Comentario del martes de la 5° semana de Pascua. “La paz os dejo, mi paz os doy”. La fe es fuente de paz. Pero tener fe no es equivalente a pensar que todo es color de rosa, no es un optimismo dulzón: es tomarse en serio las consecuencias de la Cruz del Señor.
Evangelio (Jn 14, 27-31a)
“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: «Me voy y vuelvo a vosotros». Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros, porque viene el príncipe del mundo; contra mí no puede nada, pero el mundo debe conocer que amo al Padre y que obro tal y como me ordenó”.
Comentario
Todos los días, en la Santa Misa, escuchamos estas palabras que el sacerdote le dirige directamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que en ese momento ya se ha hecho presente en la Hostia Consagrada: “Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles, la paz os dejo, mi paz os doy, no tengas en cuenta nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia”.
Esas palabras, con las que estamos tan familiarizados, nos pueden ayudar a profundizar en el sentido de lo que el Señor quiere transmitirle a sus apóstoles, y con ellos, también a nosotros.
Jesús quiere ayudarnos a entender que la fe es una profunda fuente de paz. Pero también quiere dejarnos claro que la fe no es pensar que todo va a salir bien: de hecho, pocas horas después el Señor estará colgado del madero de la Cruz.
Jesús lo que quiere es que confiemos en que Él es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Juan 1, 9). Pero creer en la luz implica asumir la existencia de la oscuridad. Por eso, la fe no es pensar que todo es color de rosa, no es un optimismo dulzón: es tomarse en serio las consecuencias de la Cruz del Señor y no perder de vista que ahí está la respuesta a todas nuestras preguntas y perplejidades.
Por eso, cuando escuchamos esas palabras de la Santa Misa, podemos aprovechar para preguntarnos: ¿cómo es mi fe, esa fe que le pido al Señor que mire en lugar de mis pecados? Afortunadamente, no es una petición individual: le pedimos al Señor que mire la fe de su Iglesia. Y la fe de la Iglesia se nutre fundamentalmente de la Eucaristía, de los sacramentos, de la oración personal y comunitaria.
El Señor se dirigió a los apóstoles con estas palabras: “Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando ocurra creáis”. A nosotros nos pide fe en algo que ya ocurrió, pero que sigue iluminando todas las realidades humanas con la misma fuerza del primer día.
Por eso, cuando nuestra fe flaquee y en consecuencia nos falte la paz, podemos acudir a María, Maestra de fe y Reina de la Paz, para que recordemos que Cristo no nos quiere dar algo que pertenece a este mundo: nos quiere hacer partícipes del amor con el que se aman las Personas de la Santísima Trinidad.
PARA LA ORACION:
- La paz que viene de Dios.
- Un fruto de la Santa Misa.
- La paz, consecuencia de la lucha.
QUIENES CONOCIERON de cerca al beato Álvaro del Portillo cuentan que encarnaba muy bien aquellas palabras de san Josemaría recogidas en Forja: «Característica evidente de un hombre de Dios, de una mujer de Dios, es la paz en su alma: tiene “la paz” y da “la paz” a las personas que trata»[1]. Se trata de un deseo de todos los corazones: alcanzar la paz, no vivir en la incertidumbre, estar convencido de que no hay tristezas que no tengan consuelo. Sin embargo, no es fácil hacerlo: siempre hay asuntos que no funcionan, limitaciones con las que hemos de convivir, sucesos que parecen irremediables… Para tener una paz duradera y darla a los demás cuentan nuestros esfuerzos, pero lo más importante es encontrar en Dios su fuente inagotable.
«La paz que nos ofrece el mundo es una paz sin tribulaciones; nos ofrece una paz artificial, una paz que se reduce a tranquilidad. Es una paz que solo mira las propias cosas, las propias seguridades, a que no falte nada (...). Una tranquilidad que nos hace cerrados, que no ve más allá. El mundo nos enseña la senda de la paz con anestesia; nos anestesia para no ver otra realidad de la vida: la cruz. Por eso san Pablo dice que se debe entrar en el Reino del cielo pasando por muchas tribulaciones. Pero, ¿se puede tener paz en la tribulación? Por parte nuestra, no (...). Las tribulaciones existen: un dolor, una enfermedad, una muerte… La paz que da Jesús es un regalo: es un don del Espíritu Santo»[2].
En el trato con el Señor es donde encontramos la seguridad del alma que necesitamos para nosotros y para los demás. Solo él tiene la clave. Todos los sueños de felicidad se colman en Cristo. También nosotros anhelamos esa paz que se difunde naturalmente porque transmite el modo más real de ver las cosas: con la mirada de Dios.
NOS REMUEVEN LAS palabras que el Señor dirige a los apóstoles en la Última Cena y que recoge el evangelio de este día: «La paz os dejo, mi paz os doy; no la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27). ¿Qué inquietudes nos hacen perder la calma? ¿Qué provoca que nuestro corazón tiemble o flaquee? Solo en el Señor hallaremos reposo, la paz real de saber que el único descanso es ponerse en manos de Dios. «Fomenta, en tu alma y en tu corazón, en tu inteligencia y en tu querer –decía san Josemaría–, el espíritu de confianza y de abandono en la amorosa voluntad del Padre celestial... —De ahí nace la paz interior que ansías»[3].
En cada Santa Misa vivimos esa comunicación de la paz que solo Dios concede. Justo antes de recibir la comunión, tras el Padrenuestro, el sacerdote abre los brazos a toda la humanidad y dice: «La paz del Señor esté con vosotros». La más profunda serenidad de espíritu brota del altar. Todo el bien de la Iglesia, de cada cristiano, de cada hombre, nace de Jesucristo, del Santo Sacrificio del Calvario. Un cristiano que viva unido a la Misa, «que viva unido al Corazón de Jesús, no puede tener otras metas: la paz en la sociedad, la paz en la Iglesia, la paz en la propia alma, la paz de Dios que se consumará cuando venga a nosotros su reino»[4].
Escribía san Josemaría: «Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción, declaró Dios por boca del profeta Jeremías. La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en él se nos manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría»[5].
SANTO TOMÁS de Aquino explica, tomando la lista que ofrece san Pablo sobre los dones y los frutos del Espíritu Santo, que quien «vive en caridad permanece en Dios y Dios en él. De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo. Mas la perfección del gozo es la paz»[6]. Y, a la vez, esta implica que «no seamos perturbados por las cosas exteriores y que nuestros deseos descansen en una sola cosa. Por eso, después de la caridad y del gozo se pone, en tercer lugar, la paz»[7] que nos facilita poner en primer lugar al Señor y apartarnos de lo que nos aparta de él. En la vida interior, la iniciativa depende de él y de su gracia. Al mismo tiempo, con su ayuda, podemos fortalecer nuestra correspondencia, nuestra lucha personal: «Me escribes y copio: “Mi gozo y mi paz. Nunca podré tener verdadera alegría si no tengo paz. ¿Y qué es la paz? La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz”»[8].
San Josemaría enseñaba que la paz es consecuencia de la guerra, pero no de una guerra cualquiera, sino principalmente de la que se mantiene con uno mismo: desechando el egoísmo, trabajando los propios deseos para que sean más parecidos a los de Jesús, concentrando nuestras fuerzas en extender el bien, etc. En definitiva, luchar para llevar a cabo lo que agrada a Dios, ganando espacio a lo que nos aparta de él. Para tener paz y para darla, en cierto sentido, hay que conquistarla poco a poco. Podría decirse que cuando uno está en guerra con el mundo, no está en paz consigo mismo. «Siempre están los hombres haciendo paces, y siempre andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por dentro, de acudir al auxilio de Dios, para que él venza, y conseguir así la paz en el propio yo, en el propio hogar, en la sociedad y en el mundo»[9].
La Santísima Virgen es Reina de la Paz porque vivió pendiente del Señor, a pesar de los sufrimientos y los avatares desconcertantes de su vida. A ella le pedimos que nos dé tranquilidad y serenidad cuando en nuestra vida se levantan las dificultades personales, familiares y sociales.
[1] San Josemaría, Forja, n. 649.
[2] Francisco, Homilía, 16-V-2017.
[3] San Josemaría, Surco, n. 850.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 170.
[5] Ibíd., n. 165.
[6] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica I-II, q. 70, a 3.
[7] Ibíd.
[8]San Josemaría, Camino, n. 308.
[9]San Josemaría, Forja, n. 102.