4° dolor: Simeón los bendijo, y dijo a María, su madre: Mira, éste ha sido puesto como signo de contradicción para que se descubran los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 34-35).
4° gozo: Porque han visto mis ojos tu salvación, la que preparaste ante todos los pueblos; luz para iluminar a las naciones (Lc 2, 30-31).
Cuarta reflexión para meditar durante los siete domingos de san José. Los temas propuestos son: cómo obedece san José; el recogimiento necesario para escuchar a Dios; con su obediencia anticipa la de Jesús.
- El recogimiento necesario para escuchar a Dios
- Con su obediencia anticipa la de Jesús
DESPUÉS DE LA ANUNCIACIÓN del ángel a María, la tradición cristiana ha identificado una anunciación similar a José: «Hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). El santo patriarca estuvo «siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios manifestada en su ley y a través de los cuatro sueños que tuvo»[1]. El hecho de que José haya escuchado los designios divinos mientras dormía, y los haya puesto rápidamente en práctica, nos habla de su sintonía permanente con Dios; es una manifestación de que la vida contemplativa nos lleva normalmente a descubrir los planes buenos del Padre y a querer asociarnos a ellos de manera magnánima. Este modo de proceder es el fundamento de la obediencia al Señor. De hecho, la palabra «obedecer» viene justamente de esa capacidad de escucha –ob audire–, de esa capacidad de oír de manera inteligente lo que otro tiene que decirme; en este caso, es Dios quien introduce a José en la grandeza de su obra misericordiosa de salvación.
Por eso, la obediencia está muy lejos del cumplimiento ciego. Un requisito para obedecer, en toda su riqueza, es saber escuchar, tener el espíritu abierto; solo el que piensa puede ser obediente. San Josemaría reflexionaba en estos términos durante una homilía del año 1963: «La fe de José no vacila, su obediencia es siempre estricta y rápida. Para comprender mejor esta lección que nos da aquí el Santo Patriarca, es bueno que consideremos que su fe es activa, y que su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores. José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos, y así pudo alcanzar del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera sabiduría»[2].
En las páginas del Antiguo Testamento encontramos varias veces que Dios habla en sueños; sucede, por ejemplo, con Adán, Jacob o Samuel. Son testimonios de personas que han querido estar en constante diálogo divino, han dejado que Dios les hablase en todas las circunstancias. Y esos sueños son también una muestra de que, a través de la auténtica obediencia, podremos captar nuevas dimensiones de la existencia, nuevos nombres, lugares y planes.
SABEMOS QUE DIOS nos habla; sabemos que está a nuestro lado y que nos convoca sin cesar para que nos unamos a su amor –con todo lo que somos– a través de situaciones muy concretas. El Señor se dirige a nosotros cada día, cada momento, a través de las personas que nos rodean y de los sucesos que atravesamos. En todo se esconde parte del plan divino que podemos personalmente descubrir y desarrollar. Una plegaria que Jesús repitió por lo menos dos veces al día, según las enseñanzas judías, era la oración Shemá Israel, que comienza así: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios» (Dt 6,4). Entonces y ahora, lo primero será percibir esa voz divina que nos llama. «San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos»[3].
Para oír la voz de Dios debemos aprender a hacer silencio, sobre todo interior. La Sagrada Escritura nos dice que el profeta Elías no escuchó a Yahvé en el viento poderoso, ni en terremoto, ni en el fuego, sino en «un susurro de brisa suave» (1R 19,12). La vida de oración requiere que acallemos las voces que nos distraen para poder escuchar a Dios y también a nuestra voz interior, para compartir allí nuestros deseos o capacidades. En esa intimidad descubrimos quiénes somos, aprendemos a entrar en diálogo con la voz de Dios y a identificarnos con ella.
Los evangelistas no nos han dejado constancia de ninguna de las palabras pronunciadas por san José, pero sí conocemos sus acciones, que son fruto de la obediencia a Dios, de aquella escucha inteligente y de ese diálogo en la intimidad de su alma. «El silencio de san José no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe que lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos»[4]. Esta actitud del patriarca fue la que hizo posible que, a partir de aquellos cuatro sueños, Dios pudiera orientar el rumbo de su vida. El recogimiento y la sensibilidad de José para detectar los planes divinos hizo que pudiera custodiar a María y a Jesús de los peligros y conducirlos a lugares más seguros. También nosotros podemos fomentar esta actitud de silencio y escucha para acercar a nuestra vida la voz y los proyectos de Dios.
A SAN JOSEMARÍA le gustaba decir que en el Nuevo Testamento hay dos frases que, en muy pocas palabras, resumen lo que fue la vida de Jesús. Por un lado, san Pablo nos dice que Jesús fue «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8); por otro lado, el evangelio de san Lucas dice que Jesús «vino a Nazaret y les estaba sujeto» (Lc 2,51), refiriéndose a su crecimiento en el hogar de María y José. En ambos pasajes notamos que el Señor realizó su plan de salvación obedeciendo por amor a Dios Padre y a su familia terrena. San Juan Pablo II notaba que «esta obediencia nazarena de Jesús a María y a José ocupa casi todos los años que él vivió en la tierra, y constituye, por tanto, el período más largo de esa total e ininterrumpida obediencia (...). Pertenece así a la Sagrada Familia una parte importante de ese divino misterio, cuyo fruto es la redención del mundo»[5] .
En el ambiente familiar, con las personas que convivimos cada día, es donde aprendemos a escuchar y a obedecer, dentro de los planes de amor de Dios. Allí todos están en sintonía porque cada uno busca sinceramente el bien del otro. En la familia se experimenta el servicio mutuo, aprendemos a escuchar, a descubrir lo que conviene a todos. La obediencia es fruto del amor. Podemos imaginar con qué delicadeza José daría indicaciones a Jesús. Y, al mismo tiempo, podemos pensar cómo el Verbo encarnado desearía comprender y llevar a cabo, grata y gustosamente, lo que decía su padre terreno. En realidad «los tres miembros de esta familia se ayudan mutuamente a descubrir el plan de Dios. Rezaban, trabajaban, se comunicaban»[6].
Jesús habrá visto tantas veces el modo de desenvolverse de José en los años de Nazaret: hombre obediente por la fe. El santo patriarca obedeció y, de esa manera, anticipó la obediencia de Jesús hasta la cruz. La Sagrada Familia es una escuela en la podemos aprender que escuchar a Dios y asociarnos a su misión son dos caras de una misma moneda. Así comprenderemos «la fe de san José: plena, confiada, íntegra, manifestada en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente»[7].
CARTA APOSTÓLICA PATRIS CORDE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
4. Padre en la acogida
José acogió a María sin poner condiciones previas. Confió en las palabras del ángel. «La nobleza de su corazón le hace supeditar a la caridad lo aprendido por ley; y hoy, en este mundo donde la violencia psicológica, verbal y física sobre la mujer es patente, José se presenta como figura de varón respetuoso, delicado que, aun no teniendo toda la información, se decide por la fama, dignidad y vida de María. Y, en su duda de cómo hacer lo mejor, Dios lo ayudó a optar iluminando su juicio»[18].
Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones.
La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo. Parecen hacerse eco las ardientes palabras de Job que, ante la invitación de su esposa a rebelarse contra todo el mal que le sucedía, respondió: «Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?» (Jb 2,10).
José no es un hombre que se resigna pasivamente. Es un protagonista valiente y fuerte. La acogida es un modo por el que se manifiesta en nuestra vida el don de la fortaleza que nos viene del Espíritu Santo. Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia.
La venida de Jesús en medio de nosotros es un regalo del Padre, para que cada uno pueda reconciliarse con la carne de su propia historia, aunque no la comprenda del todo.
Como Dios dijo a nuestro santo: «José, hijo de David, no temas» (Mt 1,20), parece repetirnos también a nosotros: “¡No tengan miedo!”. Tenemos que dejar de lado nuestra ira y decepción, y hacer espacio —sin ninguna resignación mundana y con una fortaleza llena de esperanza— a lo que no hemos elegido, pero está allí. Acoger la vida de esta manera nos introduce en un significado oculto. La vida de cada uno de nosotros puede comenzar de nuevo milagrosamente, si encontramos la valentía para vivirla según lo que nos dice el Evangelio. Y no importa si ahora todo parece haber tomado un rumbo equivocado y si algunas cuestiones son irreversibles. Dios puede hacer que las flores broten entre las rocas. Aun cuando nuestra conciencia nos reprocha algo, Él «es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo» (1 Jn 3,20).
El realismo cristiano, que no rechaza nada de lo que existe, vuelve una vez más. La realidad, en su misteriosa irreductibilidad y complejidad, es portadora de un sentido de la existencia con sus luces y sombras. Esto hace que el apóstol Pablo afirme: «Sabemos que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios» (Rm 8,28). Y san Agustín añade: «Aun lo que llamamos mal (etiam illud quod malum dicitur)»[19]. En esta perspectiva general, la fe da sentido a cada acontecimiento feliz o triste.
Entonces, lejos de nosotros el pensar que creer significa encontrar soluciones fáciles que consuelan. La fe que Cristo nos enseñó es, en cambio, la que vemos en san José, que no buscó atajos, sino que afrontó “con los ojos abiertos” lo que le acontecía, asumiendo la responsabilidad en primera persona.
La acogida de José nos invita a acoger a los demás, sin exclusiones, tal como son, con preferencia por los débiles, porque Dios elige lo que es débil (cf. 1 Co 1,27), es «padre de los huérfanos y defensor de las viudas» (Sal 68,6) y nos ordena amar al extranjero[20]. Deseo imaginar que Jesús tomó de las actitudes de José el ejemplo para la parábola del hijo pródigo y el padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32).