Tercer dolor: Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno (Lc 2,21).
Tercer gozo: Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1, 21).
- Jesús escucha la ley de labios de José
- José experimenta la ternura de Dios
VER CÓMO CRECEN los hijos es una de las alegrías más grandes que ofrece la vida. Ese gozo lo experimentó san José al ver que Jesús crecía «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). La misión principal de los padres es preparar a los hijos para que ellos, a su vez, puedan encontrar y llevar adelante la suya propia. José, a través de su tierno cuidado, preparó a Jesús en sus primeros pasos en la tierra. Por eso, durante su vida oculta y durante su vida pública, «Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José»[1].
«En la sinagoga, durante la oración de los Salmos, José ciertamente habrá oído el eco de que el Dios de Israel es un Dios de ternura»[2]. Y esa fue su actitud de padre con Jesús. El santo patriarca probablemente no acompañó a su hijo cuando ya eran visibles algunas manifestaciones de la llegada del Reino de Dios: cuando le siguen numerosos discípulos, durante las milagrosas curaciones o cuando las multitudes escuchan las palabras de quien él había visto crecer. San José, al contrario, siempre se desenvolvió en la discreción de la educación familiar, en ese ámbito tan doméstico, tan escondido pero a la vez tan fecundo y lleno de amor. Los frutos de aquellos años no tardaron en llegar: «Ese Jesús que es hombre, que habla con el acento de una región determinada de Israel, que se parece a un artesano llamado José, ése es el Hijo de Dios. Y ¿quién puede enseñar algo a Dios? Pero es realmente hombre, y vive normalmente: primero como niño, luego como muchacho, que ayuda en el taller de José; finalmente como un hombre maduro, en la plenitud de su edad»[3]. La ternura de José sigue viva a través de aquel Hijo que creció bajo su techo y que tanto se le parece.
LA ENSEÑANZA de la ley de Moisés era obligación y privilegio del padre de familia. Por eso, fue José quien tuvo la peculiar tarea de enseñar al Mesías la historia de Israel y la fe de la Alianza. María y su esposo veían que Jesús era un niño como tantos otros pero, a la vez, sabían que todo el misterio de Dios habitaba en él. A ellos les fue confiada la responsabilidad de poner el nombre de «Jesús» a la segunda persona de la Santísima Trinidad encarnada y de educarlo en la tradición del pueblo elegido. El profeta escribe: «Cuando Israel era niño, Yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo (...). Era para ellos como quien alza a un niño hasta sus mejillas, y me inclinaba a él y le daba de comer» (Os 11,1-4). Si la tradición cristiana ha visto en este oráculo la referencia a Cristo, se puede ver también una referencia a María y a José. El amor de Dios a Israel se compara al amor de un padre y de una madre hacia su hijo. Era Dios quien cuidaba siempre de su Hijo, pero lo hacía a través de la Sagrada Familia; es Dios quien enseña, pero a través de los hombres.
Un niño pequeño en Israel pasaría la mayor parte de su tiempo jugando con otros chicos de su edad en la calle o en las plazas. «Las plazas de la ciudad se llenarán de niños y niñas jugando en ellas» (Za 8,5), dice el profeta; y el Señor habla también de los niños que se sientan en las plazas (cfr. Mt 11,16). La vida en Nazaret era una vida al aire libre. En este contexto, los padres impartían a sus pequeños los primeros rudimentos de la instrucción en la fe: «Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no abandones la enseñanza de tu madre, que son diadema de gracia para tu cabeza y collares para tu cuello» (Pr 1,8). Jesús Niño grababa en su corazón las enseñanzas de José y las instrucciones de María. Esas enseñanzas que daba san José a su hijo son lo que hoy llamamos «catequesis familiar», la transmisión de la fe, tanto vivida como en palabras. «El hogar debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a percibir las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a servir al prójimo»[4]. Es en ese clima familiar en donde Dios, imperceptiblemente, entra a formar parte de la vida de los hijos; aquellas primeras oraciones y manifestaciones de piedad que hemos heredado permanecen para siempre en lo más profundo de nuestra alma.
SANTA MARÍA y san José no solamente enseñaron a Cristo las costumbres y la ley de Moisés sino que, descubriendo el misterio de Dios en su Hijo, se dieron cuenta de que ellos mismos aprenderían mucho de Jesús. El evangelista san Lucas nos repite dos veces que María guardaba y meditaba en su corazón los acontecimientos y las palabras de su Hijo. ¡Qué importancia tiene saber mirar y escuchar, de un modo similar a como lo hicieron la Virgen Santísima y su esposo José!
Cuántas veces, al ver a Jesús, el santo patriarca se habrá asombrado pensando: ¡qué bueno es Dios! ¡Qué amable y tierno! ¡Qué paciente y cercano a nosotros! La paciencia y la comprensión son características fundamentales que todo padre –y, en general, todo maestro– debe tener, especialmente ante los defectos propios y ajenos; pues «debemos aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura. El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo»[5]. Al contrario, debemos descubrir, una y otra vez, lo positivo en nosotros y en los demás, pues así se acerca Dios a nuestra vida: «La verdad que viene de Dios no nos condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La verdad siempre se nos presenta como el Padre misericordioso de la parábola: viene a nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad, nos pone nuevamente de pie»[6]. No hay nada que anime más a mejorar la conducta que el aliento, la palabra amable, la comprensión ante la debilidad.
San José aprendió de su hijo, que era Dios, a ver el mundo con compasión y ternura. Decía san Josemaría: «José era un gran cariño de Jesucristo; María era su Madre, a la que quería con locura. Pues vamos a tener nosotros una devoción grande a San José, una devoción tierna, delicada, fina, afectuosa. Le llamamos Padre y Señor nuestro: ¡pues vayamos a él como hijos, constantemente! Y, por él, a María, dialogando con los dos. ¿Habéis visto esas representaciones de la Sagrada Familia con el Niño en el centro, la Virgen a la derecha y San José a la izquierda, dándose la mano? Pues esta vez somos nosotros los que nos cogemos de la mano de María y de José, y así nos llevarán hasta Jesús»[7].
CARTA APOSTÓLICA PATRIS CORDE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
3. Padre en la obediencia
Así como Dios hizo con María cuando le manifestó su plan de salvación, también a José le reveló sus designios y lo hizo a través de sueños que, en la Biblia, como en todos los pueblos antiguos, eran considerados uno de los medios por los que Dios manifestaba su voluntad[13].
José estaba muy angustiado por el embarazo incomprensible de María; no quería «denunciarla públicamente»[14], pero decidió «romper su compromiso en secreto» (Mt 1,19). En el primer sueño el ángel lo ayudó a resolver su grave dilema: «No temas aceptar a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21). Su respuesta fue inmediata: «Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1,24). Con la obediencia superó su drama y salvó a María.
En el segundo sueño el ángel ordenó a José: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y huye a Egipto; quédate allí hasta que te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2,13). José no dudó en obedecer, sin cuestionarse acerca de las dificultades que podía encontrar: «Se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto, donde estuvo hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,14-15).
En Egipto, José esperó con confianza y paciencia el aviso prometido por el ángel para regresar a su país. Y cuando en un tercer sueño el mensajero divino, después de haberle informado que los que intentaban matar al niño habían muerto, le ordenó que se levantara, que tomase consigo al niño y a su madre y que volviera a la tierra de Israel (cf. Mt 2,19-20), él una vez más obedeció sin vacilar: «Se levantó, tomó al niño y a su madre y entró en la tierra de Israel» (Mt 2,21).
Pero durante el viaje de regreso, «al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí y, avisado en sueños —y es la cuarta vez que sucedió—, se retiró a la región de Galilea y se fue a vivir a un pueblo llamado Nazaret» (Mt 2,22-23).
El evangelista Lucas, por su parte, relató que José afrontó el largo e incómodo viaje de Nazaret a Belén, según la ley del censo del emperador César Augusto, para empadronarse en su ciudad de origen. Y fue precisamente en esta circunstancia que Jesús nació y fue asentado en el censo del Imperio, como todos los demás niños (cf. Lc 2,1-7).
San Lucas, en particular, se preocupó de resaltar que los padres de Jesús observaban todas las prescripciones de la ley: los ritos de la circuncisión de Jesús, de la purificación de María después del parto, de la presentación del primogénito a Dios (cf. 2,21-24)[15].
En cada circunstancia de su vida, José supo pronunciar su “fiat”, como María en la Anunciación y Jesús en Getsemaní.
José, en su papel de cabeza de familia, enseñó a Jesús a ser sumiso a sus padres, según el mandamiento de Dios (cf. Ex 20,12).
En la vida oculta de Nazaret, bajo la guía de José, Jesús aprendió a hacer la voluntad del Padre. Dicha voluntad se transformó en su alimento diario (cf. Jn 4,34). Incluso en el momento más difícil de su vida, que fue en Getsemaní, prefirió hacer la voluntad del Padre y no la suya propia[16] y se hizo «obediente hasta la muerte […] de cruz» (Flp 2,8). Por ello, el autor de la Carta a los Hebreos concluye que Jesús «aprendió sufriendo a obedecer» (5,8).
Todos estos acontecimientos muestran que José «ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente “ministro de la salvación”»[17].