Evangelio (Jn 17,1-11a)
Jesús, después de pronunciar estas palabras, elevó sus ojos al cielo y dijo:
—Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique; ya que le diste potestad sobre toda carne, que él dé vida eterna a todos los que Tú le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado. Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera. Ahora, Padre, glorifícame Tú a tu lado con la gloria que tuve junto a Ti antes de que el mundo existiera.
»He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo sino por los que me has dado, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y he sido glorificado en ellos.
»Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y yo voy a Ti.
Comentario
Al dirigirse al Padre, Jesús se refiere a sus discípulos como aquellos que “han guardado” la palabra de Dios (cfr. Juan 17, 6). En efecto, hacía ya tres años que los apóstoles habían empezado a oír las palabras divinas que venían de los labios de Jesús. «Sobre tu palabra echaré las redes» (Lucas 5,5) le dijo un día Pedro a Jesús, y gracias a esa confianza milagrosamente pudo sacar sus redes repletas de peces. Los apóstoles habían sido atraídos hacia el Maestro por la fuerza de su palabra y así se les abrió un mundo nuevo, lleno de esperanza.
Nosotros también queremos ser de esos que guardan la palabra de Dios. Aquellos que no se conforman con una visión superficial del mundo, del hombre y su destino. Cuidamos la palabra cuando meditamos sobre ella en nuestra oración personal y nos preguntamos: ¿qué me quiere decir Jesús con el pasaje de la Misa de hoy? ¿qué me dice con ese comentario que me hizo un amigo y que no me dejó indiferente? ¿qué me sugiere a través de las oportunidades y problemas que encuentro en mi familia?
TEXTO PARA TU RATO DE ORACION
- Buscar la unidad de los cristianos a través de la oración.
- El temor de Dios es un don para los hijos.
- Para aborrecer el pecado y abrirnos a la santidad.
JESÚS, AL FINAL de su oración sacerdotal, pide al Padre por la unidad de sus discípulos: «Guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros» (Jn 17,11). Se trata de una intención que perdura a lo largo de los siglos: que todos los cristianos formemos una unidad.
«La unidad es sobre todo un don, es una gracia para pedir con la oración. Cada uno de nosotros lo necesita. De hecho, nos damos cuenta de que no somos capaces de custodiar la unidad ni siquiera en nosotros mismos. También el apóstol Pablo sentía dentro de sí un conflicto lacerante: querer el bien y estar inclinado al mal (cfr. Rm 7,19). Comprendió así que la raíz de tantas divisiones que hay a nuestro alrededor –entre las personas, en la familia, en la sociedad, entre los pueblos y también entre los creyentes– está dentro de nosotros. El Concilio Vaticano II afirma que “los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre (...). Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad» (Gaudium et spes, 10). Por tanto, la solución a las divisiones no es oponerse a alguien, porque la discordia genera otra discordia. El verdadero remedio empieza por pedir a Dios la paz, la reconciliación, la unidad»[1].
«Precisamente porque la búsqueda de la plena unidad exige confrontar la fe entre creyentes que tienen un único Señor, la oración es la fuente que ilumina la verdad que se ha de acoger enteramente. Asimismo, por medio de la oración, la búsqueda de la unidad, lejos de quedar restringida al ámbito de los especialistas, se extiende a cada bautizado. Todos, independientemente de su misión en la Iglesia y de su formación cultural, pueden contribuir activamente, de forma misteriosa y profunda»[2].
CONTINÚA LA SOLEMNE oración de Jesús a su Padre durante sus últimos momentos antes de la pasión: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo» (Jn 17,17-18). Nos anima, y también nos llena de responsabilidad, que Jesús haya pedido por la santidad de sus discípulos y que la ponga como fundamento para la misión que les asigna. Y no se quedó allí: después de la resurrección, les envió el Espíritu Santo para que los colmara con sus dones y con sus frutos. San Pablo explica a los gálatas que, «como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba, Padre!”. Así que ya no eres esclavo, sino hijo» (Ga 4,6-7). Somos hijos de Dios, llamados a ser santos. En este contexto de filiación divina se comprende la importancia del “temor de Dios”, don del Espíritu Santo anunciado en los salmos: «El temor del Señor es puro y eternamente estable» (19,10), «principio de la sabiduría» (111,10). San Josemaría escribió que el temor de Dios «es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano»[3].
El temor de Dios como abandono confiado en la bondad de un Padre rico en misericordia le brinda nuevas perspectivas a nuestra lucha espiritual. «Nos recuerda cuán pequeños somos ante Dios y ante su amor, y que nuestro bien está en abandonarnos con humildad, con respeto y confianza en sus manos (...). Adquiere en nosotros la forma de la docilidad, del reconocimiento y de la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza. Muchas veces, en efecto, no logramos captar el designio de Dios, y nos damos cuenta de que no somos capaces de asegurarnos por nosotros mismos la felicidad y la vida eterna. Sin embargo, es precisamente en la experiencia de nuestros límites y de nuestra pobreza donde el Espíritu nos conforta y nos hace percibir que la única cosa importante es dejarnos conducir por Jesús a los brazos de su Padre»[4]. El temor de Dios nos hace conscientes de los límites que tenemos como criaturas, de que hay algo grande que podemos desaprovechar. El santo temor de Dios nos da una cierta insatisfacción que nos lleva a estar atentos a ese Dios que sigue pasando a nuestro lado.
«Y POR ELLOS YO ME SANTIFICO a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad» (Jn 17,19). Siguiendo a Jesús, decía san Josemaría: «Hemos de ser santos para santificar»[5]. Con esa conciencia de la prioridad de la gracia, podemos pedir al Espíritu Santo que nos llene de temor de Dios, para ser más humildes y dóciles a sus inspiraciones: «El Espíritu Santo abre los corazones con el don del temor de Dios. Corazón abierto a fin de que el perdón, la misericordia, la bondad, la caricia del Padre vengan a nosotros, porque nosotros somos hijos infinitamente amados. Cuando estamos invadidos por el temor de Dios estamos predispuestos a seguir al Señor con humildad, docilidad y obediencia»[6].
Somos hijos de Dios con la misión de reconciliar al mundo con Dios, de llevarlo a su felicidad plena. El temor de Dios no lleva al apocamiento: «Es un don que hace de nosotros cristianos convencidos, entusiastas, que no permanecen sometidos al Señor por miedo, sino que son movidos y conquistados por su amor»[7]. Otra consecuencia del temor de Dios en el alma es el rechazo de lo que pueda ofender al Padre amado: «No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado»[8].
Podemos acudir a la Virgen Santísima, llena de gracia, para que nos alcance de Dios «el don de temor, que haciéndonos aborrecer todo pecado, imprima en nuestro corazón el espíritu de adoración y una profunda y sincera humildad»[9].
[1] Francisco, Audiencia general, 20-I-2021.
[2] San Juan Pablo II, Ut unum sint, n. 70.
[3] San Josemaría, Camino, n. 435.
[4] Francisco, Audiencia general, 11-VI-2014.
[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 9.
[6] Francisco, Audiencia general, 11-VI-2014.
[7] Ibíd.
[8] San Josemaría, Camino, n. 386.
[9] San Josemaría, Consagración al Espíritu Santo.
Las palabras de Jesús también nos cuidan. Si dejamos que crezcan en nuestro corazón se convierten en un árbol cuya sombra nos ofrece refugio y descanso. Cada uno puede tener un elenco de frases de la Escritura que le gustan especialmente: frases de los Salmos, de los Evangelios, de las cartas de san Pablo, etc. Esas frases nos sirven para hacer nuestra oración personal, recobrar ánimo en medio de las dificultades, pedir luz para juzgar problemas, etc.
Si guardamos las palabras de Jesús podemos permanecer en el mundo sin miedo, porque sabemos que todo fue hecho por Él mismo, el Verbo Divino. Nos damos cuenta de que todo tiene un sentido, y que nuestro camino se dirige hacia «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Romanos 8,21).