Evangelio (Mt 8, 1- 4)
Al bajar del monte le seguía una gran multitud.
En esto, se le acercó un leproso, se postró ante él y dijo: -Señor, si quieres, puedes limpiarme.
Y extendiendo Jesús la mano, le tocó diciendo: -Quiero, queda limpio. Y al instante quedó limpio de la lepra.
Entonces le dijo Jesús: -Mira, no lo digas a nadie; pero anda, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.
Comentario
El evangelio de hoy nos sitúa en el momento inmediatamente posterior al sermón de la montaña. Al bajar el Señor del monte “le seguía una gran multitud. En esto, se le acercó un leproso” (vv. 1-2). Sabemos que la lepra era una enfermedad que obligaba al que la padecía a apartarse de la sociedad y era considerada por muchos como un castigo divino (Lev 13-14). A pesar de los obstáculos, este hombre consigue acercarse a Jesús, y pide con total sencillez ser curado de su mal.
Además del rechazo social, el leproso debió superar también la vergüenza de mostrarse vulnerable y necesitado de ayuda. Muchas veces, esto es lo que más cuesta cuando se trata de abrir el alma a alguien que nos pueda ayudar. Tememos ser rechazados o mal comprendidos y que al final la herida sea más profunda que al inicio. A veces, nos falta la sencillez del leproso y preferimos conservar en secreto nuestras miserias y pecados.
El leproso del evangelio de hoy nos enseña como tenemos que actuar cuando notamos nuestros límites y flaquezas. Nos indica que el camino más simple es arrodillarnos delante de Jesús, decir sin afectación cuál es nuestro problema y pedir humilde y confiadamente la ayuda de Dios, sabiendo ser muy respetuosos del misterio de la libertad de Dios, que sabe mejor que es lo que nos conviene: Señor, si quieres, puedes limpiarme (v. 2).
Esta actitud, que podremos poner por obra tantas veces en la intimidad de nuestra oración, es también la que se nos invita a tener en el sacramento de la confesión, ya que es ahí donde el Señor quiere seguir limpiando la suciedad de nuestros corazones. En el confesionario tenemos la oportunidad de imitar al leproso, arrodillándonos, confesando nuestra suciedad y esperando con alegría aquellas palabras de Jesús: Quiero, queda limpio (v. 3).
PARA HACER LA ORACIÓN:
“Acude prontamente a la confesión”
Si alguna vez caes, hijo, acude prontamente a la Confesión y a la dirección espiritual: ¡enseña la herida!, para que te curen a fondo, para que te quiten todas las posibilidades de infección, aunque te duela como en una operación quirúrgica. (Forja, 192)
Voy a resumirte tu historia clínica: aquí caigo y allá me levanto...: esto último es lo importante. –Pues sigue con esa íntima pelea, aunque vayas a paso de tortuga. ¡Adelante! –Bien sabes, hijo, hasta dónde puedes llegar, si no luchas: el abismo llama a otros abismos. (Surco, 173)
Has entendido en qué consiste la sinceridad cuando me escribes: "estoy tratando de acostumbrarme a llamar a las cosas por su nombre y, sobre todo, a no buscar apelativos para lo que no existe". (Surco, 332) «Abyssus, abyssum invocat...» –un abismo llama a otro abismo, te he recordado ya. Es la descripción exacta del modo de comportarse de los mentirosos, de los hipócritas, de los renegados, de los traidores: como están a disgusto con su propio modo de conducirse, ocultan a los demás sus trapacerías, para ir de mal en peor, creando un despeñadero entre ellos y el prójimo. (Surco, 338)
La sinceridad es indispensable para adelantar en la unión con Dios. –Si dentro de ti, hijo mío, hay un "sapo", ¡suéltalo! Di primero, como te aconsejo siempre, lo que no querrías que se supiera. Una vez que se ha soltado el "sapo" en la Confesión, ¡qué bien se está! (Forja, 193)
A la hora del examen ve prevenido contra el demonio mudo. (Camino, 236)
10 PUNTOS SOBRE LA CONFESION DEL Papa FRANCISCO
1. Me oigo decir a los confesores: Hablad, escuchad con paciencia y sobre todo decidles a las personas que Dios las quiere bien. Y si el confesor no puede absolver, que explique por qué, pero que dé de todos modos una bendición, aunque sea sin absolución sacramental. El amor de Dios también existe para quien no está en la disposición de recibir el sacramento: también ese hombre o esa mujer, ese joven o esa chica son amados por Dios, son buscados por Dios, están necesitados de bendición.
2. Los apóstoles y sus sucesores —los obispos y los sacerdotes que son sus colaboradores— se convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúan in persona Christi. Esto es muy hermoso.
3. Confesarse con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús. Es una manera de ser concretos y auténticos: estar frente a la realidad mirando a otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo.
4. Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón a Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. Pero es importante que vaya al confesionario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia llamada a distribuir la misericordia de Dios. Hay una objetividad en este gesto, en arrodillarme frente al sacerdote, que en ese momento es el trámite de la gracia que me llega y me cura.
5. Como confesor, incluso cuando me he encontrado ante una puerta cerrada, siempre he buscado una fisura, una grieta, para abrir esa puerta y poder dar el perdón, la misericordia.
6. El que se confiesa está bien que se avergüence del pecado: la vergüenza es una gracia que hay que pedir, es un factor bueno, positivo, porque nos hace humildes.
7. Está también la importancia del gesto. El solo hecho de que una persona vaya al confesionario indica que ya hay un inicio de arrepentimiento, aunque no sea consciente. Si no hubiera existido ese movimiento inicial, la persona no hubiera ido. Que esté allí puede evidenciar el deseo de un cambio. La palabra es importante, explicita el gesto. Pero el propio gesto es importante.
8. ¿Qué consejos le daría a un penitente para hacer una buena confesión? Que piense en la verdad de su vida frente a Dios, qué siente, qué piensa. Que sepa mirarse con sinceridad a sí mismo y a su pecado. Y que se sienta pecador, que se deje sorprender, asombrar por Dios.
9. La misericordia existe, pero si tú no quieres recibirla… Si no te reconoces pecador quiere decir que no la quieres recibir, quiere decir que no sientes la necesidad.
10. Hay muchas personas humildes que confiesan sus recaídas. Lo importante, en la vida de cada hombre y de cada mujer, no es no volver a caer jamás por el camino. Lo importante es levantarse siempre, no quedarse en el suelo lamiéndose las heridas. El Señor de la misericordia me perdona siempre, de manera que me ofrece la posibilidad de volver a empezar siempre.
Frases extraídas del libro entrevista al Papa Francisco "El nombre de Dios es misericordia, conversación con Andrea Tornielli". Selección realizada por la página web Lexicon Canonicum.
En estos días de cuarentena, la mayoría de nosotros tenemos muy difícil acudir a la confesión. Tal vez esté aún lejos el momento del retorno a la normalidad; sin embargo, cuando nos ve arrepentidos, Él mismo corre hacia nosotros, emocionado, feliz y orgulloso de que regresemos a casa.
Jesús piensa que ha llegado el momento de manifestar hasta qué extremo ama su Padre a los hombres. Quiere introducirles en la antesala del cielo, y aspira a que disfruten del gozo que embarga a Dios cada vez que un pecador decide volver a casa. Les narra una parábola. No es fácil imaginar la emoción y el asombro de los discípulos al escuchar por primera vez la historia del hijo pródigo (cfr. Lc 15,11-32). Debió sorprenderles la desproporción entre la desfachatez del hijo pequeño y el cariño del padre, o la reacción airada de su hermano mayor.
En estos días de cuarentena, la mayoría de nosotros tenemos muy difícil acudir a la confesión, y mucho más difícil es acercarse a ese sacramento con la frecuencia que quizá nos gustaría. Las restricciones de la circulación física de las personas para prevenir nuevos contagios pueden comportar el retraso por un tiempo indeterminado de la recepción del sacramento de la Misericordia divina. Esta contrariedad, junto a otras que estamos viviendo, son también un modo de crecer para adentro: «Es bueno recordar que el Señor nos da su gracia para santificarnos también en esas circunstancias de incertidumbre»[1]. No sabemos cuándo podremos volver a confesarnos, pero no debemos dudar de que nuestro Padre Dios, si acudimos a Él con un corazón «contrito y humillado» (Sal 50,19), siempre nos ofrece su perdón, por grande que haya sido nuestra fragilidad (cfr. Lc 15,20-24).
Un regalo que no se merece
El hijo menor añora su casa: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre!» (Lc 15,17). Aunque no piensa en la angustia y el dolor de su padre, no exige el perdón —¿cómo va a hacer eso?—; lo implora. Espera y confía en la bondad de su padre. Y ese es ya un primer cambio en su corazón.
SENTIMOS LA NECESIDAD DE PEDIR PERDÓN A DIOS (...) PERO ¿PENSAMOS EN EL EFECTO QUE PRODUCE EN ÉL NUESTRO ARREPENTIMIENTO?
A nosotros nos sucede a veces algo parecido. Luchamos por confesarnos con la regularidad que hace bien a nuestra alma. Somos muy conscientes de cuánto bien nos hace y la alegría que nos transmite una confesión contrita. Es verdad que no la consideramos un derecho ante Dios —¡faltaría más!; nadie tiene derecho al perdón. Como escribía san Bernardo: «Nadie tiene una misericordia más grande que el que da su vida por los sentenciados a muerte y a la condenación. Luego mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia»[2].
Estamos convencidos de que todo es gracia. Sentimos la necesidad de pedir perdón a Dios, quizá incluso aumentada en estos días, pero ¿pensamos en el efecto que produce en Él nuestro arrepentimiento?
Un Dios que corre a nuestro encuentro
El corazón del hijo pródigo tenía aún mucho por descubrir. «Cuando aún estaba lejos, le vio su padre y se compadeció. Y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos» (Lc 15,20). San Josemaría se conmovía al contemplar esta imagen: «Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater!, Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío»[3]. No es solo que su padre sea bueno, es que sigue considerándole hijo, el hijo de su alma. No es que no quiera castigarnos, es que quiere abrazarnos fuerte, y llenarnos de besos, y susurrarnos al oído: «Hijo mío, hija mía,…».
Dios no va a esperar a que lleguemos, a que logremos efectivamente confesarnos. Tal vez esté aún lejos el momento del retorno a la normalidad; sin embargo, cuando nos ve arrepentidos, Él mismo corre hacia nosotros, emocionado, feliz y orgulloso de que regresemos a casa. Por eso, no merece la pena detenernos demasiado en nuestros pecados: «Siguiendo los impulsos del Espíritu, que ahonda en lo más íntimo de Dios, pensemos en la dulzura del Señor, qué bueno es en sí mismo. Pidamos también, con el salmista, gozar de la dulzura del Señor, contemplando, no nuestro propio corazón, sino su templo, diciendo con el mismo salmista: Cuando mi alma se acongoja, te recuerdo»[4].
Regálame tus pecados
Al papa Francisco le gusta mucho narrar una historia: «Me acuerdo de un pasaje de la vida de un gran santo, Jerónimo, que tenía muy mal genio, y trató de ser manso, pero con ese genio… porque era un dálmata y los de Dalmacia son fuertes… Había logrado dominar su forma de ser, y así ofrecía al Señor tantas cosas, tanto trabajo, y le preguntaba al Señor: "¿Qué quieres de mí?" –"Todavía no me has dado todo". –"Pero Señor, te he dado esto, esto y esto…" –"Falta algo". –"¿Qué falta?" –"Dame tus pecados". Es hermoso escuchar esto: "Dame tus pecados, tus debilidades, te curaré, tú sigue adelante"»[5].
EN ESTOS DÍAS ECHAREMOS EN FALTA ESAS PALABRAS, PERO, AGUZANDO EL OÍDO, OIREMOS LA VOZ CARIÑOSA Y SUAVE DE JESÚS QUE NOS CONSUELA
Nuestro sufrimiento y nuestra tristeza es lo que causa dolor a Dios, porque es el principal resultado de la estafa que supone cualquier pecado. Por eso, si regresamos a Él, su dolor cesa, y cesa también nuestro mal. El poder del pecado es limitado, la Cruz le ha robado su veneno: estamos salvados, si somos humildes y nos dejamos salvar.
A menudo podremos decir: «Me basta examinar las pocas horas que llevo de pie en este día, para descubrir tanta falta de amor, de correspondencia fiel. Me apena de veras este comportamiento mío, pero no me quita la paz. Me postro ante Dios, y le expongo con claridad mi situación. Enseguida recibo la seguridad de su asistencia, y escucho en el fondo de mi corazón que Él me repite despacio: meus es tu!; sabía —y sé— cómo eres, ¡adelante!»[6].
En la confesión escuchamos la voz tierna y serena de Dios que nos dice: «Yo te absuelvo de tus pecados». En estos días echaremos en falta esas palabras, pero, aguzando el oído, oiremos la voz cariñosa y suave de Jesús que nos consuela.
La mejor de las devociones
A san Josemaría le encantaba comparar los actos de contrición con algo que había aprendido de los italianos. Afirman, respecto a las tazas de café, que hay que tomar no menos de tres y no más de treinta y tres: «¡cuantos más, mejor!»[7].
La contrición es el dolor que experimentamos frente a los pecados cometidos. La Iglesia ha distinguido tradicionalmente entre una contrición perfecta y otra imperfecta. El Catecismo enseña que la contrición perfecta es el dolor que «brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas»[8]. Por ser un acto de Amor, se entiende que es ya una obra de la gracia, y por eso «perdona las faltas veniales» y puede obtener «también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental»[9].
Existe también una contrición imperfecta, que «nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador»[10]. Podría parecer un dolor inmaduro, y sin embargo «es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo»[11], que nos prepara para la confesión y la absolución de los pecados, aunque no alcance por sí misma el perdón de los pecados graves.
El Papa Francisc lo ha resaltado en una homilía de estos días: «si no encuentras un sacerdote para confesarte, habla con Dios, que es tu Padre, y dile la verdad: “Señor, he hecho esto, esto, esto... Perdóname”, y pídele perdón con todo tu corazón, con el Acto de Dolor, y prométele: “Me confesaré más tarde, pero perdóname ahora”. Y de inmediato, volverás a la gracia de Dios. Tú mismo puedes acercarte, como nos enseña el Catecismo, al perdón de Dios sin tener un sacerdote a mano. Piensa en ello: ¡es la hora! Y este es el momento adecuado, el momento oportuno. Un acto de dolor bien hecho, y así nuestra alma se volverá blanca como la nieve»[12] .
Por otra parte, la dificultad actual puede servirnos para pedir a Dios por las personas que quisiéramos que se confesaran, o por aquellos que están atravesando situaciones graves y necesitan reconciliarse con Dios. Viviremos así esta particular comunión de los santos que tanto consuelo ha dado a los cristianos en momentos difíciles.
Saber todo esto puede que no sea suficiente en algún momento para restaurar la paz y la alegría en nuestros corazones. Es entonces el turno de nuestra Madre, de sus caricias que todo lo arreglan: «Todos los pecados de tu vida parece como si se pusieran de pie. —No desconfíes. —Por el contrario, llama a tu Madre Santa María, con fe y abandono de niño. Ella traerá el sosiego a tu alma»[13].