— El fundamento está en la infinita bondad de Dios.
— Acudir siempre a la misericordia divina.
— La intercesión de la Virgen.
I. El Señor nos enseñó de muchas maneras la necesidad de la oración y la alegría con que acoge nuestras peticiones. Él mismo ruega al Padre para darnos ejemplo de lo que habíamos de hacer nosotros. Bien sabe Dios que cada instante de nuestra existencia es fruto de su bondad, que carecemos de todo, que nada tenemos. Y, precisamente porque nos ama con amor infinito, quiere que reconozcamos nuestra dependencia, pues esta conciencia de nuestra nada es para nosotros un gran bien, que nos lleva a no separarnos un solo instante de su protección.
Para alentarnos a esta oración de súplica, Jesús quiso darnos todas las garantías posibles, al mismo tiempo que nos mostraba las condiciones que ha de tener siempre la petición. Y daba argumentos, ponía ejemplos para que lo entendiéramos bien. El Evangelio de la Misa nos presenta a la viuda que clama sin cesar ante un juez inicuo que se resiste a atenderla1, pero que, por la insistencia de la mujer, acabará escuchándola. Dios aparece en la parábola en contraste con el juez. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Si el que es injusto e inicuo decide al final hacer justicia, ¿qué no hará el que es infinitamente bueno, justo y misericordioso? Si la postura del juez es desde el principio de resistencia a la viuda, la de Dios, por el contrario, es siempre paternal y acogedora. Este es el tema central de la parábola: la misericordia divina ante la indigencia de los hombres.
Las razones que da el juez de la parábola para atender a la viuda son superficiales y de poca consistencia. Al final se dijo a sí mismo: aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, ya que esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme. La «razón» de Dios, por el contrario, es su infinito amor. Jesús concluye así la parábola: Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Y comenta San Agustín: «Por tanto, deben estar bien seguros los que ruegan a Dios con perseverancia, porque Él es la fuente de la justicia y de la misericordia»2. Si la constancia ablanda al juez «capaz de todos los crímenes, ¿con cuánta más razón debemos postrarnos y rogar al Padre de las misericordias, que es Dios?»3.
El amor de los hijos de Dios debe expresarse en la constancia y en la confianza, pues «si a veces tarda en dar, encarece sus dones, no los niega. La consecución de algo largamente esperado es más dulce... Pide, busca, insiste. Pidiendo y buscando obtienes el crecimiento necesario para obtener el don. Dios te reserva lo que no te quiere dar de inmediato, para que aprendas a desear vivamente las cosas grandes. Por tanto, conviene orar y no desfallecer»4. No debemos desalentarnos jamás en nuestras súplicas a Dios. «¡Dios mío, enséñame a amar! —¡Dios mío, enséñame a orar!»5. Ambas cosas coinciden.
II. Mucho vale la oración perseverante del justo6. Y tiene tanto poder porque pedimos en nombre de Jesús7. Él encabeza nuestra petición y actúa de Mediador ante Dios Padre8. El Espíritu Santo suscita en nuestra alma la súplica, cuando ni siquiera sabemos lo que debemos pedir. Quien ha de conceder pide con nosotros que nos sea concedido, ¿qué más seguridad podemos desear? Solamente nuestra incapacidad de recibir limita los dones de Dios. Como cuando se va a una fuente con una vasija pequeña o agujereada.
El Señor es compasivo y misericordioso9 con nuestras deficiencias y con nuestros males. La Sagrada Escritura presenta con frecuencia al Señor como Dios de misericordia, utilizando para ello expresiones conmovedoras: tiene entrañas de misericordia, ama con amor entrañable10, como las madres... Santo Tomás, que insiste frecuentemente en que la omnipotencia divina resplandece de manera especial en la misericordia11, enseña cómo en Dios esta es abundante e infinita: «Decir de alguien que es misericordioso –enseña el Santo– es como decir que tiene el corazón lleno de miserias, o sea, que ante la miseria de otro experimenta la misma sensación de tristeza que experimentaría si fuese suya; de donde proviene que se esfuerce en remediar la tristeza ajena como si se tratase de la propia, y este es el efecto de la misericordia. Pues bien, a Dios no le compete entristecerse por la miseria de otro; pero remediar las miserias, entendiendo por miseria un defecto cualquiera, es lo que más compete a Dios»12.
En Cristo, enseña el Papa Juan Pablo II, se hace particularmente visible la misericordia de Dios. «Él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia»13. Él nos conoce bien y se compadece de la enfermedad, de la mala situación económica que atravesamos quizá..., de las penas que la vida lleva a veces consigo. «Nosotros –cada uno– somos siempre muy interesados; pero a Dios Nuestro Señor no le importa que, en la Santa Misa, pongamos delante de Él todas nuestras necesidades. ¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni un gesto de ayuda.
»Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios, el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad»14. El estado del alma de quienes tratamos más frecuentemente debe ser nuestra primera solicitud, la petición más urgente que elevamos cada día al Señor.
III. El pueblo cristiano se ha sentido movido a lo largo de los siglos a presentar sus peticiones a Dios a través de su Madre, María, y a la vez Madre nuestra. En Caná de Galilea puso de manifiesto su poder de intercesión ante una necesidad material de unos novios que quizá se encontraron con una afluencia de amigos y conocidos mayor de la prevista. El Señor había determinado que su hora fuera adelantada por la petición de su Madre. «En la vida pública de Jesús –señala el Concilio Vaticano II– aparece significativamente su Madre ya desde el principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida por la misericordia, suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros del Mesías»15. Desde el principio, la obra redentora de Jesús está acompañada por la presencia de María. En aquella ocasión, no solo se remedió, con abundancia, la carencia del vino en la fiesta de bodas, sino que, como el Evangelista indica expresamente, el milagro confirmó la fe de aquellos que seguían más de cerca a Jesús. Así en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él16.
La Virgen Santa María, siempre atenta a las dificultades y carencias de sus hijos, será el cauce por el que llegarán con prontitud nuestras peticiones hasta su Hijo. Y las enderezará si van algo torcidas. «¿Por qué tendrán tanta eficacia los ruegos de María ante Dios?», se pregunta San Alfonso Mª de Ligorio. Y responde el Santo: «Las oraciones de los santos son oraciones de siervos, en tanto que las de María son oraciones de Madre, de donde procede su eficacia y carácter de autoridad; y como Jesús ama inmensamente a su Madre, no puede rogar sin ser atendida (...).
»Para conocer bien la gran bondad de María recordemos lo que refiere el Evangelio (...). Faltaba el vino, con el consiguiente apuro de los esposos. Nadie pide a la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo en favor de los consternados esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede menos de compadecer a los desgraciados (...), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera (...). Si la Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran?».
Hoy, un sábado que procuramos dedicar especialmente a Nuestra Señora, es una buena ocasión para acudir a Ella con más frecuencia y con más amor. «A tu Madre María, a San José, a tu Ángel Custodio..., ruégales que hablen al Señor, diciéndole lo que, por tu torpeza, tú no sabes expresar».