"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

11 de junio de 2020

Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo


-La presencia real eucarística
-El culto a la Eucaristía
-Efectos de la Sagrada Comunión


*Para hacer la oración en el día de hoy os dejamos estas preguntas y respuestas sobre la Eucaristía 

En la celebración de la Eucaristía se hace presente la Persona de Cristo —el Verbo encarnado, que fue crucificado, murió y ha resucitado por la salvación del mundo—, con una modalidad de presencia mistérica, sobrenatural, única. El fundamento de esta doctrina lo encontramos en la misma institución de la Eucaristía, cuando Jesús identificó los dones que ofrecía, con su Cuerpo y con su Sangre («esto es mi Cuerpo … esta es mi Sangre…»), es decir, con su corporeidad inseparablemente unida al Verbo y, por tanto, con su entera Persona.

Ciertamente, Cristo Jesús está presente de múltiples maneras en su Iglesia: en su Palabra, en la oración de los fieles (cfr. Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los encarcelados (cfr. Mt 25,31-46), en los sacramentos y especialmente en la persona del ministro sacerdote. Pero, sobre todo, está presente bajo las especies eucarísticas (cfr. Catecismo, 1373).

La singularidad de la presencia eucarística de Cristo está en el hecho de que el Santísimo Sacramento contiene verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, Dios verdadero y Hombre perfecto, el mismo que nació de la Virgen, murió en la Cruz y ahora está sentado en los cielos a la diestra del Padre. «Esta presencia se denomina “real”, no a título exclusivo, como si los otras presencias no fuesen “reales”, sino por excelencia, porque es substancial , y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente» (Catecismo, 1374).

El término substancial trata de indicar la consistencia de la presencia personal de Cristo en la Eucaristía: ésta no es simplemente una “figura”, capaz de “significar” y de estimular a la mente a pensar en Cristo, presente en realidad en otro lugar, en el Cielo; ni es un simple “signo”, a través del cual se nos ofrece la “virtud salvadora” —la gracia—, que proviene de Cristo. La Eucaristía es, en cambio, presencia objetiva, del ser-en-sí (la substancia) del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, es decir, de su entera Humanidad —inseparablemente unida a la Divinidad por la unión hipostática—, aunque velada por las “especies” o apariencias del pan y del vino.

Por tanto, la presencia del verdadero Cuerpo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento «no se conoce por los sentidos, sino sólo por la fe , la cual se apoya en la autoridad de Dios» (Catecismo, 1381). Esto lo expresa muy bien la siguiente estrofa del Adoro te devote: Visus, tactus, gustus, in te fallitur / Sed auditu solo tuto creditur / Credo quidquid dixit Dei Filius: / Nil hoc verbo Veritatis verius (Al juzgar de ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto / pero basta con el oído para creer con firmeza / creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios / nada es más verdadero que esta palabra de verdad).

2. La transubstanciación

La presencia verdadera, real y substancial de Cristo en la Eucaristía supone una conversión extraordinaria, sobrenatural, única. Tal conversión tiene su fundamento en las mismas palabras del Señor: «Tomad y comed: esto es mi Cuerpo… bebed todos de él, porque ésta es mi Sangre de la nueva alianza…» (Mt 26,26-28). En efecto, estas palabras se hacen realidad sólo si el pan y el vino cesan de ser pan y vino y se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, porque es imposible que una misma cosa pueda ser simultáneamente dos seres diversos: pan y Cuerpo de Cristo; vino y Sangre de Cristo.

Sobre este punto el Catecismo de la Iglesia Católica recuerda: «El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre; la Iglesia Católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación”» (Catecismo, 1376). Sin embargo permanecen inalteradas las apariencias del pan y del vino, es decir, las “especies eucarísticas”.

Aunque los sentidos capten verdaderamente las apariencias del pan y del vino, la luz de la fe nos da a conocer que lo que realmente se contiene bajo el velo de las especies eucarísticas es la substancia del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Gracias a la permanencia de las especies sacramentales del pan, podemos afirmar que el Cuerpo de Cristo —su entera Persona— está realmente presente en el altar, o en el copón, o en el Sagrario.

3. Propiedades de la presencia eucarística

El modo de la presencia de Cristo en la Eucaristía es un misterio admirable. Según la fe católica Jesucristo está presente todo entero, con su corporeidad glorificada, bajo cada una de las especies eucarísticas, y todo entero en cada una de las partes resultantes de la división de las especies, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (cfr. Catecismo, 1377) [1]. Se trata de una modalidad de presencia singular, porque es invisible e intangible, y, además, es permanente, en el sentido de que, una vez realizada la consagración, dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas.

4. El culto a la Eucaristía

La fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía ha llevado a la Iglesia a tributar culto de latría (es decir, de adoración), al Santísimo Sacramento, tanto durante la liturgia de la Misa (por esto ha indicado que nos arrodillemos o nos inclinemos profundamente ante las especies consagradas), como fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas en el Sagrario (o Tabernáculo), presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión, etc. (cfr. Catecismo, 1378).

Se conserva la Sagrada Eucaristía en el Sagrario [2]:

— principalmente para poder dar la Sagrada Comunión a los enfermos y a otros fieles imposibilitados de participar en la Santa Misa;

— además, para que la Iglesia pueda dar culto de adoración a Dios Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento (de modo especial durante Exposición de la Santísima Eucaristía, en la Bendición con el Santísimo; en la Procesión con el Santísimo Sacramento en la Solemnidad de Cuerpo y Sangre de Cristo, etc.);

— y para que los fieles puedan siempre adorar al Señor Sacramentado con frecuentes visitas. En este sentido afirma Juan Pablo II: «La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este Sacramento del Amor. No ahorremos nuestro tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y pronta a reparar las grandes culpas y delitos del mundo. No cese jamás nuestra adoración» [3];

Hay dos grandes fiestas (solemnidades) litúrgicas en las que se celebra de modo especial este Sagrado Misterio: el Jueves Santo (se conmemora la institución de la Eucaristía y del Orden Sagrado) y la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo (destinada especialmente a la adoración y a la contemplación del Señor en la Eucaristía).

5. La Eucaristía, Banquete Pascual de la Iglesia

5.1. ¿Por qué la Eucaristía es el Banquete Pascual de la Iglesia?

«La Eucaristía es el Banquete Pascual porque Cristo, realizando sacramentalmente su Pascua [el paso de este mundo al Padre a través de su pasión, muerte, resurrección y ascensión gloriosa [4]], nos entrega su Cuerpo y su Sangre, ofrecidos como comida y bebida, y nos une con Él y entre nosotros en su sacrificio» (Compendio, 287).

5.2. Celebración de la Eucaristía y Comunión con Cristo

«La Misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros» (Catecismo, 1382).

La Santa Comunión, ordenada por Cristo («tomad y comed… bebed todos de él…»: Mt 26,26-28; cfr. Mc 14,22-24; Lc 22,14-20; 1 Co 11,23-26), forma parte de la estructura fundamental de la celebración de la Eucaristía. Sólo cuando Cristo es recibido por los fieles como alimento de vida eterna alcanza plenitud de sentido su hacerse alimento para los hombres, y se cumple el memorial por Él instituido [5]. Por esto la Iglesia recomienda vivamente la comunión sacramental a todos aquellos que participen en la celebración eucarística y posean las debidas disposiciones para recibir dignamente el Santísimo Sacramento [6].

5.3. Necesidad de la Sagrada Comunión

Cuando Jesús prometió la Eucaristía afirmó que este alimento no es sólo útil, sino necesario: es una condición de vida para sus discípulos. «En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53).

Comer es una necesidad para el hombre. Y, como el alimento natural mantiene al hombre en vida y le da fuerzas para caminar en este mundo, de modo semejante la Eucaristía mantiene en el cristiano la vida en Cristo, recibida con el bautismo, y le da fuerzas para ser fiel al Señor en esta tierra, hasta la llegada a la Casa del Padre. Los Padres de la Iglesia han entendido el pan y el agua que el Ángel ofreció al profeta Elías como tipo de la Eucaristía (cfr. 1 Re 19, 1-8): después de recibir el don, el que estaba agotado recupera su vigor y es capaz de cumplir la misión de Dios.

La Comunión, por tanto, no es un elemento que puede ser añadido arbitrariamente a la vida cristiana; no es necesaria sólo para algunos fieles especialmente comprometidos en la misión de la Iglesia, sino que es una necesidad vital para todos: puede vivir en Cristo y difundir su Evangelio sólo quien se nutre de la vida misma de Cristo.

El deseo de recibir la Santa Comunión debería estar siempre presente en los cristianos, como permanente debe ser la voluntad de alcanzar el fin último de nuestra vida. Este deseo de recibir la Comunión, explícito o al menos implícito, es necesario para alcanzar la salvación.

Además, la recepción de hecho de la Comunión es necesaria, con necesidad de precepto eclesiástico, para todos los cristianos que tienen uso de razón: «La Iglesia obliga a los fieles (…) a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual preparados por el sacramento de la Reconciliación» (Catecismo, 1389). Este precepto eclesiástico no es más que un mínimo, que no siempre será suficiente para desarrollar una auténtica vida cristiana. Por eso la misma Iglesia «recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días» (Catecismo, 1389).

5.4. Ministro de la Sagrada Comunión

El ministro ordinario de la Santa Comunión es el obispo, el presbítero y el diacono [7]. Ministro extraordinario permanente es el acólito [8]. Pueden ser ministros extraordinarios de la comunión otros fieles a los que el Ordinario del lugar haya dado la facultad de distribuir la Eucaristía, cuando se juzgue necesario para la utilidad pastoral de los fieles y no estén presentes un sacerdote, un diácono o un acólito disponibles [9].

«No está permitido que los fieles tomen la hostia consagrada ni el cáliz sagrado “por sí mismos, ni mucho menos que se lo pasen entre sí de mano en mano”» [10]. A propósito de esta norma es oportuno considerar que la Comunión tiene valor de signo sagrado; este signo debe manifestar que la Eucaristía es un don de Dios al hombre; por esto, en condiciones normales, se deberá distinguir, en la distribución de la Eucaristía, entre el ministro que dispensa el Don, ofrecido por el mismo Cristo, y el sujeto que lo acoge con gratitud, en la fe y en el amor.

5.5. Disposiciones para recibir la Sagrada Comunión

Disposiciones del alma

Para comulgar dignamente es necesario estar en gracia de Dios. «Quien come el Pan y bebe el Cáliz del Señor indignamente —proclama san Pablo—, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues el hombre a sí mismo; y entonces coma del Pan y beba del Cáliz; pues el que sin discernir come y bebe el Cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación» (1 Co 11,27-29). Por tanto, nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental (cfr. Catecismo, 1385).

Para comulgar fructuosamente se requiere, además de estar en gracia de Dios, un serio empeño por recibir al Señor con la mayor devoción actual posible: preparación (remota y próxima); recogimiento; actos de amor y de reparación, de adoración, de humildad, de acción de gracias, etc.

Disposiciones del cuerpo

La reverencia interior ante la Sagrada Eucaristía se debe reflejar también en las disposiciones del cuerpo. La Iglesia prescribe el ayuno. Para los fieles de rito latino el ayuno consiste en abstenerse de todo alimento o bebida (excepto el agua o medicinas) una hora antes de comulgar [11]. También se debe procurar la limpieza del cuerpo, el modo de vestir adecuado, los gestos de veneración que manifiestan el respeto y el amor al Señor, presente en el Santísimo Sacramento, etc. (cfr. Catecismo, 1387).

El modo tradicional de recibir la Sagrada Comunión en el rito latino —fruto de la fe, del amor y de la piedad plurisecular de la Iglesia— es de rodillas y en la boca. Los motivos que dieron lugar a esta piadosa y antiquísima costumbre, siguen siendo plenamente válidos. También se puede comulgar de pie y, en algunas diócesis del mundo, está permitido — nunca impuesto— recibir la comunión en la mano [12].

5.6. Edad y preparación para recibir la primera Comunión

El precepto de la comunión sacramental obliga a partir del uso de razón. Conviene preparar muy bien y no retrasar la Primera Comunión de los niños: «Dejad que los niños se acerquen a Mí y no se lo impidáis, porque de éstos es el Reino de Dios» (Mc 10,14) [13].

Para poder recibir la primera Comunión, se requiere que el niño tenga conocimiento, según su capacidad, de los principales misterios de la fe, y que sepa distinguir el Pan eucarístico del pan común. «Los padres en primer lugar, y quienes hacen sus veces, así como también el párroco, tienen obligación de procurar que los niños que han llegado al uso de razón se preparen convenientemente y se nutran cuanto antes, previa confesión sacramental, con este alimento divino» [14].

5.7. Efectos de la Sagrada Comunión

Lo que el alimento produce en el cuerpo para el bien de la vida física, lo produce en el alma la Eucaristía, de un modo infinitamente más sublime, en bien de la vida espiritual. Pero mientras el alimento se convierte en nuestra substancia corporal, al recibir la Sagrada Comunión, somos nosotros los que nos convertimos en Cristo: «No me convertirás tú en ti, como la comida en tu carne, sino que tú te cambiarás en Mí» [15]. Mediante la Eucaristía la nueva vida en Cristo, iniciada en el creyente con el bautismo (cfr. Rm 6,3-4; Gal 3,27-28), puede consolidarse y desarrollarse hasta alcanzar su plenitud (cfr. Ef 4,13), permitiendo al cristiano llevar a término el ideal enunciado por san Pablo: «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20) [16].

Por tanto, la Eucaristía nos configura con Cristo, nos hace partícipes del ser y de la misión del Hijo, nos identifica con sus intenciones y sentimientos, nos da la fuerza para amar como Cristo nos pide (cfr. Jn 13,34-35), para encender a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo con el fuego del amor divino que Él vino a traer a la tierra (cfr. Lc 12,49). Todo esto debe manifestarse efectivamente en nuestra vida: «Si hemos sido renovados con la recepción del cuerpo del Señor, hemos de manifestarlo con obras. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi (2 Co 2,15), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir» [17].

Dios, por la Sagrada Comunión, acrecienta la gracia y las virtudes, perdona los pecados veniales y la pena temporal, preserva de los pecados mortales y concede perseverancia en el bien: en una palabra, estrecha los lazos de unión con Él (cfr. Catecismo, 1394-1395). Pero la Eucaristía no ha sido instituida para el perdón de los pecados mortales; esto es lo propio del sacramento de la Confesión (cfr. Catecismo, 1395).

La Eucaristía causa la unidad de todos los fieles cristianos en el Señor, es decir, la unidad de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo (cfr. Catecismo, 1396).

La Eucaristía es prenda o garantía de la gloria futura, es decir, de la resurrección y de la vida eterna y feliz junto a Dios, Uno y Trino, a los Ángeles y a todos los santos: «Cristo, que pasó de este mundo al Padre, nos da en la Eucaristía la prenda de la gloria que tendremos junto a Él: la participación en el Santo Sacrificio nos identifica con su Corazón, sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos hace desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del cielo, a la Santísima Virgen María y a todos los santos» (Catecismo, 1419).