"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

7 de junio de 2021

BIENAVENTURANZAS

 


Evangelio (Mt 5, 1-12)


Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo:

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.

Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.

Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros.


Comentario


Las bienaventuranzas es un pasaje de una gran belleza que forma el maravilloso pórtico del sermón de la montaña.

Jesús se sienta, como maestro, para enseñar al pueblo la Palabra divina que trae de parte del Padre. Comienza diciéndoles: “bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”.

Es necesario fijarse y asombrarse una y otra vez en la que la primera palabra que nos trae Jesús es bienaventurado, que significa feliz.

Jesús nos trae la Palabra de Dios y nos enseña que nos quiere felices, dichosos, con una vida llena. Que el camino que lleva a Dios es un camino de alegría. Y, con su Palabra, nos describe cuál es el camino que hemos de recorrer. Lo que hemos de vivir para encontrar la felicidad verdadera.

Al leer las bienaventuranzas descubrimos que es un camino paradójico. Jesús nos muestra el camino de la felicidad por donde parecería que no lo fuéramos a encontrar.

Detrás de cada bienaventuranza hay un camino de amor y de cruz. Jesús nos enseña que esta tierra el amor y la cruz se identifican. O dicho de otro modo, que si queremos amar de verdad, nos hemos de identificar con la Cruz.


Jesús llama bienaventurados a los que son pobres de espíritu es decir a los que viven en la confianza en Dios; a los que lloran es decir a quienes saben reconocer y se arrepienten de sus pecados; a los mansos es decir a los que saben llevar con paciencia los defectos de los demás; a los que sienten hambre y sed de justicia es decir a los que crecen en afán de santidad; a los misericordiosos es decir a los que acogen a los demás en su fragilidad sin juzgarles; a los limpios de corazón es decir a quienes se esfuerzan en que nada empañe su capacidad de amar; a los pacíficos es decir a los que luchan por sembrar la paz y la alegría y a los que padecen persecución por la justicia es decir aquellos que viven en la verdad y no transigen con ella.

En las bienaventuranzas descubrimos el rostro de Jesús y debemos descubrir el propio. Ayuda mucho en la vida cristiana confrontar la propia vida con las bienaventuranzas. Preguntarse: ¿Soy pobre?, ¿lloro?, etc.


PARA HACER UN RATO DE ORACIÓN.

Textos de San Josemaría sobre la Bienaventuranzas 

Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu… (Mt, 5, 1 ss).


Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña están en el centro de la predicación de Jesús, y en ellas Dios nos llama a su propia bienaventuranza.


La predicación de san Josemaría Escrivá, que bebe directamente en las páginas del Evangelio, se detiene con frecuencia en las bienaventuranzas, proponiéndolas como un ideal asequible para todos. Son un ideal realizable —recuerda—, no una utopía; constituyen un apasionante programa de vida que todos podemos llevar a cabo en nuestra existencia, luchando cada día con propósitos concretos de conversión y mejora.


1. Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.


“Si tú deseas alcanzar ese espíritu, te aconsejo que contigo seas parco, y muy generoso con los demás; evita los gastos superfluos por lujo, por veleidad, por vanidad, por comodidad...; no te crees necesidades. En una palabra, aprende con San Pablo a vivir en pobreza y a vivir en abundancia, a tener hartura y a sufrir hambre, a poseer de sobra y a padecer por necesidad: todo lo puedo en Aquel que me conforta[i]. Y como el Apóstol, también así saldremos vencedores de la pelea espiritual, si mantenemos el corazón desasido, libre de ataduras”.


Amigos de Dios, n. 123


2. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.


“Gozas de una alegría interior y de una paz, que no cambias por nada. Dios está aquí: no hay cosa mejor que contarle a El las penas, para que dejen de ser penas”.


Forja, n. 54


3. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.


“Me hizo pensar la frase dura, pero cierta, de aquel varón de Dios, al contemplar la altanería de aquella criatura: "se viste con la misma piel del diablo, la soberbia".


Y vino a mi alma, por contraste, el deseo sincero de revestirme con la virtud que predicó Jesucristo, “quia mitis sum et humilis corde”, –soy manso y humilde de corazón–; y que ha atraído la mirada de la Trinidad Beatísima sobre su Madre y Madre nuestra: la humildad, el sabernos y sentirnos nada”.


Surco, n. 726


4. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.


“Grabémoslo bien en nuestra alma, para que se note en la conducta: primero, justicia con Dios. Esa es la piedra de toque de la verdadera hambre y sed de justicia[ii], que la distingue del griterío de los envidiosos, de los resentidos, de los egoístas y codiciosos... Porque negar a Nuestro Creador y Redentor el reconocimiento de los abundantes e inefables bienes que nos concede, encierra la más tremenda e ingrata de las injusticias. Vosotros, si de veras os esforzáis en ser justos, consideraréis frecuentemente vuestra dependencia de Dios —porque ¿qué cosa tienes tú que no hayas recibido?[iii]—, para llenaros de agradecimiento y de deseos de corresponder a un Padre que nos ama hasta la locura”.


Amigos de Dios, n. 167


5. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.


“Jesucristo resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina: bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia[iv]. Y en otra ocasión: sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso[v]. Nos han quedado muy grabadas también, entre otras muchas escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím (...). ¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor!”.


Es Cristo que pasa, 7


6. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios


“Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros.(...)


La santa pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa”.


Es Cristo que pasa, n. 5


7. Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.


“Tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien. No se trata de campañas negativas, ni de ser antinada. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen.


—Pero comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad”.


Surco, n. 864


8. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.


“El desprecio y la persecución son benditas pruebas de la predilección divina, pero no hay prueba y señal de predilección más hermosa que ésta: pasar ocultos”.


Camino, n. 959


9. Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo.


“Ante las acusaciones que consideramos injustas, examinemos nuestra conducta, delante de Dios, “cum gaudio et pace” —con alegre serenidad, y rectifiquemos, aunque se trate de cosas inocentes, si la caridad nos lo aconseja.


—Luchemos por ser santos, cada día más: y, luego, "que digan", siempre que a esos dichos se les pueda aplicar aquella bienaventuranza: “beati estis cum... dixerint omne malum adversus vos mentientes propter me” —bienaventurados seréis cuando os calumnien por mi causa” .


Forja, n. 795


¿Quieres ser santo? Muchas personas pueden dudar antes de responder a esta pregunta. Imaginan una existencia gris y llena sólo de sacrificios, una vida sin sueños en la que Dios impone a la fuerza Su voluntad.


¿Quieres ser feliz? En este caso, en cambio, la respuesta es clara: sí, todos queremos ser felices, todos queremos lograr una vida plena, mirar atrás al final de nuestros días y poder decir: ha valido la pena que yo existiera, no he resultado indiferente, he sido útil, he dejado poso...


El secreto que aprende quien se acerca a Jesucristo es que lo que nos hace felices también nos hace santos. Con razón dice san Josemaría que «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»[1], porque nuestros sueños son los del Señor: Él no desea otra cosa que ayudarnos a cumplir nuestras aspiraciones más altas, colmar e incluso superar los deseos de infinito que cada uno llevamos dentro.


EL SECRETO QUE APRENDE QUIEN SE ACERCA A JESUCRISTO ES QUE LO QUE NOS HACE FELICES TAMBIÉN NOS HACE SANTOS.

Cuentan que un sabio dijo un día a sus seguidores: «Cuando llegaréis a las puertas del Cielo, os harán una sola pregunta, ¡una sola!». Quienes le rodeaban, intentaban adivinar la cuestión: «¿Has cumplido los mandamientos?», le preguntaba uno; «¿Has ayudado a los pobres?», decía otro; «¿Has rezado mucho?, ¿ibas a la iglesia?, ¿has amado al prójimo?...». El sabio, sonriendo, señaló: «La única pregunta será, sencillamente, ésta: ‘¿Has sido feliz?’ Quien responda afirmativamente, tendrá un sitio ante Dios».


¿Has sido feliz? Es una cuestión que podemos anticipar ahora: tal y como he planteado mi vida, ¿seré feliz? Enseguida comprendemos que no es sencillo responder con un sí rotundo. El futuro no está completamente en nuestras manos y son muchas las elecciones que tendremos que tomar a lo largo de los años: ¿Acertaré con mi orientación profesional?, ¿seguiré la vocación que Dios quiere para mí?, ¿encontraré a una persona que me ame y que pueda amar?, ¿escogeré bien las amistades?, ¿y si llega la enfermedad?


El futuro de cada persona está abierto: no somos capaces de ver más allá de nuestro presente. Sin embargo, Dios –respetando nuestra libertad– conoce bien cuáles serán nuestros pasos. Por eso, en algunos momentos de la vida podremos orar así: Señor, no sé aún qué quieres de mi, ni qué retos voy a enfrentar. A veces dudo sobre el camino que debo emprender, pero sé que Tú tienes un plan para mí: conoces tan bien las dificultades que encontraré como los talentos que me has dado para superarlas. Por eso, ayúdame a vivir cerca de Ti y así, haga lo que haga, ocurra lo que ocurra, estaré caminando por el buen camino.


Fiarse, soñar


En efecto, confiar en Dios nos permitirá soñar con ambición y nos liberará del freno más fuerte: el miedo a fracasar. Pero, para ser verdaderamente libres, es necesario hacer las dos cosas: fiarse y soñar. Así lo confirma el Papa: «En Cristo, queridos jóvenes, encontrarán el pleno cumplimiento de sus sueños. Sólo Él puede satisfacer sus expectativas, muchas veces frustradas por falsas promesas mundanas»[2].


Como sugiere Francisco, basta echar la vista atrás para distinguir los momentos de verdadera plenitud de aquellos que, aun siendo agradables, pasaron por nuestra vida sin pena ni gloria. Una fiesta que esperábamos con gran deseo, ratos de diversión con los videojuegos o ante la televisión, un viaje con los amigos o una tarde de compras con las amigas son actividades que indudablemente pueden dejar un buen recuerdo, pero no una huella imborrable. No permanecerán en nuestro corazón para siempre porque, aun siendo positivas, no están proyectadas para la eternidad.


En una sociedad desencantada, que ha olvidado soñar, existe el peligro de conformarnos con esos sucedáneos de felicidad, es decir, con imitaciones baratas de nuestros deseos más profundos, que nos dan una recompensa inmediata, obtenida con poco esfuerzo y normalmente a un cierto precio (de dinero o tiempo). Entusiasmarnos con estar a la última en ropa o tecnología, arrastrarnos hasta el fin de semana, buscar la compañía de amigos a cualquier costo o concedernos compensaciones en esos ratos libres que reservamos para nosotros solos son actitudes que pueden ayudarnos a ir tirando en la vida, incluso durante años.


INTUIMOS QUE LA VERDADERA FELICIDAD ESTÁ AL FINAL DE UN LARGO CAMINO, EN EL QUE NO HAY ATAJOS. POR ESO, ES NECESARIO LLENAR LA VIDA DE IDEALES.

Pero no es eso a lo que estamos llamados: «Queridos jóvenes –ha dicho Papa Francisco–, ¡no enterréis vuestros talentos, los dones que Dios os ha regalado! ¡No tengáis miedo de soñar cosas grandes!». Cuando nos enamoramos, participamos en una actividad solidaria o prestamos un servicio valioso a un amigo, percibimos que son momentos que sacan a la luz un poco de la grandeza de la que somos capaces. Intuimos que la verdadera felicidad está al final de un largo camino, en el que no hay atajos. Por eso, es necesario llenar la vida de ideales, entusiasmarnos con objetivos que nos obliguen a estirarnos para dar más, a crecer con empeño para sacar lo mejor de nosotros mismos.


Puede ocurrir que verdaderamente queramos hacer cosas grandes y luchar por ellas, pero aún no hayamos encontrado un motivo o una persona a la altura de nuestros deseos. Es necesario buscar. Al contrario de aquellas marcas comerciales, filosofías baratas o personalidades públicas que nos indican claramente qué debemos hacer para vivir una vida satisfecha, la fe no nos da respuestas hechas ni fórmulas cerradas o paquetes de felicidad, sino que nos abre siempre nuevos interrogantes: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?» «¿Quién decís que soy Yo?» «¿Quién es mi prójimo?» «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si después se pierde a sí mismo?»[3] En esas y otras preguntas que surgen de la lectura del Evangelio, la fe nos propone el reto más grande y radical: «Tomar el timón de nuestra vida y hacer de ella una obra maestra»[4].


Por eso, si nos faltan ideales que den sentido a una vida, ¿quién hay mejor que Dios para poder orientarnos? La fe nos abrirá esas inquietudes a las que el corazón necesita encontrar respuesta. Ante el Sagrario y con el alma en Gracia será fácil sintonizar con Dios: sólo ante Él obtendremos luz para seguir buscando y comprenderemos que «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»[5].


En el monte de las bienaventuranzas


Cuenta el Evangelio que una mañana Jesús subió una colina situada cerca del lago de Galilea. Caminaba solo, pero a pocos metros le seguía una multitud de personas. «Le siguió mucha gente de Galilea, de Decápolis, de Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán»[6]. Ellos, como nosotros veintiún siglos más tarde, buscaban en el Señor a alguien que les orientase, que les ayudase a volar alto, a superar sus miserias y colmar sus deseos.


«Viendo la multitud, subió al monte y sentándose, vinieron a él sus discípulos»[7]. En lo alto de algunos montes, el Señor realiza acciones importantes: elige a los Apóstoles, se transfigura, revela las bienaventuranzas, muere en una cruz, asciende al Cielo... Subir hasta arriba le costaría esfuerzo, pero en las cimas el Señor nos muestra mejor su intimidad con Dios Padre. También a nosotros puede costarnos esfuerzo pararnos a meditar, sacar unos minutos de nuestro día para hablar con Dios, apagar el teléfono y buscar la soledad. Pero una vez lograda la calma interior –con empeño–, nos elevaremos por encima del ajetreo diario, y –como desde lo alto de una montaña– podremos ver más lejos, más profundamente. En efecto, necesitamos la soledad, porque Dios habla en voz baja. Bien saben los enamorados que las frases más importantes se dicen así, para que lleguen al corazón.


«Sentándose, vinieron a él sus discípulos»[8]. El Señor se sentó en el suelo y la gente le imitó. Cuando un rabino –un maestro de la ley judía– se sentaba, quería indicar que estaba a punto de enseñar algo muy importante. Sus discípulos más cercanos, a quienes poco tiempo antes había elegido llamándolos por su nombre propio, se aproximaron para no perder ni una palabra de sus enseñanzas.


LAS BIENAVENTURANZAS «SON EL PLAN DE JESÚS PARA NOSOTROS. LÉANLAS Y MEDÍTENLAS, QUE LES VA A HACER BIEN» (PAPA FRANCISCO).

Aunque el Señor tendría una voz fuerte, sólo quienes le rodeaban podrían capturar cada gesto, cada sonrisa, cada entonación con las que Jesús llenaba su discurso. Así nosotros, tenemos la posibilidad de escuchar las bienaventuranzas con diferentes actitudes: desde lejos, oyéndolas sin más como las oirían quienes se sentaron entre los grupos más alejados, perdiendo quizá el hilo del discurso; o bien, aproximándonos al Maestro, escogiendo un lugar cercano, fijando sin distracciones nuestra mirada en Él, sentándonos entre los Apóstoles, para aprender junto a ellos algo nuevo.


«Y abriendo su boca les enseñaba, diciendo: Bienaventurados... »[9] En el silencio que reinaría en aquel monte, la voz del Señor fue desgranando las bienaventuranzas. «Son el Plan de Jesús para nosotros –ha dicho el Papa–. Léanlas y medítenlas, que les va a hacer bien»[10]. Sabemos que contienen el secreto de esa felicidad que no logramos apagar con las satisfacciones diarias. Ellas serán la guía de nuestra oración y procuraremos aplicarlas a nuestra vida ordinaria para obtener respuestas capaces de dar sentido a todo lo que hacemos.


Sólo de ese modo, dentro de muchos años, podremos sonreír cuando, al encontrarnos cara a cara con el Señor, Él nos pregunte: «Y tú, ¿has sido feliz?».


Preguntas para la oración personal


- ¿Me he planteado objetivos grandes en mi vida? ¿Qué obstáculos me impiden soñar? ¿He preguntado alguna vez a Dios qué espera de mí?


- ¿Llevo a cabo lo que me hace feliz (planes con amigos y amigas, el noviazgo, el deporte...) de tal manera que también me haga santo? ¿Me doy cuenta de que lo que me acerca a Dios (ratos de oración, servicio a los demás, superación de los defectos...) me ayuda a obtener la felicidad auténtica?


- ¿Qué talentos tengo? ¿Los estoy usando para ser mejor, es decir, los pongo al servicio de Dios y de los demás?


- ¿Busco cada día un rato de conversación con Jesús? ¿Reservo momentos de soledad –sin música, ni mensajes ni distracciones– para escuchar la voz de Dios?