"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

5 de mayo de 2021

Vida cristiana

 


Evangelio (Jn 15, 1-18)

“Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos, y se seca; luego los recogen, los arrojan al fuego y arden. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”.


Comentario

Comencemos por el final: “en esto es glorificado mi Padre: en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”.

La gloria de todo un Dios, Omnipotente, Omnisciente, Eterno, es que unas pobres criaturas den fruto. Suena descabellado, pero lo dijo Dios mismo.

Esto es así porque Dios es Padre. Es más: de Él procede toda paternidad (cfr. Efesios 3, 15).

No olvidemos nunca que la paternidad de Dios no es una metáfora que utilizamos para explicar su forma de actuar, acudiendo a una palabra humana que nos evoca ternura y protección. Es exactamente al revés: la paternidad es una palabra divina que nosotros hemos decidido utilizar para denominar también a nuestros progenitores.

De ese modo, entendemos que la gloria del Padre es que demos mucho fruto: para un padre no hay mayor anhelo ni mayor orgullo que la fecundidad de sus hijos. Verlos crecer, cumplir sus sueños, acometer proyectos, dejar una huella. A los padres y madres se les llena el pecho y la boca de orgullo cuando hablan de los logros de sus hijos.

Pues nuevamente hemos de decir que eso no es más que una imagen de lo que le sucede a Dios: utilizando nuestro pobre lenguaje humano, podemos afirmar que el Padre Eterno tiene el pecho henchido de regocijo cada vez que piensa en nosotros. Es el labrador que se empeña por todos los medios para ver fructificar su campo: “¿Qué más se puede hacer por mi viña, que no haya hecho yo?” (Isaías 5, 4).

Pero dar fruto tiene una condición ineludible: reconocer en Cristo a la vid y estar unidos a Él. Que nuestros pensamientos, que nuestros anhelos, que nuestros miedos, que toda nuestra vida pasen por su Corazón. Que no haya ni un acierto ni un fallo que no pasemos por el crisol de su Amor. Que no haya en nuestra intención ni el más mínimo atisbo de vanagloria. Que Jesús, Alfa y Omega, no solo sea el fin de nuestras acciones, sino también el principio.

¿Cómo vivir así? La respuesta es clara: con la intervención del Espíritu Santo. Su misión es moldear en nosotros la imagen de Cristo, que es el Hijo Amado en quien se regocija plenamente el Padre. Ese es el sentido de nuestra vida: que Dios Padre, al mirarnos, vea a Jesús. Pero eso requiere saber que a todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto. Ser discípulo de Cristo implica compartir su destino: en nuestro caso, abrazando la Cruz en las modestas ocasiones que nos ofrece la vida ordinaria.

TEXTO PARA LA ORACION

- Permanecer cerca de Jesús con la oración.

- Su palabra nos transforma.

- Los frutos de estar unidos a la vid.


DURANTE ESTOS días, entre Pascua y Pentecostés, la liturgia nos presenta muchas palabras que, en su momento, los apóstoles no comprendieron en toda su profundidad, ya que aún no había sido enviado el Paráclito. Nos adentramos, por ejemplo, en la comparación de la vid y los sarmientos: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn 15,4).


«Jesús es la vid y a través de él, como la savia en el árbol, pasa a los sarmientos el amor mismo de Dios, el Espíritu Santo (...). Los sarmientos no son autosuficientes, sino que dependen totalmente de la vid, en donde encuentran la fuente de su vida. Así es para nosotros cristianos: insertados con el Bautismo en Cristo, hemos recibido gratuitamente el don de la vida nueva, y podemos permanecer en comunión vital con Cristo. Es necesario mantenerse fieles al Bautismo, y crecer en la amistad con el Señor mediante la oración diaria, la escucha y la docilidad a su Palabra, la participación en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y Reconciliación»[1].


La oración mental, que busca salir del anonimato para construir una relación íntima y personal con Jesús, es imprescindible para alimentarnos de la vid. Cuánto necesitamos esos minutos de silencio, de soledad, de mirar sin prisas a Jesús ya sea en el Sagrario o en el fondo del corazón, en el lugar en el que nos encontremos. «Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con él nos identifiquemos (…). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo»[2].


«VOSOTROS YA estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15,4). El diálogo personal con Cristo le permite entrar en nuestras circunstancias concretas e iluminar nuestro mundo. «A través de la oración, la Palabra de Dios viene a vivir en nosotros y nosotros vivimos en ella. La Palabra inspira buenos propósitos y sostiene la acción; nos da fuerza, nos da serenidad, y también cuando nos pone en crisis nos da paz. En los días “torcidos” y confusos, asegura al corazón un núcleo de confianza y de amor que lo protege de los ataques del maligno»[3].


Necesitamos que las palabras del Señor nos consuelen, que enciendan en nosotros la convicción de que somos sus sarmientos. Nos ayuda tanto que, en medio de las dificultades, su presencia pueda llenar de seguridad nuestra alma. Y queremos también compartir con Jesús las buenas noticias, elevando la mirada al cielo con una actitud agradecida. «Las dificultades, las contrariedades –decía san Josemaría– desaparecen, en cuanto nos acercamos a Dios en la oración. Vayamos a hablar humilde y francamente con Jesús, teniendo en cuenta que el que trata con sencillez, va confiado, y enseguida se hará la luz, vendrán la paz y la serenidad y la alegría»[4].


«La Palabra de Dios, impregnada del Espíritu Santo, cuando es acogida con un corazón abierto, no deja las cosas como antes, siempre cambia algo. Y esta es la gracia y la fuerza de la Palabra de Dios”[5]. Guardar las palabras de Cristo significa conservarlas en el corazón, hacerlas propias y abrirse para que transformen poco a poco nuestra existencia. En definitiva, nos van podando para generar nueva vida, como dice el Señor: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador (...). Todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1-2).


EL SEÑOR continúa su discurso. Desea que guardemos sus palabras, quiere que de nuestra unión con él surjan tantos frutos. «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos» (Jn 15,7-8). «Permaneciendo unidos a Cristo –dice san Agustín–, ¿qué otra cosa pueden querer sino lo que es conforme a Cristo? (…). Permaneciendo en él y reteniendo en nosotros sus palabras, pediremos cuanto queramos, y todo nos será concedido. Porque si no obtenemos lo que pedimos, es porque no pedimos lo que permanece en él ni lo que se encierra en sus palabras»[6].


Quien permanece unido a la vid, quien pide con seguridad, quien sueña con guardar en el alma cada gesto del Salvador, se transforma en una persona de la que mana la vida de Dios.En la vida interior las cosechas “suceden” de otro modo al natural, porque se miden por el amor. La fe nos lleva más allá de donde hubiéramos pensado, nos lleva a vivir vida divina. ¿Qué mayor fruto podemos desear? Si Dios quiere, quizá veamos que sucede lo mismo en otras personas, en nuevos sarmientos, cuando él quiera. Decía san Josemaría: «Habéis de ser –os repito– colirio y fortaleza para los demás, habéis de tener conciencia de que el Señor ha dicho: sine me, nihil potestis facere –sin mí no podéis hacer nada–. Pero, con él, somos omnipotentes y decimos con el apóstol: omnia possum in eo qui me confortat –todo lo puedo en aquel que me conforta–»[7].


En realidad, todos «los frutos de esta unión profunda con Jesús son maravillosos: toda nuestra persona es transformada por la gracia del Espíritu: alma, inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque somos unidad de espíritu y cuerpo. Recibimos un nuevo modo de ser, la vida de Cristo se convierte también en la nuestra: podemos pensar como él, actuar como él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús. Como consecuencia, podemos amar a nuestros hermanos, comenzando por los más pobres y los que sufren, como hizo él, y amarlos con su corazón y llevar así al mundo frutos de bondad, de caridad y de paz»[8]. Como santa María, que conservaba las palabras del Señor en su corazón, deseamos que permanezcan también en el nuestro.


[1] Francisco, Regina Coeli, 3-V-2015.


[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 299.


[3] Francisco, Audiencia general, 27-I-2021.


[4] San Josemaría, Cartas 2, 54b.


[5] Ibíd.


[6] San Agustín, Comentario al Evangelio de san Juan, 81, 4.


[7] San Josemaría, Cartas 27, n. 17.


[8] Francisco, Regina Coeli, 3-V-2015.