"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

20 de junio de 2021

La tempestad en la barca

 


Evangelio (Mc 4, 35-41)


Aquel día, llegada la tarde, les dice:

—Crucemos a la otra orilla.


Y, despidiendo a la muchedumbre, le llevaron en la barca tal como estaba. Y le acompañaban otras barcas.


Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen:


—Maestro, ¿no te importa que perezcamos?


Y, puesto en pie, increpó al viento y dijo al mar:


—¡Calla, enmudece!


Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo:


—¿Por qué os asustáis? ¿Todavía no tenéis fe?


Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros:


—¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?


Comentario


Los tres evangelios sinópticos narran dos tempestades que se levantaron bruscamente en las aguas generalmente tranquilas del lago de Genesaret. La del evangelio de hoy fue la primera. Muchos autores, en especial los Padres de la Iglesia, han subrayado su carácter simbólico. En esta barca zarandeada por las olas han visto la barca de Pedro, la Santa Iglesia, pero también a cada cristiano, en su esfuerzo por ser fiel a nuestra fe cristiana.


Si tenemos en cuenta la actualidad más reciente, hoy podemos pensar sobre todo en la Iglesia, nuestra Madre. A este propósito, recordemos lo que ha dicho el papa Francisco en uno de sus documentos hablando de la Iglesia a los jóvenes: “En realidad, en sus momentos más trágicos siente la llamada a volver a lo esencial del primer amor” (Exhortación Christus vivit, 25 de marzo de 2019, n° 34).


Sin duda alguna, esta invitación nos llena de entusiasmo. Por consiguiente, en los momentos actuales cada uno debe tratar de responder a esa llamada lo mejor posible, tanto más cuanto que algunos podrían figurarse que Dios nos ha abandonado o que se desentiende de lo que sucede en nuestro mundo, en la Iglesia e incluso en nuestra propia vida. Sin embargo, sea cual sea nuestra impresión personal, tengamos la seguridad de que ese pensamiento no pasa de ser una tentación sin fundamento.


Basta recordar un texto maravilloso de Isaías, cuya lectura siempre nos consuela y nos da fuerzas: “Sión había dicho: El Señor me ha abandonado, mi Señor me ha olvidado. ¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré!” (Is 49, 14-15). Por parte de Dios, es un auténtico compromiso, que nuestro Señor confirmó poco antes de subir al cielo, con una nueva promesa solemne: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Todos los días, incluyendo aquellos que tenemos costumbre de llamar “malos”. En este terreno, cada uno puede pensar en sus “tempestades” personales, sin duda poco importantes, pero no por eso menos desagradables en la vida de cada día.


En esas tempestades el Señor pone a prueba nuestra fe y también, nuestra oración constante y confiada a la Virgen María, Madre de la Iglesia: cuando todo va bien y, más todavía, al enterarnos de alguna noticia que nos preocupe o nos entristezca.


“Subiendo después a una barca, le siguieron sus discípulos. Y he aquí que se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía. Y se acercaron y le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos que perecemos! Jesús les respondió: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, levantándose, increpó a los vientos y al mar, y se produjo una gran bonanza. Los hombres se admiraron y dijeron: ¿Quién es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen?”[1].


Vamos a comentar, con la ayuda de Dios, la lectura que hoy nos propone el Santo Evangelio, no vaya a ser que tengáis la fe dormida en vuestros corazones, en medio de las borrascas y oleaje de este siglo.


¿Acaso Cristo no tuvo poder sobre la muerte o sobre el sueño?, ¿o quizá el sueño pudo dominar la voluntad del Omnipotente Navegante? Si así pensáis, sin duda Cristo y la fe están dormidos en vuestro corazón. Pero si Cristo vela en vosotros, también vuestra fe está despierta. “Por la fe, Cristo habita en vuestros corazones”[2], dijo el Apóstol.


¿QUÉ QUIERE DECIR QUE CRISTO DUERME? QUE TE HAS OLVIDADO DE EL. DESPIERTA A CRISTO, TRÁELO A LA MEMORIA: QUE CRISTO VELE EN TI.

El sueño de Cristo es símbolo de un misterio. Los marineros son aquellas almas que atraviesan el siglo sujetos a un madero. La barca era figura de la Iglesia. Y ciertamente cada alma es templo de Dios, navega en su corazón y no naufraga, si piensa rectamente.


Te injuriaron: es la borrasca; te enfadaste: es el oleaje. Sopla el viento, se levantan las olas, y tu nave y tu corazón naufragan, se hunden. Te injuriaron y deseas vengarte; castigaste de un modo intempestivo y te hundiste. ¿Y por qué? Porque Cristo duerme en tu corazón. ¿Qué quiere decir que Cristo duerme? Que te has olvidado de El. Despierta a Cristo, tráelo a la memoria: que Cristo vele en ti. ¡Piensa en El!


¿Qué querías? Vengarte. ¿No te acuerdas que cuando le crucificaban dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”[3]? Quien dormía en tu corazón no quiso vengarse. ¡Despiértale, contémplalo! Su memoria son sus palabras; su memoria es su Ley. Y, si Cristo vela en ti, te dirás: ¿quién soy yo, para querer castigar?, ¿quién, para amenazar a nadie? Quizás moriré antes de vengarme. Y si muero inflamado por la ira, con anhelo y sed de venganza, ¿me recibirá aquél que no quiso castigar, aquél que dijo: “Dad, y se os dará; perdonad, y se os perdonará?”[4]. Reprimiré, pues, mi ira y apaciguaré mi corazón. Mandó Cristo al mar, y se hizo la calma[5].


Esto que más arriba he dicho sobre la ira, aplicadlo para toda clase de tentaciones. Eres tentado y te turbas: son el viento y las olas que se levantan. Despierta a Cristo y habla con El. “¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?”[6]. “¿Quién es este a quien las aguas escuchan? Suyo es el mar, y El lo creó”[7]. “Todo fue hecho por él”[8]. Imita al mar y a los vientos, y obedece al Creador. El mar atiende al mandato de Cristo y ¿tú estás sordo? El viento amaina, y ¿tú soplas? ¿Qué es lo que pasa? Yo digo, yo hago, yo pienso que... Todo esto, ¿qué es sino soplar y no querer amainar ante la voz de Cristo? Que las olas no os arrastren ante las confusiones de vuestro corazón. De todos modos, aunque seamos hombres, no desesperemos si el viento arrastra los afectos de nuestra alma. Despertemos a Cristo: nuestra singladura será tranquila y arribaremos a buen puerto.


* * * Los Sermones de san Agustín están divididos en cuatro clases: De Scripturis (1-133), comentarios a los textos del Antiguo y Nuevo Testamento leídos en la Misa; De tempore (134-272), glosas a las diferentes solemnidades del año litúrgico; De Sanctis (273-340), panegíricos de los mártires; y De diversis, sermones dogmáticos, morales o de circunstancias.