— Dios nos ama siempre, también cuando nos extraviamos.
— El amor personal de Dios por cada hombre.
— Nuestra vida es la historia del amor predilección.
I. Leemos en el Evangelio de la Misa una de las parábolas de la misericordia divina que más conmueve al corazón humano1. Un hombre que tiene cien ovejas –un rebaño grande– pierde una de ellas, probablemente por culpa de la misma oveja, porque se quedó atrás mientras seguían buscando pastos. Y pregunta Jesús: el pastor, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte e irá a buscar la que se ha perdido? San Lucas recoge estas palabras del Señor: Y cuando la encuentra la pone sobre sus hombros gozoso2 hasta devolverla al redil.
¡Tantas veces Jesús ha salido en nuestra busca, a pesar de las faltas de generosidad y de correspondencia! Y por eso, precisamente, ha salido una y otra vez, aunque no lo merecíamos, porque nos alejamos siempre por nuestra culpa.
Ninguna de las ovejas recibió tantas atenciones como esta que se había descarriado. Los cuidados de la misericordia divina sobre el pecador, sobre nosotros, son abrumadores. ¿Cómo no nos vamos a dejar llevar a hombros del Buen Pastor si alguna vez nos perdemos? ¿Cómo no hemos de amar la Confesión frecuente, donde encontramos a Cristo? Pues hemos de contar con que somos débiles y, por tanto, con los tropiezos. Pero esa misma debilidad, si la reconocemos como tal, atrae siempre la misericordia divina, que acude con más ayudas, con más amor. «Jesús, nuestro Buen Pastor, se da prisa en buscar a la centésima oveja, que se había perdido... ¡Maravillosa condescendencia la de Dios que así busca al hombre; dignidad grande del hombre así buscado por Dios!»3.
Contamos siempre con el amor de Cristo, que ni aun en los peores momentos de nuestra existencia deja de amarnos. Contamos siempre con su ayuda para volver a la buena senda, si la hubiéramos perdido, y recomenzar una y otra vez. Él nos mantiene en la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa»4. No se santifica el que nunca comete errores, sino quien siempre se arrepiente, fiado en el amor que Dios le tiene, y se levanta para seguir luchando. Lo peor no es tener defectos, sino pactar con ellos, no luchar, admitirlos como parte de nuestra manera de ser. Así se llegaría a la mediocridad espiritual, que el Señor no quiere para quienes le siguen.
II. Jesús ama a cada uno tal y como es, con sus defectos; en su amor, no idealiza a los hombres; los ve con sus contradicciones y flaquezas, con sus inmensas posibilidades para el bien y con su debilidad, que tan frecuentemente añora. «Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo conoce!»5, y así lo ama, así nos ama.
¡Cómo entiende Jesús al corazón humano y qué visión tan positiva tiene de su capacidad! «El ojo de Jesús sabe mirar a través de los velos de las pasiones humanas y penetrar hasta lo íntimo del hombre, allí donde está solo, pobre y desnudo»6. Él nos comprende siempre y nos anima a seguir luchando en todas las situaciones. ¡Si pudiéramos darnos más cuenta del amor personal de Cristo por cada hombre, de sus atenciones, de sus desvelos!
El Señor nos ama; esta es la suprema realidad de nuestra vida, la que es capaz de levantar nuestro espíritu en todo momento, lo que nos hace estar alegres, por encima del dolor y de la contrariedad. Jesús nos ama siempre, a pesar de ese fondo de miseria que se encuentra en el corazón humano. «Este “a pesar de todo” hace su amor tan incomparable, tan único, tan maternalmente tierno y generoso, que permanecerá inscrito para siempre en el recuerdo de la humanidad (...). Su amor a la humanidad es muy distinto del que preconizan los pensadores y filósofos. No es pura doctrina, sino vida, más aún, un sufrir y morir con los hombres. No se contenta con examinar la miseria humana y luego buscar los remedios para aliviarla, sino que Él mismo se pone en contacto con dicha miseria. No soporta conocerla sin tomarla sobre sí. El amor de Jesús traspasa los límites de su propio corazón para atraer hacia sí al prójimo, o mejor dicho, para salir de sí mismo, identificándose con los demás para vivir y sufrir con ellos»7.
Llama a los hombres con los títulos de hermano y de amigo, y une su suerte tan íntimamente con la de ellos que cualquier cosa que se haga por otro, por Él se hace8. Constantemente nos dicen los Evangelistas que sentía compasión del pueblo9. Tenía compasión de ellos porque eran como ovejas sin pastor10. Le conmueven siempre la desgracia y el dolor. No puede decir no cuando clama el dolor, aunque sea el de una mujer pagana como la sirofenicia11. No deja de atender a quienes se le acercan, sin importarle que le critiquen de que quebranta el sábado12, y está entre publicanos y pecadores, aunque se escandalicen los que se creen buenos cumplidores de la Ley. Ni siquiera su propia agonía le impide decir al buen ladrón: Hoy estarás conmigo en el paraíso13.
Su amor no tolera excepción alguna, y no tiene la menor preferencia por una clase determinada. Acoge a ricos como Nicodemo, Zaqueo o José de Arimatea, y a pobres como Bartimeo, un mendigo que, después de ser curado, le seguía en el camino. En sus viajes le acompañaban a veces mujeres que le servían con sus bienes14. Atiende con más prontitud a los más necesitados del cuerpo, y sobre todo del alma. Su preferencia por los más necesitados no es excluyente, no se limita solo a los desposeídos de fortuna, a los marginados..., pues hay de hecho males comunes a todos los estratos sociales: la soledad, la falta de cariño...
Nuestra vida es la historia del amor de Cristo, que tantas veces nos ha mirado con predilección, que en tantas ocasiones ha salido en nuestra búsqueda. Preguntémonos hoy cómo estamos correspondiendo en este momento de la vida a tanto desvelo por parte del Señor: cómo nos esforzamos en recibir con la frecuencia y el amor debidos los sacramentos, si reconocemos a Cristo en la dirección espiritual o al recibir la corrección fraterna, si vemos con agradecimiento la solicitud de quienes en la Iglesia –los Pastores– cuidan de nuestra alma. ¿Sabemos exclamar en esas situaciones: ¡Es el Señor!?
III. Jesús me amó y se entregó por mí15. Esta es la gran verdad que llena siempre de consuelo. Jesús ama hasta dar su vida; y nos quiere como si cada uno fuera el único destinatario de ese amor. Muchas veces debemos meditar esta maravillosa realidad –Dios me ama–, que desborda con creces las expectativas más audaces del corazón humano. Nadie, fuera de la Revelación divina, se atrevió a vislumbrar y a reconocer esta sublime vocación de cada hombre: ser hijo de Dios, llamado a vivir en una relación amistosa, a participar de la misma Vida de las Tres Personas divinas. Para una lógica chata, parece una ilusión, casi una mentira, y, sin embargo, es la gran verdad que nos debe llevar a ser consecuentes.
Jamás ha cesado Jesús de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud, o en aquellos en los que tal vez cometimos las más grandes deslealtades. Quizá en aquellas tristes circunstancias tuvieron lugar las mayores atenciones del Señor, como nos muestra la parábola que hoy consideramos. Entre las cien ovejas que componían el rebaño, solo aquella, la que se extravió, fue la que tuvo el honor de ser llevada a hombros por el buen pastor. Yo estaré con vosotros siempre16, nos dice el Señor en cada situación, en todo momento. También cuando vayamos a emprender el último viaje hacia Él.
Esta seguridad de la cercanía del Señor debe impulsarnos a recomenzar una y otra vez en la lucha interior, sin dejarnos abrumar por la experiencia negativa de nuestros defectos y pecados. Cada momento que vivimos es único y, por tanto, bueno para recomenzar, porque, como se lee en el libro del Deuteronomio, el Señor avanzará ante ti. Él estará contigo: no te dejará ni abandonará. No temas ni te acobardes17.
Durante muchos siglos, la Iglesia ha puesto en los labios de sacerdotes y fieles, al comenzar la Misa, aquellas palabras del Salmo: Me acercaré al altar de Dios.// Al Dios que alegra mi juventud18, y esto cuando el sacerdote y los asistentes eran jóvenes y cuando habían traspasado ya los años de la madurez. Es el grito del alma que se dirige derechamente a Cristo, que se sabe amada y que desea amor.
«Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero”. —Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”...
»—Es la hora de responder: «¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!», añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!»19. Son jaculatorias que nos pueden servir en el día de hoy: nos acercarán más a Cristo. Él espera esa correspondencia.