►La oración: centro de toda tarea ecuménica.
►Conversión personal para purificar la memoria.
►Vías del ecumenismo: diálogo y trabajo en común.
JESÚS, en la víspera de la Pascua, se reúne con sus apóstoles en el Cenáculo. El Señor sabe que ha llegado su hora. Ya no volverá a sentarse a la mesa con ellos en la tierra sino que los esperará junto al Padre. El apóstol san Juan, presente en aquellos importantes momentos, antes de relatar los acontecimientos de esa noche, describe el ánimo de Jesús: «Amando a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Es precisamente este amor de Cristo –también por cada uno de nosotros– lo que le llevó a pedir a su Padre, minutos más tarde, por la unidad de sus discípulos a lo largo de los siglos.
El ecumenismo –señalaba san Josemaría– supone ese «deseo de agrandar el corazón, de abrirlo a todos con las ansias redentoras de Cristo, que a todos busca y a todos acoge, porque a todos ha amado primero» [1]. La unidad es una manifestación de la caridad: nace de nuestra unión con Dios y se desborda en un amor que no crea fronteras con los demás ni sabe decir basta. Los cristianos «sentimos el corazón ensanchado –dirá san Juan Crisóstomo en una homilía–. Del mismo modo que el calor dilata los cuerpos, así también la caridad tiene un poder dilatador, pues se trata de una virtud cálida y ardiente» [2]. En consecuencia, como señala san Juan Pablo II, «se avanza en el camino que lleva a la conversión de los corazones según el amor que se tenga a Dios y, al mismo tiempo, a los hermanos: a todos los hermanos, incluso a los que no están en plena comunión con nosotros. Del amor nace el deseo de la unidad, también en aquellos que siempre han ignorado esta exigencia» [3].
Su unión íntima con el Padre y la sed de almas empujan a Jesús a orar: «Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn 17,23). Pegados a la oración de Jesús, este deseo de unidad nos invita a rezar por todos los cristianos y con todos los cristianos. En el camino hacia la unidad, la primacía corresponde a la oración, que es, sin duda, el corazón de toda la tarea ecuménica. «Si los cristianos, a pesar de sus divisiones, saben unirse cada vez más en oración común en torno a Cristo, crecerá en ellos la conciencia de que es menos lo que los divide que lo que los une. Si se encuentran más frecuente y asiduamente delante de Cristo en la oración, hallarán fuerza para afrontar toda la dolorosa y humana realidad de las divisiones» [4]. Esta oración en común, como señala Benedicto XVI, «no es un acto voluntarista o meramente sociológico, sino que se trata de una verdadera expresión de la fe que une a todos los discípulos de Cristo» [5].
FRENTE a la tumba de san Pablo, el Papa Francisco señaló que una auténtica búsqueda de la unidad supone confiarnos, en sincera oración, a la misericordia del Padre. Con una actitud humilde pedimos perdón a Dios por nuestras divisiones, que son una herida abierta en el Cuerpo de Cristo. Este mismo desagravio se extiende hacia nuestros hermanos separados por cualquier comportamiento no evangélico de los católicos en el pasado. De la misma manera nosotros desagraviamos cuando, hoy o en el pasado, los católicos hayan sido ofendidos por otros cristianos. «No podemos borrar lo que ha sido –continuaba Francisco en aquella ocasión–, pero no queremos permitir que el peso de las culpas del pasado continúe contaminando nuestras relaciones» [6].
Es muy probable que, como señala el Concilio Vaticano II, a veces las separaciones entre cristianos hayan surgido con «responsabilidad de ambas partes, pero los que ahora nacen y se nutren de la fe de Jesucristo dentro de esas comunidades no pueden ser tenidos como responsables del pecado de la separación, y la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y amor» [7]. El fundamento del compromiso ecuménico está en la conversión de los corazones. De esta manera, con un corazón nuevo, contemplaremos el pasado con la mirada limpia de Cristo, y él nos concederá la gracia necesaria para purificar nuestra memoria, liberándola de malentendidos y prejuicios.
La vida de san Pablo es un buen ejemplo en este sentido. Su conversión «no fue un paso de la inmoralidad a la moralidad —su moralidad era elevada—, de una fe equivocada a una fe correcta —su fe era verdadera, aunque incompleta—, sino que fue ser conquistado por el amor de Cristo: la renuncia a la propia perfección; fue la humildad de quien se pone sin reserva al servicio de Cristo en favor de los hermanos. Y sólo en esta renuncia a nosotros mismos, en esta conformidad con Cristo podemos estar unidos también entre nosotros, podemos llegar a ser "uno" en Cristo» [8]. Ciertamente, el empeño y la oración por la unidad no está reservado a quienes viven en contextos de división; al contrario, en nuestro diálogo personal con Dios no podemos dejar de lado esta preocupación. Con la seguridad que nos da la comunión de los santos, pedimos al unísono con nuestros hermanos de toda la tierra: «Que todos seamos uno».
LA ORACIÓN y la conversión personal son nuestros principales medios para trabajar por la unidad de los cristianos. Incluso se podría decir que la mejor forma de ecumenismo consiste en luchar por vivir según el Evangelio, para poder hacer vida la imagen de ese Cristo en quien deseamos congregarnos. Pero, al mismo tiempo, debemos tener verdadero interés en dialogar con los hermanos separados. Para esto, en primer lugar, es bueno recordar que «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas» [9]. El diálogo ecuménico auténtico, que evita toda forma de reduccionismo, sincretismo o de un fácil estar de acuerdo, tiene su fundamento en el amor a la verdad [10]. Solo mirando a la otra persona con los ojos de Jesús quizá podremos, gracias a una atenta escucha, incluso descubrir personalmente aspectos de la riqueza del mensaje cristiano con nueva claridad.
Junto al diálogo, otra vía muy eficaz para impulsar la unidad de los cristianos es el trabajo en común. Cada vez son más los campos que abren espacios de colaboración ecuménica, especialmente en lo que se refiere a hacer presente el Evangelio en la sociedad. San Josemaría consideraba que el espíritu del Opus Dei, al impulsar la iniciativa personal en el apostolado y en el trabajo, puede ser fecundo en generar «puntos de fácil encuentro, donde los hermanos separados descubren —hecha vida, probada por los años— una buena parte de los presupuestos doctrinales en los que ellos y nosotros, los católicos, hemos puesto tantas fundadas esperanzas ecuménicas» [11].
Tenemos así dos caminos para trabajar por la unidad: por un lado, la oración y la conversión del corazón; y, por otro, el diálogo y la colaboración con otros cristianos. Confiados en la fuerza de la oración de toda la Iglesia durante esta semana, acudimos con sencillez a María. Su docilidad al Espíritu Santo es un precioso ejemplo para una verdadera actitud ecuménica.