Primera meditación del octavario por la unidad de los cristianos.
La oración de Jesús: "Que sean uno",
el origen de la costumbre e importancia de la unidad y reconocer a Cristo en
los demás.
COMIENZA hoy el octavario por la
unidad de los cristianos. Durante estos días, con toda la Iglesia, meditaremos
más profundamente algunas palabras pronunciadas por Jesús en la Última Cena y
que animan estos deseos de unión. Cristo, después de haber compartido más de
treinta años con los hombres, sabía que había «llegado su hora de pasar de este
mundo al Padre» (Jn 13,1). Su corazón, ante la inminencia de la traición y del
dolor, se conmueve de amor por sus discípulos: «Los amó hasta el fin». Por eso,
pocas horas antes de su prendimiento, nos deja en herencia tres importantes
regalos que son mucho más que una catequesis: el lavatorio de los pies, el don
de la Eucaristía y las enseñanzas del discurso de la Cena.
En el largo discurso de Jesús
durante la Última Cena, que recoge san Juan, suplica al Padre por la unidad de
quienes, con el pasar de los siglos, llegaríamos también a ser sus discípulos:
«Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno
como nosotros» (Jn 17,11). La Iglesia nos impulsa, durante esta semana, a
unirnos a su oración filial, a dar un paso más en la identificación de nuestros
sentimientos con los de Cristo y a hacer propio ese ardiente anhelo.
Cuando el Señor pronuncia
aquellas palabras –«guarda a aquellos que me has dado»–, sus seguidores no eran
muy numerosos. El Evangelio estaba circunscrito a una zona geográfica y social
determinada. Sin embargo, en ese momento el corazón de Jesús llega mucho más
lejos, abarcando con su mirada a toda la Iglesia a lo largo de los siglos, con
sus esperanzas y dificultades. Cristo reza por nuestra unidad porque prevé la
importancia que esta tendrá para la transmisión de la fe y para nuestra propia
credibilidad: «No ruego solo por estos, sino por los que han de creer en mí por
su palabra: que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos
estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado» (Jn 17,20-21).
El Concilio Vaticano II nos
enseña que el deseo «de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la
única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humanas. Por eso
pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia» [1]. La unidad
es un don que recibimos de Dios. Por eso, Benedicto XVI nos recuerda que «no
podemos “hacer” la unidad sólo con nuestras fuerzas. Podemos obtenerla
solamente como don del Espíritu Santo» [2]. Queremos que resuene en nuestro
interior, de manera especial durante la semana de oración por la unidad, esta
intensa petición de Jesús al Padre. Todas las palabras del Hijo de Dios buscan
mover nuestro corazón: tenemos una ocasión más para sorprendernos nuevamente por
ellas. También san Josemaría, animado por este afán de unidad, quería que todos
los fieles de la Obra pidiésemos en las Preces, diariamente, con las mismas
palabras del Señor: «Ut omnes unum sint sicut tu Pater in me et ego in te!».
BENEDICTO XVI se refirió al
origen de esta devoción cuando se cumplieron los cien años de existencia del
octavario. «Desde sus inicios –explicó– se reveló una intuición verdaderamente
fecunda. Fue en el año 1908: un anglicano estadounidense, que después entró en
la comunión de la Iglesia católica, (…) lanzó la idea profética de un octavario
de oraciones por la unidad de los cristianos» [3]. Esta iniciativa se difundió
poco a poco hasta que, ocho años después, Benedicto XV quiso extenderla a toda
la Iglesia católica [4].
Las fechas para vivir el
octavario son las mismas desde el principio: del 18 al 25 de enero. Se
estableció así por el simbolismo que tenían ambos días en el calendario de
aquel momento: «El 18 de enero era la fiesta de la Cátedra de San Pedro, que es
fundamento firme y garantía segura de unidad de todo el pueblo de Dios,
mientras que el 25 de enero, tanto entonces como hoy, la liturgia celebra la
fiesta de la Conversión de San Pablo» [5].
Por un lado, recordamos la misión
que Cristo confió a Pedro y, a través de él, a sus sucesores: confirmar en la
fe a todos sus discípulos. Y, por otro, la conversión de san Pablo nos sugiere
que el modelo para alcanzar la unidad es la conversión personal, un movimiento
que solo puede darse a partir del encuentro personal con Cristo resucitado.
Ambas fiestas –la Cátedra de san Pedro y la Conversión de san Pablo– orientan
nuestra mirada a la persona de Jesucristo que es, en definitiva, en quien todos
nos uniremos en el futuro.
San Juan Pablo II recordaba que
el ecumenismo –movimiento que busca la unidad de los cristianos– no es una
tarea opcional ni se trata de «un mero “apéndice” que se añade a la actividad
tradicional de la Iglesia» [6]; el ecumenismo, por el contrario, pertenece a su
íntima naturaleza misionera y brota de una comprensión profunda de la tarea que
nos dejó Cristo y por la cual rogó al Padre antes de su Pasión. «La unidad es
nuestra misión común; es la condición para que la luz de Cristo se difunda más
eficazmente en todo el mundo y los hombres se conviertan y se salven» [7]. Es
un camino en el que, como buenos hijos, estamos invitados a participar
poniéndonos a la escucha del Espíritu del Señor.
EL DISCURSO DE DESPEDIDA durante
la Última Cena no es la primera vez que Jesús convoca a sus discípulos a la
unidad. Aprovechando circunstancias distintas, les había ya advertido que están
llamados a reconocerse como hermanos y a servirse unos a otros porque «solo uno
es vuestro Maestro (…), solo uno es vuestro Padre (…), vuestro Doctor es uno
solo: Cristo» (Mt 23,8-10). Efectivamente, señala el Papa Francisco, «por obra
del Espíritu, nos hemos convertido en uno con Cristo, hijos en el Hijo,
verdaderos adoradores del Padre. Este misterio de amor es la razón más profunda
de unidad que une a todos los cristianos, y que es mucho más grande que las
divisiones que se han producido a lo largo de la historia. Por esta razón, en
la medida en que nos acercamos con humildad al Señor Jesucristo, nos acercamos
también entre nosotros» [8].
El Concilio Vaticano II reconoce
que, de entre los bienes con que la Iglesia se edifica y vive, muchos pueden
encontrarse también fuera su recinto visible, como «la Palabra de Dios escrita,
la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y algunos dones
interiores del Espíritu Santo» [9]. En todos estos ámbitos es la misma fuerza
operante de Cristo la que nos impulsa a todos hacia la unidad. El ecumenismo
procura, precisamente, a través de diversos caminos, hacer crecer esta comunión
hasta la unidad plena y visible de todos los seguidores de Jesús [10]. Por eso
es un acto de justicia y de caridad reconocer las riquezas de Cristo que están
presentes en todas las personas que –a veces incluso hasta llegar al
derramamiento de la sangre– dan testimonio de él.
En esta semana por la unidad de
los cristianos pedimos a Nuestro Señor Jesucristo que sepamos hacer propios sus
anhelos de unidad para la Iglesia. Promovemos la unidad si nos dejamos
convertir personalmente a Cristo resucitado, reproduciendo en nuestra vida su
modo de ser y de obrar, su deseo de ser esclavo de todos (Mc 10,44) para
emprender un diálogo de caridad con nuestros hermanos. «El ejemplo de
Jesucristo nos lleva a dialogar; ese mismo ejemplo nos enseña cómo hemos de
hablar con los hombres» [11]. A lo largo de este octavario perseveremos también
en la invocación al Espíritu Santo durante la santa Misa, para que nos
«congregue en la unidad» [12] y así todos «formemos en Cristo un solo cuerpo y
un solo espíritu» [13]. Con confianza filial dejamos los frutos espirituales de
esta semana de oración en las manos de María, Madre de la Iglesia, Madre de
todos los cristianos.