"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

23 de mayo de 2021

PENTECOSTES

 


Evangelio (Jn. 20, 19-23)


Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».


Comentario


Ha llegado Pentecostés: la fiesta por excelencia del Espíritu Santo. Hoy, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, la Persona Divina que lleva a cabo su tarea santificadora de manera silenciosa y discreta, irrumpe con toda la fuerza de su poder para recordarnos que es Él el que hace la Iglesia.


La escena que nos presenta el evangelio de san Juan no deja de ser paradójica. Nos encontramos en el anochecer del Domingo de Resurrección. Por las narraciones de los cuatro evangelistas, sabemos que aquel día fue frenético: idas y venidas desde el sepulcro, personas que aseguran haber visto al Señor, los de Emaús que van desolados y vuelven jubilosos, llantos, abrazos, estupor. Y, sobre todo, alegría, mucha alegría. Los testimonios —La Magdalena, Pedro, Cleofás— son suficientes para que los discípulos incrédulos al menos duden de su incredulidad.


Y, sin embargo, a esas personas las encontramos ahora encerradas por miedo.


La historia de la humanidad ha cambiado para siempre: Cristo ha resucitado. No obstante, el cambio que se había de operar en los apóstoles estaba por hacerse: todavía conservaban los rezagos de ese temor que los hizo abandonarlo en el Calvario. Tiemblan ante la idea de correr la misma suerte.


Así, mientras en los corazones de los que ama se entremezclan esos sentimientos, Jesús Resucitado se aparece en medio de ellos.


Para nuestra vida cristiana, es muy importante que nos fijemos con atención en los gestos del Señor. En particular, esta escena es clave para comprender cómo responde Dios frente a nuestros miedos, que muchas veces son el obstáculo que nos impide corresponder a su gracia.


Jesús hace cuatro cosas: les da la paz, les pide que levanten la mirada para que contemplen sus llagas, les da la misión, y con ella, la posibilidad de perdonar los pecados.


Es maravilloso ver cómo el Señor responde frente al temor: con una vocación. La llamada de Dios, que incluye siempre el sentido de misión, es en sí misma la respuesta a nuestras propias debilidades y cobardías.


Jesús no espera que sus apóstoles se conviertan en hombres valientes para después enviarlos. Los envía justamente cuando están asustados: porque su paz y su fuerza no vendrán de las cualidades humanas o de las circunstancias favorables. Vendrán del Espíritu Santo que reciben en ese momento.


La Iglesia se hizo, se hace y se hará por la acción del Paráclito. Nuestra tarea no es otra que dejarnos guiar por Él. Por eso no caben ni las inhibiciones ni la vanagloria.


A partir de entonces, la vida de los apóstoles se resumirá en proclamar por todos los sitios que Jesús es el Señor. Pero como dice san Pablo en la segunda lectura, para poder afirmar eso necesitamos al Espíritu Santo (1 Corintios 12, 3). No podemos dar un solo paso en la vida espiritual, ni siquiera el más sencillo, sin la asistencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Por eso decimos en la secuencia previa a la proclamación del Evangelio en la Misa de hoy: Mira el vacío del hombre, si Tú le faltas por dentro.


Esta Solemnidad es una ocasión estupenda para pedir con fe una renovación de nuestra vida espiritual y para interceder por los cristianos del mundo entero. Al convocar el Concilio Vaticano II, Juan XXIII pedía oraciones para lo que él llamó “un nuevo Pentecostés” en la Iglesia. Esa expresión, nuevo Pentecostés, podría servirnos como un anhelo que diariamente marque el paso de nuestro trato con el Espíritu Santo.


Para eso, podemos acudir a María, protagonista indispensable de lo que celebramos hoy, para que de Ella aprendamos a decir hágase a cada moción del Espíritu Santo. La Virgen también se turbó frente a la presencia y el anuncio del Ángel (cfr. Lucas 1, 29). Sin embargo, no fundamentó su respuesta en la inquietud que sentía: la fundamentó en la seguridad de que era Dios quien la llamaba.


Así se hace la Iglesia, así se han portado los santos, y así espera el Espíritu Santo que vivamos nosotros. Solos no podemos, pero con Él sí.

TEXTO PARA HACER TU RATO DE ORACIÓN:

- El Espíritu Santo da inicio a nuestra misión y la impulsa.

- Con el Paráclito se nos da el perdón.


- La vida y la fuerza de Dios se nos dan en el Espíritu Santo.


EN LA FIESTA de Pentecostés se podría decir que termina la misión de Jesús en la tierra y comienza la nuestra, alentados, impulsados y sostenidos por su mismo Espíritu. Recibimos su misma misión, la que el Padre ha encomendado a su Hijo. «La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo» (Jn 20,21). Nos llenamos de agradecimiento por semejante don y deseamos que el fuego que ardía en el corazón de Jesucristo no se extinga, sino que provoque en nosotros el incendio que él ha soñado y querido. Esas pequeñas llamas que han aparecido en las cabezas de los apóstoles, y en nuestras almas, queremos que se propaguen hasta el último rincón de la tierra. Nos ilusiona ser cooperadores de los planes divinos para llenar el mundo del calor que el Salvador vino a regalarnos.


Para esa misión no estamos solos, contamos con una ayuda insuperable. Jesús nos lo había prometido diciendo que no nos dejaría huérfanos y lo ha cumplido (Jn 14,18). «El Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador»[1].


Puede ser que algunas veces sintamos esa orfandad, pero no queremos que nos paralice, sabemos que es parte de la cizaña que el diablo intenta sembrar entre el trigo bueno del amor al que somos llamados. Sentirla y percibirla no significa pactar con ella, sino que puede ser precisamente el estímulo para volver a considerar, con la ayuda del Espíritu Santo, que somos hijos muy queridos. Con san Josemaría queremos introducirnos en esta fuente interminable de gracia: «La gloria, para mí, es el amor, es Jesús, y, con él, el Padre –mi Padre– y el Espíritu Santo –mi Santificador–»[2]. En esa intimidad acompañada de la Trinidad tienen cabida y solución nuestros temores y angustias.


LA PRIMERA vez que echamos a andar solos, quizá desde los brazos de nuestro padre a los de nuestra madre, no sabíamos cómo acabaría todo, ni lo habíamos hecho nunca antes. Tenerlos cerca, delante y detrás, era suficiente. Cuando recibimos el abrazo de ambos como premio a nuestra hazaña, nos dimos cuenta de que arriesgarse era maravilloso. Podemos pedir que el Espíritu sea capaz de inflamar nuestra voluntad para que, de una manera similar, vibremos con los deseos divinos de sembrar el mundo de paz y de alegría. La oración es el lugar privilegiado para escuchar su voz y hacerle caso lanzándonos a esa andadura divina. La oración «es un don que recibimos gratuitamente; es diálogo con él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbà (cf. Rm 8,15; Gal 4,6); y esto no es solo un “modo de decir”, sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. “Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm 8,14)»[3].


A veces podemos tener la tentación, tal vez inconsciente, de vivir como si Dios se alejara de nosotros por nuestros pecados o nuestras traiciones. Sin embargo, él nos sorprende una y mil veces con su reacción ante nuestra fragilidad. «Jesús Resucitado, en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón. El Espíritu es el primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados. Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón. Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia»[4].


EL ESPÍRITU Santo quiere llenarnos de fuerza para que podamos disfrutar de la misión que nos encomienda. San Josemaría nos muestra lo dañino que puede ser no tener los cimientos sólidos de esta gracia divina: «El ataque a la fe tira el edificio espiritual. Desconcierta la tentación contra la esperanza. Pero esa malvada seguridad de que Dios no me ama y que no le amo es la que aniquila y, aun fisiológicamente, deja vacío el corazón»[5].


Afortunadamente, la solución está al alcance de todos: «En este día, aprendemos qué hacer cuando necesitamos un cambio verdadero. ¿Quién de nosotros no lo necesita? Sobre todo cuando estamos hundidos, cuando estamos cansados por el peso de la vida, cuando nuestras debilidades nos oprimen, cuando avanzar es difícil y amar parece imposible. Entonces necesitamos un fuerte “reconstituyente”: es él, la fuerza de Dios; es él que, como profesamos en el “Credo”, “da la vida”. Qué bien nos vendrá asumir cada día este reconstituyente de vida. Decir, cuando despertamos: “Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, ven a mi jornada”»[6].


Santa Teresita de Lisieux relataba el día de su Confirmación: «¡Qué gozo sentía en el alma! Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la visita del Espíritu Santo... (...). Por fin, llegó el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb»[7]. Nosotros también queremos tener el oído atento para que el Consolador nos cuente las maravillas a las que nos llama y para las que hemos sido creados.


«“No os dejaré huérfanos”. Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz»[8].


[1] Benedicto XVI, Homilía, 31-V-2009.


[2] San Josemaría, Apuntes íntimos, nn. 1653-1655.


[3] Francisco, Homilía, 8-VI-2014.


[4] Francisco, Homilía, 4-VI-2017.


[5] San Josemaría, Glosa marginal al Decenario al Espíritu Santo, de Francisca Javiera del Valle.


[6] Francisco, Homilía, 20-V-2018.


[7] Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, cap. IV, 36.


[8] Francisco, Homilía, 15-V-2016.