"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

2 de junio de 2021

Alma sacerdotal, Alma de Cristo

 


Evangelio (Mc 12,18-27)


Después se le acercan unos saduceos —que niegan la resurrección— y comenzaron a preguntarle:


—Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si muere el hermano de alguien y deja mujer pero no deja hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia a su hermano. Eran siete hermanos. El primero tomó mujer y murió sin dejar descendencia. Lo mismo el segundo: la tomó por mujer y murió sin dejar descendencia. De igual manera el tercero. Los siete no dejaron descendencia. Después de todos murió también la mujer. En la resurrección, cuando resuciten, ¿de cuál de ellos será esposa?, porque los siete la tuvieron por esposa.


Y Jesús les contestó:


—¿No estáis equivocados precisamente por no entender las Escrituras ni el poder de Dios? Cuando resuciten de entre los muertos, no se casarán ni ellas ni ellos, sino que serán como los ángeles en el cielo. Y sobre que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, cómo le habló Dios diciendo: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es Dios de muertos, sino de vivos. Estáis muy equivocados.

Comentario


Es razonable un sano preguntarse por la vida tras la resurrección. Nos resulta tan misteriosa que el camino más normal para explicárnosla es aplicarle algo de lo que vivimos aquí y ahora. Sin embargo, el mismo Pablo nos recuerda: “ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman” (1Co 2,9). El Apóstol dice haber sido arrebatado al paraíso y haber oído palabras inefables “que al hombre no es lícito pronunciar” (2Co 12,4). Pero, ¿qué puede entender de las cosas de Dios una persona “carnal”, esto es, una persona que no es aún “espiritual”, que no se deja instruir por el Espíritu? (cfr. 1Co 3,1-3).


Todo lo que aquí experimentamos y vivimos nos dice algo de la vida gloriosa. Y, sin embargo, esa novedad que nos aguarda –“mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5)–, esa gloria, supera por completo nuestra comprensión: “estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros” (Rm 8,18). ¿Qué podríamos decir sobre el “hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13)? Y, sin embargo, ¡qué fácil resulta hacer mezquino lo más grande, hablar con trivialidad de lo más excelso!


Las saduceos plantean a Jesús una cuestión que, en su opinión, reduce a lo absurdo la creencia en la resurrección. Para ello, se basan en la Ley mosaica (cfr. Dt 25,5-6; Gn 38,8). Y Jesús les responde usando la misma Ley para decirles que no la han entendido (cfr. Ex 3,6). Para quien no quiere creer, los textos no son ningún obstáculo, porque siempre se pueden retorcer para hacerles decir lo que uno quiere, obviando otros. El pasaje de hoy trae a la memoria estas palabras: “Pero sus inteligencias se embotaron. En efecto, hasta el día de hoy perdura en la lectura del Antiguo Testamento ese mismo velo, sin haberse descorrido, porque solo en Cristo desaparece” (2Co 3,14). Mirar a Cristo, abrirse a él por la fe, nos transforma. En Cristo vemos la sabiduría y el poder del Dios vivo y de la vida. Sólo su Espíritu es capaz de abrir nuestro corazón y nuestro entendimiento. ¡Qué importante es tratarle para poder abrirnos a los misterios de Dios y vivir de ellos!

TEXTO PARA HACER UN RATO DE ORACIÓN

Cada mañana, al comenzar la jornada, podemos decir al Señor que queremos que el nuevo día sea también para él, le ofrecemos nuestra vida, nuestro corazón, nuestro trabajo... Esta oferta es posible porque cada cristiano tiene un alma sacerdotal.

Entre las preguntas del catecismo que en algunos lugares servía para preparar a los niños a la Primera Comunión, figuraba la siguiente: ¿para qué ha creado Dios a los hombres? La respuesta era sencilla y fácil de memorizar: «Dios ha creado a los hombres para que le amemos y obedezcamos en la tierra y seamos felices con Él en el cielo».


Ahí está dicho lo esencial de nuestro destino en la tierra. El Compendio del actual Catecismo de la Iglesia Católica explicita, sin embargo, un aspecto importante: «el hombre ha sido creado para conocer, servir y amar a Dios, para ofrecerle en este mundo toda la creación en acción de gracias, y para ser elevado a la vida con Dios en el cielo» (1).


Pertenece, en efecto, al sentido general de la creación del hombre, de su llamada a la existencia, el dirigir a Dios su actividad en el mundo y ofrecerle toda la creación en acción de gracias. En cierta manera, puesto que Dios lo ha asociado a su obra creadora, toda actividad humana debe tender a cooperar y reflejar la bondad y la belleza de la acción de Dios. «Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como creador de todo» (2).


Pero, tras el pecado original, esa tarea de colaboración en el diseño divino encontró un obstáculo insuperable: la falta de rectitud del corazón del hombre. Como narra la Biblia, más que cooperar con Dios en la construcción del cosmos, le estábamos comunicando nuestro propio desorden, estábamos construyendo un mundo egoísta. Entonces, por su gran misericordia, Dios nos envió a su Hijo para introducir de nuevo en la creación la rectitud de vida, la justicia del corazón, las palabras y acciones que le agradaran de verdad. Y a esa obra de Redención, prevista por Dios eternamente, fuimos asociados los cristianos. El sacrificio y la gracia de Cristo nos devolvieron a Dios e hicieron posible que nuestras obras pudieran colaborar en la salvación de las criaturas.


El espíritu del Opus Dei subraya esa llamada a cooperar con Cristo en la obra creadora y redentora. Propone además un camino específico: realizar con perfección lo cotidiano, el trabajo ordinario, la vida familiar, las relaciones sociales. Ofrecer a Dios lo de cada día, la vida corriente, hasta llegar a reconocer Su presencia en mil detalles pequeños.


Y esto exige una profunda disposición interior: el deseo sobrenatural de servir a Dios en lo que hacemos, de llevarle las personas que tratamos, de glorificarle y, para eso, de librarnos de las miserias que tienen su raíz en el pecado. Es como un poso en el alma que la acción del Espíritu Santo va dejando poco a poco, contando con nuestra correspondencia; un modo de ser que procede de Cristo y nos liga a su Sacerdocio.


El alma sacerdotal es propia de todos los cristianos, pues por el Bautismo hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia (...), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios (3). Por eso, cada mañana, al comenzar la jornada, decimos al Señor que queremos que el nuevo día sea también para Él, le ofrecemos nuestra vida, nuestro corazón, nuestro trabajo, todo nuestro ser.


ASENTADA EN LA GRACIA


Podemos agradar a Dios y hacer que nuestras obras reflejen la caridad y la bondad divinas no en virtud de nuestros méritos, sino por la gracia de Cristo que nos hace justos por dentro. Porque, como dice San Pablo, el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (4).


Por eso, el alma sacerdotal nace desde arriba (5), desde nuestra condición de hijos de Dios: despliega en el cristiano la vida de Cristo, sacerdote eterno. Actuar con alma sacerdotal requerirá vencerse frecuentemente, y sobrepasar los límites de dedicación y esfuerzo que parecen razonables; exigirá ignorar o resolver dificultades originadas por el propio carácter o por las circunstancias, porque vemos que algo conviene para la gloria de Dios o el bien de nuestro prójimo; requerirá sacar el tiempo necesario para obrar el bien, o superar el miedo de no ser capaz de realizarlo.


En estas cosas hemos de ejercitarnos cotidianamente, buscando obtener pequeños logros, ampliando la generosidad en algún detalle, evitando desánimos al comprobar que no pudimos o no quisimos; es así como podemos cimentar nuestra vida interior cada vez más profundamente. Nuestra generosidad y correspondencia nunca nos parecerán suficientes si miramos hacia adelante, hacia esa meta que está siempre más allá: si nos miramos en el espejo de la vida de Jesús.


El alma sacerdotal de Cristo queda bien reflejada en la breve afirmación sobre el sentido de su venida: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos (6). Es como si en esas palabras Jesús hubiera querido manifestar la propia disponibilidad a rebasar todo límite con el fin de librar a muchos del pecado y de darles la vida, para que el Padre sea glorificado con la salvación de esas personas.


En esta tierra, fuera de Jesús, sólo de la Virgen tenemos la certeza de que fue capaz de no decir nunca basta, guiada por su deseo de ser en toda circunstancia la sierva del Señor. Ella acompañó a Jesús crucificado más que ninguna otra persona, y el Señor la asoció a su Sacerdocio de un modo especialísimo y superior al de los demás hombres.


Santa María pudo ejercitar el alma sacerdotal con esa perfección por su particular plenitud de gracia del Espíritu Santo. No podemos, por eso, contemplar su ejemplo simplemente con ojos humanos: se inundaría nuestra imaginación con la dificultad que tanta renuncia y sacrificio suponen; juzgaríamos que ese camino es imposible para nosotros, y nos conformaríamos con buscar, consciente o inconscientemente, sendas más cómodas.


La liturgia de la Iglesia dice del Espíritu Santo -que se nos ha dado- que es «Padre de los pobres, Dador de los dones, Luz de los corazones» (7). Si somos fieles y confiamos en Él, obtendremos también todos sus dones: «el premio de la virtud, la realidad de la salvación, el gozo perenne» (8). Y de esa manera, nos llenarán de alegría todas las ocasiones de ejercitar el alma sacerdotal. Precisamente cuando cueste, sentiremos inexplicablemente una alegría mayor, que procede de dentro, de esa fuente de agua que salta hasta la vida eterna (9).


Communicatio Christi


Tened entre vosotros, dice San Pablo, los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (10). El Evangelio nos deja ver con frecuencia muchos de los deseos y modos de pensar del Señor. Se nota que el primer lugar de su alma es siempre para Dios Padre: le consume el deseo de hacer lo que el Padre le pide, le devora el celo por la Casa de Dios… Un celo que se manifestó, ya siendo adolescente, cuando sintió en el Templo la imperiosa necesidad de ocuparse de las cosas de su Padre. Años más tarde, declararía que esa Voluntad era la sustancia de la que vivía, su alimento, y que sentía verdaderas ansias de ver cumplido el plan divino (11).


Empujado por este afán, Jesús Señor Nuestro deseaba profundamente la conversión de los hombres, que se abrieran al amor de Dios, a la caridad los unos con los otros. Podía descubrir en los corazones esa sed de felicidad, aherrojada muchas veces por las cadenas del pecado: Zaqueo, la samaritana, la adúltera, son testigos elocuentes.


Las necesidades humanas, la indigencia y el dolor movían profundamente su Corazón amabilísimo. La resurrección de su amigo Lázaro, de la hija de Jairo –uno de los jefes de la sinagoga–, del hijo de la viuda de Naín; la miseria de aquellos leprosos, del ciego de nacimiento, de la hemorroisa enferma y arruinada.


Apreciaba Cristo la pureza del corazón de los niños, la humildad de la cananea, la nobleza de sus discípulos. Sentía profundamente la amistad de los suyos, la alegría de verlos crecer en la fe y de compartir sus afanes. Vosotros sois, les decía, los que habéis permanecido junto a mí en mis tribulaciones… (12). Le dolería hondamente la traición de Judas, la apostasía de los que le abandonarían, la cerrazón de sus enemigos. Lloró Jesús ante el duro destino que aguardaba a Jerusalén.


Nos hemos asomado al alma de Cristo porque en ella encontramos las principales manifestaciones del alma sacerdotal que todo cristiano ha de poseer, participación de aquella voluntad de Redención que llevó a Jesús a morir por nosotros en la Cruz. El alma sacerdotal lleva a cumplir en todo momento la Voluntad divina, ofreciéndose a Dios Padre, en unión con Cristo, gracias a la acción del Espíritu Santo; es tener sentimientos que dispensa en nuestro corazón el Espíritu Santo, que es, como decía San Ireneo, communicatio Christi, comunicación de Jesús y por eso transmisión de su intimidad, de sus pensamientos y afanes, que se hacen cada vez más nuestros. «En la Iglesia se ha asentado el Espíritu Santo, es decir, la comunicación de Cristo» (13).


En la oración, fomentamos nuestros deseos de que así sea. Con frecuencia, nos ayudará a esto la lectura del Evangelio, poniendo empeño por situarnos en aquellas escenas y fijarnos en Jesús, en lo que Él nos quiere comunicar, en lo que lleva en su corazón. Y eso, aunque tal vez tengamos que comenzar diciéndole que estamos faltos de ideas o fríos, o insensibles…, o rogándole que nos conceda al menos aquellos deseos de tener deseos de santidad, que San Josemaría incitaba a pedir. Si lo hacemos con humildad, seguros de que estamos solicitando lo mejor, el Señor tendrá compasión de nuestra pobreza, premiará nuestra fe y obrará en nosotros el milagro: su poder divino, que transformó la vida de los personajes que desfilan por el Evangelio, imprimirá en nuestra alma sus mismos sentimientos redentores.


Y así, mirando el mundo, las personas, la vida nuestra con esos ojos que nos presta Cristo, le pediremos humildemente que nos ayude a acertar, a hacer lo que a Él le agrada, a servirle en las tareas que nos ocupan, a llevarle las personas que nos rodean sin miedo a gastarnos.


En los momentos de oración –y siempre en nuestra vida– volvemos nuestros ojos a María, Madre nuestra, y le pedimos que crezcan impetuosos en el corazón de todos los cristianos estas ambiciones santas, que nos dejemos transformar por el Alma de Cristo para llegar así a ser verdaderamente conformes a la imagen de su Hijo, a fin de que él sea primogénito entre muchos hermanos (14).