Solo le pregunta si le ama, tantas veces cuantas habían sido las negaciones. El Señor no tiene inconveniente en confiar su Iglesia a un hombre con flaquezas, pero que se arrepiente y ama con obras.
Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez si le amaba, y le respondió: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas.
La imagen del pastor que Jesús se había aplicado a sí mismo pasa a Pedro: él ha de continuar la misión del Señor, ser su representante en la tierra.
Las palabras de Jesús a Pedro –apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas– indican que la misión de Pedro será la de guardar todo el rebaño del Señor, sin excepción. Y «apacentar» equivale a dirigir y gobernar. Pedro queda constituido pastor y guía de la Iglesia entera. Como señala el Concilio Vaticano II, Jesucristo «puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión»12.
Donde está Pedro se encuentra la Iglesia de Cristo. Junto a él conocemos con certeza el camino que conduce a la salvación.
II. Sobre el primado de Pedro –la roca– estará asentado, hasta el fin del mundo, el edificio de la Iglesia. La figura de Pedro se agranda de modo inconmensurable, porque realmente el fundamento de la Iglesia es Cristo13, y, desde ahora, en su lugar estará Pedro. De aquí que el nombre posterior que reciban sus sucesores será el de Vicario de Cristo, es decir, el que hace las veces de Cristo.
Pedro es la firme seguridad de la Iglesia frente a todas las tempestades que ha sufrido y padecerá a lo largo de los siglos. El fundamento que le proporciona y la vigilancia que ejerce sobre ella como buen pastor son la garantía de que saldrá victoriosa a pesar de que estará sometida a pruebas y tentaciones. Pedro morirá unos años más tarde, pero su oficio de pastor supremo «es preciso que dure eternamente por obra del Señor, para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, que, fundada sobre roca, debe permanecer firme hasta la consumación de los siglos»14.
El amor al Papa se remonta a los mismos comienzos de la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles15 nos narran la conmovedora actitud de los primeros cristianos, cuando San Pedro es encarcelado por Herodes Agripa, que espera darle muerte después de la fiesta de Pascua. Mientras tanto la Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios. «Observad los sentimientos de los fieles hacia sus pastores –dice San Crisóstomo–. No recurren a disturbios ni a rebeldía, sino a la oración, que es el remedio invencible. No dicen: como somos hombres sin poder alguno, es inútil que oremos por él. Rezaban por amor y no pensaban nada semejante»16.
Debemos rezar mucho por el Papa, que lleva sobre sus hombros el grave peso de la Iglesia, y por sus intenciones. Quizá podemos hacerlo con las palabras de esta oración litúrgica: Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum eius: Que el Señor le guarde, y le dé vida, y le haga feliz en la tierra, y no le entregue en poder de sus enemigos17. Todos los días sube hacia Dios un clamor de la Iglesia entera rogando «con él y por él» en todas partes del mundo. No se celebra ninguna Misa sin que se mencione su nombre y pidamos por su persona y por sus intenciones. El Señor verá también con mucho agrado que nos acordemos a lo largo del día de ofrecer oraciones, horas de trabajo o de estudio, y alguna mortificación por su Vicario aquí en la tierra.
«Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón»18: ojalá podamos decir esto cada día con más motivo. Este amor y veneración por el Romano Pontífice es uno de los grandes dones que el Señor nos ha dejado.
III. Junto a nuestra oración, nuestro amor y nuestro respeto para quien hace las veces de Cristo en la tierra. «El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo»19. Por esto, «no cederemos a la tentación, demasiado fácil, de oponer un Papa a otro, para no otorgar nuestra confianza sino a aquel cuyos actos respondan mejor a nuestras inclinaciones personales. No seremos de aquellos que añoran al Papa de ayer o que esperan al de mañana para dispensarse de obedecer al jefe de hoy. Leed los textos del ceremonial de la coronación de los pontífices y notaréis que ninguno confiere al elegido por el cónclave los poderes de su dignidad. El sucesor de Pedro tiene esos poderes directamente de Cristo. Cuando hablemos del sumo Pontífice eliminemos de nuestro vocabulario, por consiguiente, las expresiones tomadas de las asambleas parlamentarias o de la polémica de los periódicos y no permitamos que hombres extraños a nuestra fe se cuiden de revelarnos el prestigio que tiene sobre el mundo el jefe de la Cristiandad»20.
Y no habría respeto y amor verdadero al Papa si no hubiera una obediencia fiel, interna y externa, a sus enseñanzas y a su doctrina. Los buenos hijos escuchan con veneración aun los simples consejos del Padre común y procuran ponerlos sinceramente en práctica.
En el Papa debemos ver a quien está en lugar de Cristo en el mundo: al «dulce Cristo en la tierra», como solía decir Santa Catalina de Siena; y amarle y escucharle, porque en su voz está la verdad. Haremos que sus palabras lleguen a todos los rincones del mundo, sin deformaciones, para que, lo mismo que cuando Cristo andaba sobre la tierra, muchos desorientados por la ignorancia y el error descubran la verdad y muchos afligidos recobren la esperanza. Dar a conocer sus enseñanzas es parte de la tarea apostólica del cristiano.
Al Papa pueden aplicarse aquellas mismas palabras de Jesús: Si alguno está unido a mí, ese lleva mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada21. Sin esa unión todos los frutos serían aparentes y vacíos y, en muchos casos, amargos y dañosos para todo el Cuerpo Místico de Cristo. Por el contrario, si estamos muy unidos al Papa, no nos faltarán motivos, ante la tarea que nos espera, para el optimismo que reflejan estas palabras de San Josemaría Escrivá: «Gozosamente te bendigo, hijo, por esa fe en tu misión de apóstol que te llevó a escribir: “No cabe duda: el porvenir es seguro, quizá a pesar de nosotros. Pero es menester que seamos una sola cosa con la Cabeza –‘ut omnes unum sint!’–, por la oración y por el sacrificio”»22.