Séptimo dolor: Lo estuvieron buscando entre los parientes y conocidos, y al no hallarlo, volvieron a Jerusalén en su busca (Lc 2, 44-45).
Séptimo gozo: Al cabo de tres días lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas (Lc 2,46).
Septima reflexión para meditar durante los siete domingos de san José. Los temas propuestos son: Jesús trabajó junto a José; redescubrir el valor del trabajo; trabajo y oración, oración y trabajo.
- Redescubrir el valor del trabajo
- Trabajo y oración, oración y trabajo
EL EVANGELISTA san Lucas resume la infancia de Jesús diciendo que «el niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2,40). Un poco después, sintetiza los años de adolescencia del Señor señalando que «Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Sorprende que todo un Dios omnipotente haya querido experimentar el proceso normal de crecimiento humano. El Dios-hombre vivió una vida muy similar a la de los demás habitantes de Nazaret. Aprendió la ley y el oficio de labios y manos de san José, quizá imitándolo. Aprendió también cómo leer y escribir, cómo tratar a las personas, cómo descansar… Las jornadas de Jesús –al igual que las de sus vecinos o las nuestras– habrán girado en buena medida alrededor de las relaciones familiares, de amistad y del trabajo. Tal vez aquel taller de su padre fue el lugar en el que el Mesías pasó la mayor cantidad de tiempo de su vida.
«Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius, el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra»[1], muy parecida a la de san José. Esta realidad nos muestra cómo el trabajo forma parte del designio divino para el hombre. En el libro del Génesis se presenta al ser humano como custodio de la creación, capaz de transformar y embellecer el mundo, en continuación a cómo lo hace el creador. El trabajo es pues una realidad humana con la que podemos contribuir crear un ambiente, una ciudad, una nación en donde se facilite a los hombres un diálogo íntimo con Dios.
«PARA LA GRAN mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo»[2]. Con estas palabras, el fundador del Opus Dei resumía una parte del mensaje que Dios le había confiado para recordar a los cristianos. «Santificar el trabajo» es la expresión que quizá llama más la atención. Por un lado, eso quiere decir hacerlo bien, con amor, cuidando los detalles, como cualquier persona honesta. Por otro, hacerlo sabiendo que en la materialidad de ese obrar podemos compartir el modo que tiene Dios de amar su creación, es decir, las personas y la realidad tangible en la que se desenvuelven. Ese modo se expresa en la cercanía, en la ternura, en infundir siempre de nuevo aliento de vida a las criaturas. Participar de esta misión nos lleva, de alguna manera, a ser contemplativos en medio del mundo. «Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar –decía san Josemaría–, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas»[3].
Consecuencia lógica de este encuentro divino será hacerlo siempre para servir a los demás como hijos de Dios que son y para hacer de nuestro mundo un mundo mejor. «El trabajo es un elemento fundamental para la dignidad de una persona. El trabajo, por usar una imagen, nos “unge” de dignidad, nos colma de dignidad; nos hace semejantes a Dios, que trabajó y trabaja, actúa siempre»[4]. Sin embargo, también aquí ha dejado su huella el pecado, por ejemplo, cuando nuestro trabajo se vuelve un fin solo para alcanzar reconocimiento social o económico. «Es indispensable que el hombre no se deje dominar por el trabajo, que no lo idolatre, pretendiendo encontrar en él el sentido último y definitivo de la vida»[5]. San Juan Pablo II nos ponía en guardia también frente a la comprensión del trabajo «exclusivamente como mercancía, con una fría lógica de ganancia para poder adquirir bienestar, consumir y así seguir produciendo»[6]. Mirar a san José, maestro de Jesús en el trabajo, puede ayudarnos a redescubrir siempre el verdadero valor de nuestras tareas diarias; a no convertirlas solo en un fin terreno, sino a descubrir allí ese quid divinum, ese algo divino que nos une a Dios y nos sitúa ante los demás cómo intermediarios de los bienes y del cuidado –también material– de Dios hacia cada persona.
«SUELO DECIR con frecuencia –son palabras de san Josemaría– que, en estos ratos de conversación con Jesús, que nos ve y nos escucha desde el sagrario, no podemos caer en una oración impersonal; y comento que, para meditar de modo que se instaure enseguida un diálogo con el Señor –no se precisa el ruido de palabras–, hemos de salir del anonimato, ponernos en su presencia tal como somos (...). Pues ahora añado que también el trabajo tuyo debe ser oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con nuestro Padre del cielo. Si buscas la santificación en y a través de tu actividad profesional, necesariamente tendrás que esforzarte en que se convierta en una oración sin anonimato»[7].
Hacer que cada hora de nuestro trabajo sea una hora de oración no es necesariamente cuestión de añadir plegarias vocales o recordatorios piadosos durante nuestro ejercicio profesional. Orar con nuestro trabajo es –además de alimentarlo con una vida interior cultivada en otros momentos– ser conscientes de que, en cierto sentido, somos las manos y los oídos del Señor que, a través de una determinada tarea material o intelectual, escuchan, atienden, cuidan de las personas y de la creación que se nos ha confiado.
De hecho, en una ocasión, preguntaban a san Josemaría: «Soy cirujano y tengo diez hijos. Hace quince años que el espíritu de la Obra es mi guía y mi fuerza. Pero hay días que el deber profesional, me roba el tiempo para todo. ¿Qué puedo hacer para seguir santificándome, y dirigir la casa como Dios quiere?». A lo que el fundador del Opus Dei contestaba: «Pero, tú, ¿qué haces cuando atiendes a los enfermos si no es una labor cuasi sacerdotal? ¡Casi eres un sacerdote, y tienes alma de sacerdote! A la vez que las heridas y las enfermedades del cuerpo, curas las del alma, tan sólo con tu mirada, con tu modo de tratar a los enfermos, con una palabra oportuna, con una sonrisa de afecto (...). De la mañana a la noche y de la nochea la mañana, tú estás con Dios»[8]. Por eso, con la fiesta del patriarca tan cercana, podemos acudir a él para que podamos colaborar con el Señor de la mejor manera a través de nuestro trabajo. «A él dirijamos nuestra oración: (...) Oh, bienaventurado José, muéstrate padre también a nosotros y guíanos en el camino de la vida. Concédenos gracia, misericordia y valentía»[9].
CARTA APOSTÓLICA PATRIS CORDE del SANTO PADRE FRANCISCO
7. Padre en la sombra
El escritor polaco Jan Dobraczyński, en su libro La sombra del Padre[24], noveló la vida de san José. Con la imagen evocadora de la sombra define la figura de José, que para Jesús es la sombra del Padre celestial en la tierra: lo auxilia, lo protege, no se aparta jamás de su lado para seguir sus pasos. Pensemos en aquello que Moisés recuerda a Israel: «En el desierto, donde viste cómo el Señor, tu Dios, te cuidaba como un padre cuida a su hijo durante todo el camino» (Dt 1,31). Así José ejercitó la paternidad durante toda su vida[25].
Nadie nace padre, sino que se hace. Y no se hace sólo por traer un hijo al mundo, sino por hacerse cargo de él responsablemente. Todas las veces que alguien asume la responsabilidad de la vida de otro, en cierto sentido ejercita la paternidad respecto a él.
En la sociedad de nuestro tiempo, los niños a menudo parecen no tener padre. También la Iglesia de hoy en día necesita padres. La amonestación dirigida por san Pablo a los Corintios es siempre oportuna: «Podrán tener diez mil instructores, pero padres no tienen muchos» (1 Co 4,15); y cada sacerdote u obispo debería poder decir como el Apóstol: «Fui yo quien los engendré para Cristo al anunciarles el Evangelio» (ibíd.). Y a los Gálatas les dice: «Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes» (4,19).
Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir. Quizás por esta razón la tradición también le ha puesto a José, junto al apelativo de padre, el de “castísimo”. No es una indicación meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud que expresa lo contrario a poseer. La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús en el centro de su vida.
La felicidad de José no está en la lógica del auto-sacrificio, sino en el don de sí mismo. Nunca se percibe en este hombre la frustración, sino sólo la confianza. Su silencio persistente no contempla quejas, sino gestos concretos de confianza. El mundo necesita padres, rechaza a los amos, es decir: rechaza a los que quieren usar la posesión del otro para llenar su propio vacío; rehúsa a los que confunden autoridad con autoritarismo, servicio con servilismo, confrontación con opresión, caridad con asistencialismo, fuerza con destrucción. Toda vocación verdadera nace del don de sí mismo, que es la maduración del simple sacrificio. También en el sacerdocio y la vida consagrada se requiere este tipo de madurez. Cuando una vocación, ya sea en la vida matrimonial, célibe o virginal, no alcanza la madurez de la entrega de sí misma deteniéndose sólo en la lógica del sacrificio, entonces en lugar de convertirse en signo de la belleza y la alegría del amor corre el riesgo de expresar infelicidad, tristeza y frustración.
La paternidad que rehúsa la tentación de vivir la vida de los hijos está siempre abierta a nuevos espacios. Cada niño lleva siempre consigo un misterio, algo inédito que sólo puede ser revelado con la ayuda de un padre que respete su libertad. Un padre que es consciente de que completa su acción educativa y de que vive plenamente su paternidad sólo cuando se ha hecho “inútil”, cuando ve que el hijo ha logrado ser autónomo y camina solo por los senderos de la vida, cuando se pone en la situación de José, que siempre supo que el Niño no era suyo, sino que simplemente había sido confiado a su cuidado. Después de todo, eso es lo que Jesús sugiere cuando dice: «No llamen “padre” a ninguno de ustedes en la tierra, pues uno solo es su Padre, el del cielo» (Mt 23,9).
Siempre que nos encontremos en la condición de ejercer la paternidad, debemos recordar que nunca es un ejercicio de posesión, sino un “signo” que nos evoca una paternidad superior. En cierto sentido, todos nos encontramos en la condición de José: sombra del único Padre celestial, que «hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45); y sombra que sigue al Hijo.