Evangelio (Mc 6,7-13)
Y llamó a los doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles potestad sobre los espíritus impuros. Y les mandó que no llevasen nada para el camino, ni pan, ni alforja, ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con sandalias y que no llevaran dos túnicas. Y les decía:
—Si entráis en una casa, quedaos allí hasta que salgáis de aquel lugar. Y si en algún sitio no os acogen ni os escuchan, al salir de allí sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos.
Se marcharon y predicaron que se convirtieran. Y expulsaban muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.
Comentario
El evangelio de la misa de hoy nos muestra a Jesús enviando a los Doce, de dos en dos, a predicar la conversión y a sanar y liberar a los oprimidos por el diablo. Jesús les pide hacer aquello por lo que luego lo recordará Pedro en uno de sus discursos en los Hechos de los Apóstoles: “A Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y poder, y (…) pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38). Misión esta con la que todos nos sentimos identificados. Pero el escueto texto del Evangelio según Marcos dice mucho más de lo que parece, y a desentrañarlo nos ayudan las demás lecturas que hoy se leen en misa.
En la primera de ellas nos habla el profeta Amós: “Yo no soy profeta, ni hijo de profeta; sino ganadero y cultivador de sicomoros. El Señor me tomó de detrás del rebaño; el Señor me mandó: «Vete, profetiza a mi pueblo Israel»” (Am 7,15). Lo que la breve primera lectura de la misa de hoy nos ilumina sobre el evangelio es precisamente esta convicción de que es Dios el que llama al profeta: el verdadero profeta no se mueve por motivos humanos ni predica un mensaje a gusto del oyente. Hay en él humildad y valentía al mismo tiempo: la valentía que da la seguridad de ser portador de un mensaje divino, un mensaje que es amor y misericordia porque es invitación a la una conversión de la que depende la vida.
Esto mismo lo vamos a escuchar en el salmo: “Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se convierten de corazón” (Sal 85,9). Amigos son los que escuchan la palabra de Dios; ¡todos están llamados a ser amigos! Pero algunos escuchan y otros no. Así, el profeta es no solo enviado con un mensaje sino también con la misión de intentar abrir los corazones de los oyentes, al menos con una pequeña rendija, para que el mensaje divino entre en ellos y haga su labor. El profeta no ha sido enviado para condenar, sino para hablar de la salvación de Dios, de su amor y su misericordia. Y para recordar a todos que, lejos de Dios, en manos del pecado, no hay vida posible.
Al profeta, al apóstol, le ha sido otorgada una gran potestad. Y esto no debemos olvidarlo: “No descuides el don que hay en ti” (1Tm 4,14). Pero esa potestad va unida a la firme convicción de que toda autoridad tiene su fuente en Dios y, en el caso del profeta o apóstol, de que es para la misión apostólica. El enviado, como nos recuerda Marcos, lleva consigo lo imprescindible para ayudarse en el camino: un bastón. El enviado es un caminante, que va de casa en casa, de corazón en corazón, llevando la luz y la curación que trae el Evangelio, que es Cristo, y que obra poderosamente a través del Espíritu. La acción del profeta manifiesta que el Reino de Dios está ya aquí, entre nosotros, precisamente por esa acción sanadora de cuerpos y de espíritus.
Esa acción poderosa de la predicación tiene su fuente en el mismo Evangelio, cuya predicación es el primer salario que recibe el que evangeliza, como dice San Pablo: “¿Cuál es entonces mi recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente” (1Co 9,18). Pero para que esto sea así, lo que ha de entregarse es el Evangelio que uno ha recibido, la fe apostólica, a la que el mismo Pablo llama escudo (Ef 6,16). La segunda lectura de la misa de hoy es un maravillo resumen de esa fe, en cuyo corazón está el plan eterno de Dios: la llamada de los hombres a ser sus hijos, a ser santos e irreprochables ante Él por el amor, y sobre los que ha derramado sobreabundantemente las riquezas de su gracia con toda sabiduría y prudencia (cfr. Ef 1,3-14).
Las lecturas de la misa de hoy nos recuerdan a qué hemos sido llamados y la grandeza de la condición apostólica de los cristianos, con los que Dios cuenta para hacer conocer a todos su maravilloso designio: ¡hemos de entrar en todas las casas para llevar a cada hogar la luz del Evangelio! (cfr. Mc 16,15-18). La mayor fortaleza que tiene el cristiano radica en haber interiorizado el evangelio y haberlo hecho vida propia: el saberse así amados desde la eternidad, el saberse llamados a algo tan grande, el saber que Dios cuente con nosotros, la experiencia de su misericordia. Todo esto nos empuja a preguntarnos hasta qué punto hemos dejado que el Evangelio entre en nuestro corazón para transformarnos. La fuerza y la convicción con la que hablemos de Dios a cada persona depende de eso.
TEXTO PARA HACER UN RATO DE ORACION
La oración nos ayuda precisamente a comprender el privilegio de esa elección, la suerte que nos ha tocado al participar en esa misión. Cristo quiere que nos sintamos colaboradores suyos y que, en nuestra pequeñez, lo seamos realmente. De que nos animemos a poner nuestras manos en las redes de Cristo «dependen muchas cosas grandes»[4]. Después, es él quien lo hará todo y, además, nos ofrece a menudo también el premio: «Ni tan siquiera vimos la batalla y, con todo, obtuvimos la victoria; fue el Señor quien luchó, y nosotros quienes hemos sido coronados»[5]. Cristo nos regala la capacidad de disfrutar de la misión, de llevarnos la mejor parte, de apuntarnos el tanto, también cuando algunas veces no veamos exteriormente los frutos. Dios ha prometido que sus elegidos «no trabajarán en vano» (Is 65,23) y su promesa debería bastarnos.
Para que sean felices
San Josemaría estaba a punto de abandonar uno de sus refugios durante la guerra civil española cuando dirigió la meditación en voz alta a los que le acompañaban. Les contó un proyecto que llevaba muy dentro: deseaba escribir, cuando fuera posible, un pequeño librito que titularía Tratado de la felicidad o, simplemente, De la felicidad. Les leyó el posible inicio: «Jesús y yo queremos que seas feliz, aquí y en el otro mundo»[6]. Aunque ese libro no llegó a ver la luz, ese comienzo vale la pena por sí solo. Así podría definirse nuestra misión como apóstoles: junto a Jesús, tratar de hacer felices a los demás.
Cristo desea hacernos canales de su gracia, de sus milagros; al llamarnos a su barca nos ha regalado la sed de su corazón. Todos tenemos, gracias al bautismo, alma sacerdotal, es decir, la capacidad de ser mediadores; nos ha enviado para dar fruto y para que nuestro fruto dure (cfr. Jn 15,16). Y justamente eso es lo que significa disfrutar: percibir o gozar los productos y utilidades de algo. Es posible que algunas veces nos fijemos solo en las dificultades. Es, entonces, la hora de rezar, de descubrir que el protagonista es el Espíritu Santo. Es el tiempo de la oración y del sacrificio que, aunque podrían parecer poco eficaces, en realidad son el remedio de los males más profundos que afligen al mundo. Otras veces, en cambio, sí veremos el fruto de nuestros esfuerzos y nos llenaremos de acciones de gracias. En ambos casos Dios quiere que gocemos de nuestra misión, que la saboreemos, que paladeemos el amor de Jesús por las almas.
Sucede que cuando rezamos nos vamos llenando de aquella locura de su corazón, la que le movió a abajarse hasta hacerse uno como nosotros; la locura que le llevó a Belén y que le condujo a la cruz; la locura que le mantiene en el sagrario esperándonos. «El celo es una chifladura divina de apóstol, que te deseo, y tiene estos síntomas: hambre de tratar al Maestro; preocupación constante por las almas; perseverancia, que nada hace desfallecer»[7]. Y, lleno de ese fervor, el apóstol se lanza a la aventura de compartir su experiencia, compartir la felicidad de Dios, la felicidad de un creador arrebatado por el frágil cariño de sus criaturas. Es tan sencillo acompañarle, perseverar junto a él: bastan la oración y el sacrificio, algo asequible, al alcance de cualquier fortuna.
El apostolado de soñar
El Papa nos pide «soñar cosas grandes, buscar horizontes amplios, atreverse a más, querer comerse el mundo, ser capaz de aceptar propuestas desafiantes»[8]. Soñar es gratis pero, para hacerlo, también hace falta que demos prioridad a la oración. En ese sentido, la santa Misa puede ser el lugar idóneo ya que se trata de la inmensa posibilidad que tenemos de introducirnos en la plegaria, en la entrega y en el agradecimiento de Jesucristo.
El beato Álvaro nos recuerda esta gran oportunidad, ya que «en la Santa Misa hallamos el remedio para nuestra debilidad, la energía capaz de superar todas las dificultades de la labor apostólica. Convenceos: para abrir en el mundo surcos de amor a Dios, ¡vivid bien la Santa Misa! Para llevar a cabo la nueva evangelización de la sociedad, que nos pide la Iglesia, ¡cuidad la Santa Misa! Para que el Señor nos mande vocaciones con divina abundancia y para que se formen bien, ¡acudid al Santo Sacrificio!: ¡importunad un día y otro al Dueño de la mies, bien unidos a la Santísima Virgen, llenando de peticiones vuestra Misa!»[9]. Cuando estamos de frente al altar del santo sacrificio es un momento ideal para soñar, para pedir sin cansarnos. Cuando rezamos con Cristo —y eso es lo que hacemos en la santa Misa— nos atrevemos nuevamente a lanzar la red en el mismo lugar donde tal vez ya hemos fracasado anteriormente, cuando trabajábamos solos.
El verdadero apóstol está centrado en su maestro y el solo hecho de trabajar en su viña, junto a él, es ya el mejor salario (cfr. Mt 20,1-16). Por eso, al invitar a otros para que se unan en su tarea, el apóstol ciertamente «insiste con ocasión y sin ella» (2 Tm 4,2), pero lo hace con la creatividad del amor que sugiere y que abre horizontes. Precisamente porque lo que desea es hacer felices a sus amigos, no les obliga. Si algún día tenemos que insistir, no estamos siendo pesados con los demás, puesto que no hacemos más que seguir el suave mandato de Cristo. El apóstol busca seguir el mismo estilo de un Dios enamorado pero respetuoso y delicado, enemigo de forzar ninguna conciencia; ese estilo es el que más atrae, el que más empuja.
San Josemaría también invitaba a la gente que le rodeaba a soñar en grande porque sabía que, cuando lo hacemos, nos encendemos, se enciende un fuego que nos da ánimos para poner en juego nuestros talentos. Por eso, nos equivocaríamos si contraponemos oración y acción. Sería igual de erróneo pensar que todo depende de la acción, como conformarnos con una oración que no nos moviera a hacer lo imposible por acercar a un alma a Jesús. Quizá esto segundo puede ser en ocasiones más difícil porque conocemos bien nuestras resistencias y nuestra tendencia a la comodidad. Sin embargo, nuestro trabajo de apóstoles, incluso cuando nos sentimos «siervos inútiles», siempre da fruto (cfr. Lc 17, 10).
Los frutos, pues, no se compran. No solo valen mucho más de lo que nunca podremos reunir, sino que ni siquiera están a la venta: son gratis y Dios los concede cuando quiere y como quiere, ya que «vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6,8). Podríamos decir que los frutos se sueñan. En ese sentido, el principal fruto de la oración y de la mortificación se queda en nosotros. La relación con Jesús que puede surgir de ese abandono en él nos libera de la tentación de pensar que todo depende de nosotros.
Almas animosas
Puede suceder que, con más frecuencia de la que pensamos, vivamos nuestra misión con una perspectiva que tiene poco en cuenta los tiempos y los modos de Dios. Aquello nos puede suceder, por ejemplo, cuando la aparente falta de frutos nos quita la paz o nos entristece. Quizá puede manifestarse en la poca audacia para emprender iniciativas nuevas o cuando nos apegamos a algunos modos de hacer que nos dan seguridad. No es difícil que, entonces, a veces surja en nosotros la tendencia a reprochar a los demás su falta de compromiso o a juzgar interiormente. Pero estas actitudes no son propias de un apóstol porque no son las actitudes que tuvo Cristo. Al contrario, como dice santa Teresa, «conviene mucho no apocar los deseos, pues Su Majestad es amigo de almas animosas»[10]. El verdadero apóstol lo es veinticuatro horas al día. Ha comprendido con profundidad su misión y de dónde proviene la eficacia. Sabe que Dios cuenta con su libertad y que, al mismo tiempo, todo depende de la gracia, que es un misterio. Sueña con lo que el amor de Dios puede hacer en el mundo y procura poner todo lo que está de su parte por hacerlo presente entre la gente que tiene cerca.
San Josemaría, después de hablar del título del librito que quería escribir, relataba las líneas generales de su naciente proyecto: «Sin estilo machacón, sin el tono pretencioso de quien pretende escribir máximas, anotaría tres o cuatro ideas madres con lenguaje afectivo, familiar, que sonasen como confidencias en los oídos»[11]. Esa es nuestra misión: ayudar a Cristo a remover y caldear los corazones. Algo que exige, más que ninguna otra cosa, un ambiente de afecto, de cercanía y, en una palabra, de amistad.
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Con la oración y con la mortificación nos liberamos de hacer solo nuestra misión y, en cambio, la sumamos a la de Cristo. Entendemos, por fin, su forma de salvar, su respeto exquisito de la libertad, su modo de invitar y su paciencia para esperar. Jesús nos libera de nosotros mismos para hacernos fecundos, felices, para que disfrutemos con su misión. Podemos acudir a la reina de los apóstoles, maestra de oración, para que nos ayude a disfrutar de esta inmensa alegría: «Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. –Y cómo logra»[12].