— La traición de Judas.
— El pecado en la vida del cristiano.
— Necesidad de la oración.
I. Terminada su oración en el Huerto de Getsemaní, se levantó el Señor del suelo y despertó una vez más a sus discípulos, adormilados de cansancio y de tristeza. Levantaos, vamos –les dice–; ya llega el que me va a entregar. Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas, uno de los doce, acompañado de un gran gentío con espadas y palos1.
Se consuma la traición con una muestra de amistad: Se acercó a Jesús y dijo: Salve, Rabí; y le besó2. Nos parece imposible que un hombre que ha conocido tanto a Cristo pueda ser capaz de entregarlo. ¿Qué pasó en el alma de Judas? Porque él estuvo presente en muchos milagros y conoció de cerca la bondad del corazón del Señor para con todos, y se sintió atraído por su palabra y, sobre todo, experimentó la predilección de Jesús llegando a ser uno de los Doce más íntimos. Fue elegido y llamado para ser Apóstol por el mismo Señor. Después de la Ascensión, cuando fue necesario cubrir su vacante, Pedro recordará que era contado entre nosotros, habiendo tenido parte en nuestro ministerio3. También fue enviado a predicar, y vería el fruto copioso de su apostolado; quizá hizo milagros como los demás. Y mantendría diálogos íntimos y personales con el Maestro, como el resto de los Apóstoles. ¿Qué ha pasado en su alma para que ahora traicione al Señor por treinta monedas de plata?
La traición de esta noche debió tener una larga historia. Desde tiempos antes se hallaba ya distante de Cristo, aunque estuviera en su compañía. Permanecía normal en lo externo, pero su ánimo estaba lejos. La ruptura con el Maestro, el resquebrajamiento de su fe y de su vocación, debió producirse poco a poco, cediendo cada vez en cosas más importantes. Hay un momento en que protesta porque le parecen «excesivos» los detalles de cariño que otros tienen con el Señor, y encima su protesta la disfraza de «amor a los pobres». Pero San Juan nos dice la verdadera razón: era ladrón y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella4.
Permitió que su amor al Señor se fuera enfriando, y ya solo quedó un mero seguimiento externo, de cara a los demás. Su vida de entrega amorosa a Dios se convirtió en una farsa; más de una vez consideraría que hubiera sido mejor no haber seguido al Señor.
Ahora ya no se acuerda de los milagros, de las curaciones, de sus momentos felices junto al Maestro, de su amistad con el resto de los Apóstoles. Ahora es un hombre desorientado, descentrado, capaz de cometer culpablemente la locura que acaba de hacer. El acto que ahora se consuma ha sido ya precedido por infidelidades y faltas de lealtad cada vez mayores. Este es el resultado último de un largo proceso interior.
Por contraste, la perseverancia es la fidelidad diaria en lo pequeño; se apoya en la humildad de recomenzar de nuevo cuando por fragilidad hubo algún descamino. «Una casa no se hunde por un impulso momentáneo. Las más de las veces es a causa de un viejo defecto de construcción. En ocasiones es la prolongada desidia de sus moradores lo que motiva la penetración del agua. Al principio se infiltra gota a gota y va insensiblemente carcomiendo el maderaje y pudriendo el armazón. Con el tiempo el pequeño orificio va tomando mayores proporciones, originándose grietas y desplomes considerables. Al final, la lluvia penetra a torrentes»5.
Perseverar en la propia vocación es responder a las sucesivas llamadas que el Señor hace a lo largo de una vida, aunque no falten obstáculos y dificultades y, a veces, errores aislados, cobardías y derrotas.
Mientras contemplamos estas escenas de la Pasión hacemos examen sobre la fidelidad en lo pequeño a la propia vocación. ¿Se insinúa en algún aspecto como una doble vida? ¿Soy fiel a los deberes del propio estado? ¿Cuido el trato sincero con el Señor? ¿Evito el aburguesamiento y el apego a los bienes materiales –a las «treinta monedas de plata»–?
II. «Tampoco perdió el Señor la ocasión para hacer el bien a quien le hacía mal. Después de haber besado sinceramente a Judas, le amonestó, no con la dureza que merecía, sino con la suavidad con que se trata a un enfermo. Le llamó por su nombre, que es señal de amistad... Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? (Lc 22, 48). ¿Con muestras de paz me haces la guerra? Y aún, para moverle más a que reconociera su culpa, le hizo otra pregunta llena de amor: Amigo, ¿a qué has venido? (Mt 26, 50). Amigo, es mayor la injuria que me haces porque has sido amigo, más duele el daño que me haces. Porque si fuera un enemigo el que me maldijera, lo soportaría..., pero tú, amigo mío, mi amigo íntimo, con quien me unía un amigable trato... (Sal 54, 13). Amigo, que lo has sido y lo debías ser; por Mí puedes serlo de nuevo. Yo estoy dispuesto a serlo tuyo. Amigo, aunque tú no me quieres, Yo sí. Amigo, ¿por qué haces esto, a qué has venido?»6.
La traición se consuma en el cristiano por el pecado mortal. Todo pecado, incluso el venial, está relacionado íntima y misteriosamente con la Pasión del Señor. Nuestra vida es afirmación o negación de Cristo. Pero Él está dispuesto a admitirnos siempre en su amistad, aun después de las mayores infamias. Judas rechazó la mano que le tendió el Señor. Su vida, sin Jesús, quedó rota y sin sentido.
Después de entregarle, Judas debió de seguir con profundo desasosiego las incidencias del proceso contra Jesús. ¿En qué acabaría todo aquello? Pronto se enteró de que los príncipes de los sacerdotes habían dictado sentencia de muerte. Quizá nunca esperó una pena de tal gravedad, quizá vio al Maestro maltratado... Lo cierto es que viendo a Jesús sentenciado, arrepentido de lo hecho, restituyó las treinta monedas de plata. Se arrepintió de su locura, pero le faltó ejercitar la virtud de la esperanza –que podría alcanzar el perdón– y la humildad para volver a Cristo. Podía haber sido uno de los doce fundamentos de la Iglesia a pesar de la enormidad de su culpa, si hubiera pedido perdón a Dios.
El Señor nos espera, a pesar de nuestros pecados y fallos, en la oración confiada y en la Confesión. «El que antes de la culpa nos prohibió pecar, una vez aquella cometida, no cesa de esperarnos para concedernos su perdón. Ved que nos llama el mismo a quien despreciamos. Nos separamos de Él, mas Él no se separa de nosotros»7.
Por muy grandes que puedan ser nuestros pecados, el Señor nos espera siempre para perdonar, y cuenta con la flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones. Está siempre dispuesto a volver a llamarnos amigo, a darnos las gracias necesarias para salir adelante, si hay sinceridad de vida y deseos de lucha. Ante el aparente fracaso de muchas tentativas debemos recordar que Dios no pide tanto el éxito, como la humildad de recomenzar sin dejarse llevar por el desaliento y el pesimismo, poniendo en práctica la virtud teologal de la esperanza.
III. Emociona contemplar en esta escena a Jesús pendiente de sus discípulos, cuando era Él quien corría peligro: si me buscáis a mí, dice a quienes acompañaban a Judas, dejad marchar a estos8. El Señor cuida de los suyos.
Entonces apresaron a Jesús y le condujeron a casa del Sumo Sacerdote9. San Juan dice que le ataron10. Y lo harían sin consideración alguna, con violencia. Aquella chusma le va empujando en medio de un vocerío descortés e insultante. Los discípulos, asustados y desconcertados, se olvidan de sus promesas de fidelidad en aquella memorable Cena, y abandonándole, huyeron todos11.
Jesús se queda solo. Los discípulos han ido desapareciendo uno tras otro. «El Señor fue flagelado, y nadie le ayudó; fue afeado con salivas, y nadie le amparó; fue coronado de espinas, y nadie le protegió; fue crucificado, y nadie le desclavó»12. Se encuentra solo ante todos los pecados y bajezas de todos los tiempos. Allí estaban también los nuestros.
Pedro le seguía de lejos13. Y de lejos, como comprendería pronto Pedro después de sus negaciones, no se puede seguir a Jesús. También nosotros lo sabemos. O se sigue al Señor de cerca o se le acaba negando. «Solo nos falta cambiar un pronombre en la breve frase evangélica para descubrir el origen de nuestras propias defecciones: faltas leves o caídas graves, relajamiento pasajero o largos períodos de tibieza, Sequebatur eum a longe: nosotros le seguíamos de lejos (...). La Humanidad sigue a Cristo con desesperante parsimonia, porque hay demasiados cristianos que solo siguen a Jesús de lejos, desde muy lejos»14.
Pero ahora le aseguramos que queremos seguirle de cerca; queremos permanecer con Él, no dejarle solo. También en los momentos y en los ambientes en los que no es popular declararse discípulo suyo. Queremos seguirle de cerca en medio del trabajo y del estudio, cuando vamos por la calle y cuando estamos en el templo, en la familia, en medio de una sana diversión. Pero sabemos que por nosotros mismos nada podemos; con nuestra oración diaria, sí.
Quizá alguno de los discípulos fue en busca de la Santísima Virgen y le contó que se habían llevado a su Hijo. Y Ella, a pesar de su inmenso dolor, les dio paz en aquellas horas amargas. También nosotros hallaremos refugio en ella –Refugium peccatorum–, si a pesar de nuestros buenos deseos nos ha faltado valentía para dar la cara por el Señor cuando Él contaba con nosotros. En Ella encontramos las fuerzas necesarias para permanecer junto al Señor en los momentos difíciles, con afanes de desagravio y de corredención.