— Para todos hay una llamada del Señor a trabajar en su viña.
— Cualquier hora y circunstancia son buenas para el apostolado.
— Los que pasen por nuestro lado deben sentir la atracción de Cristo.
I. El Señor se compara en el Evangelio de la Misa1 a un padre de familia que sale a distintas horas a contratar obreros para trabajar en su viña: al amanecer, a la hora de tercia, de sexta, de nona... Con los primeros –los que fueron contratados en primer lugar– se ajustó el salario en un denario. Los demás fueron contratados por lo que fuera justo. A última hora, cuando ya estaba próximo el final de la jornada laboral, a la hora undécima, salió de nuevo el padre de familia y encontró a otros que estaban sin trabajar, y les dijo: ¿Cómo es que estáis aquí todo el día parados? Y le contestaron: Porque nadie nos ha contratado. Y los envió también a trabajar en su viña.
El Señor quiere darnos una enseñanza fundamental: para todos los hombres hay una llamada de parte de Dios. Unos reciben la invitación de Cristo en el amanecer de su vida, en una edad muy temprana, y recae sobre ellos una particular predilección divina por haber sido llamados tan pronto. Otros, cuando ya han recorrido una buena parte del camino. Y todos en circunstancias bien distintas: las que presenta el mundo en que vivimos. El denario que todos reciben al terminar el día es la gloria eterna, la participación en la misma vida de Dios2, en una felicidad sin término al concluir la jornada de la vida, y la incomparable alegría, ya aquí, de trabajar para el Maestro, de gastar la vida por Cristo.
Trabajar en la viña del Señor, en cualquier edad en que nos encontremos, es colaborar con Cristo en la Redención del mundo: difundiendo su doctrina, con ocasión y sin ella; facilitando a otros el sacramento de la Confesión, quizá enseñándoles el modo de hacer el examen de conciencia, exponiendo los grandes bienes que se derivan de este sacramento; llamando a otros a que sigan a Cristo más de cerca a través de una vida de oración; participando en alguna catequesis o labor de formación; colaborando económicamente para crear nuevos instrumentos apostólicos; apartando a alguno de una situación en la que puede ofender a Dios, con el oportuno consejo o mediante la corrección fraterna; planteando a algún amigo, con la prudencia necesaria y después de pedir insistentemente luces en la oración, la posibilidad de entregarse más plenamente a Dios...
Quien se siente llamado a trabajar en la viña del Señor debe, de muy diversos modos, «participar en el designio divino de la salvación. Debe marchar hacia la salvación y ayudar a los demás a fin de que se salven. Ayudando a los demás se salva a sí mismo»3.
No sería posible seguir a Cristo, si a la vez no transmitimos la alegre nueva de su llamada a todos los hombres, «pues el que en esta vida procura solo su propio interés no ha entrado en la viña del Señor»4. Trabajan para Cristo quienes «se desvelan por ganar almas y se dan prisa por llevar a otros a la viña»5; prisa, porque el tiempo de la vida es escaso.
II. El Señor sale a contratar obreros para su viña a horas muy diversas y en situaciones distintas. Cualquier hora, cualquier momento es bueno para el apostolado, para llevar obreros a la viña del Señor, para que sean útiles y den frutos. Dios llama a cada uno de acuerdo con sus circunstancias personales, con su modo de ser peculiar, con sus defectos y también con la capacidad de nuevas virtudes. Pero son incontables quienes quizá mueran sin saber apenas que Cristo vive y que trae la salvación a todos, porque nadie les transmitió la llamada del Señor. ¿Vamos nosotros a estar parados, sin hablar de Dios? «Me dirás, quizá: ¿y por qué habría de esforzarme? No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de Cristo nos urge (2 Cor 5, 14). Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad»6.
Los primeros cristianos aprendieron bien que el apostolado no tiene limitaciones de personas, lugares o situaciones. Con frecuencia comenzaban por la propia familia: «a los siervos y siervas y a los hijos, si los tienen, les persuaden a hacerse cristianos por el amor que hacia ellos tienen, y cuando se hacen tales, los llaman hermanos sin distinción»7. Fueron incontables las familias que, desde el menor de los siervos hasta los hijos, o los padres, recibieron la fe y vivieron en el amor a Cristo. Después quizá fueron los vecinos, los clientes o los compañeros de oficio o de armas... La vida de los campamentos, las mismas virtudes castrenses y bien pronto el testimonio de los mártires favoreció la expansión del Evangelio entre soldados. El ejército proporciona mártires en Italia, en África, en Egipto y hasta en las orillas del Danubio. Incluso la última persecución comenzó por una depuración de las legiones8.
Todas las situaciones eran buenas para acercar las almas a Cristo, incluso las que humanamente podrían parecer menos adecuadas, como la de comparecer ante un tribunal. San Pablo, prisionero en Cesarea, habla en defensa propia ante el procurador Festo y el rey Agripa. Les desvela los misterios de la fe de tal forma que mientras se defendía de este modo (anunciando la resurrección de Cristo), el rey dijo en alta voz: Estás loco, Pablo, las muchas letras te han hecho perder el juicio. Y comenta San Beda: «Consideraba locura que un hombre encadenado no hablara de las calumnias que le hostigaban desde fuera sino de las convicciones que le iluminan por dentro»9.
Más tarde, Agripa dirá a Pablo: Un poco más y me convences de que me haga cristiano. Y Pablo le respondió: Quisiera Dios que, con poco o con mucho, no solo tú sino todos los que me escuchan hoy se hicieran como yo... pero sin estas cadenas10.
Y nosotros, ¿no sabremos llevar, con paciencia, con cordialidad, a nuestros parientes, vecinos, amigos... hasta el Señor? El sentido apostólico de nuestra vida nos indicará el amor que tenemos a Cristo. No desaprovechemos ninguna ocasión: todas las horas son buenas para llevar obreros hasta la viña del Señor. Todas las edades son buenas para llenar las manos de frutos.
III. Sorprende que el padre de familia saliera a última hora, cuando ya apenas quedaba tiempo para trabajar; y sorprende también la razón que dieron aquellos que fueron contratados a esta hora tardía: Nadie nos ha contratado, ninguno nos hizo llegar la buena noticia de que el dueño del campo buscaba obreros para que trabajaran en su viña. Es la misma respuesta que darían ahora muchos que fueron bautizados, pero que se encuentran con una fe que languidece por momentos, porque nadie se ocupó de ellos. «Has tenido una conversación con este, con aquel, con el de más allá, porque te consume el celo por las almas. —Persevera: que ninguno pueda después excusarse afirmando “quia nemo nos conduxit” -nadie nos ha llamado»11. Ninguno de nuestros parientes, de los amigos, de los vecinos..., de quien estuvo con nosotros una sola tarde, o realizó un mismo viaje, o trabajó en la misma empresa, o estudió en la misma Facultad... debería decir que no se sintió contagiado de nuestro amor a Cristo. Cuando el querer es grande se manifiesta en la más pequeña oportunidad.
Muchos se sentirán movidos por nuestras palabras que hablan con vigor y con alegría del Maestro, a otros les ayudará el ejemplo de un trabajo bien acabado, o la serenidad ante el dolor y la dificultad, o quizá el trato cordial que hunde sus raíces en la virtud de la caridad..., y todos se sentirán urgidos por nuestra oración y por una honda alegría, consecuencia de seguir a Cristo. Nadie que nos haya conocido en cualquier circunstancia debería poder decir al final de sus días que no hubo quien se ocupara de él.
Algunos de los contratados a la viña protestaron a la hora de recibir el salario. Sin razón, pues se le dio a cada uno lo que se había ajustado con él: un denario. No comprendieron que servir al Señor es ya un honor inmerecido. Trabajar para Cristo es reinar, y motivo de acción de gracias por haber sido llamados de la plaza pública a la propiedad de Dios. En el mismo servicio a Dios, siendo apóstoles en medio del mundo, encontramos la recompensa, porque en realidad nada buscamos para nosotros mismos: solo amar cada vez más a Cristo y servirle, llamando a otros para que vayan a trabajar en su campo. El Señor no nos olvidará jamás. Debemos tener en cuenta que en el denario del salario «está incisa la imagen del Rey»12: se nos da Dios mismo en esta vida. Y, al atardecer, nos dará una gloria sin fin: cada uno recibirá a la medida de su trabajo13.
«Acude conmigo a la Madre de Cristo. Madre Nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre Nuestro que está en los Cielos»14. Pidamos ayuda a San José para que nos enseñe a gastar la vida en el servicio a Jesús, mientras realizamos con alegría nuestro quehacer en el mundo.