Evangelio (Mt 10, 24-33)
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos “No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus criados! «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no llegue a descubrirse, ni oculto que no llegue a saberse. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde la azotea.
«No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un céntimo? Pues bien, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre.
En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos. «Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos.
Comentario
En este pasaje, Jesús nos habla de nuestros miedos. “No tengáis miedo” de proclamar el Evangelio. Nos llama a no ser cristianos en la oscuridad, sino cristianos a plena luz. Hoy día, existe el peligro de reducir la fe al ámbito privado, a pensar que mi fe la practico por mi cuenta, desvinculada de mi relación con los demás. La sociedad moderna nos presiona para que no difundamos el Evangelio, que lo mantengamos en nuestro fuero interno. Tenemos el peligro de convertirnos en cristianos de puertas adentro, de que nuestra vida cristiana no se vea reflejada en nuestra vida social y profesional. Jesús, en cambio, nos muestra un camino muy diverso “Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz”. Nos llama a ser testigos suyos en el mundo, a llevar su mensaje a todos los lugares de la tierra. A dar luz a los hombres, a llevar a Cristo en medio de todas nuestras circunstancias ordinarias del día a día, a todas las personas que nos rodean.
Otro de nuestros miedos, es el miedo a las personas que pretenden arrinconarnos a los cristianos. “No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Los dueños de nuestra alma somos nosotros mismos, gobernamos nuestra propia vida, nuestro propio camino. Tan solo, debemos temer a los que buscan que caigamos en el pecado.
Jesús nos da la clave para superar nuestros miedos: el valor de ser hijos de Dios. No solo somos valiosos por ser imagen y semejanza de Dios, sino que Él nos ha hecho Sus hijos. Y al ser hijos, somos amados de forma absoluta por Dios. Queridos no por lo que hacemos, ni por cómo lo hacemos, sino por lo que somos: hijos amadísimos de Dios.
Esa confianza con nuestro Padre Dios, nos hace capaces de llevar a la oración con Dios todas nuestras realidades: nuestras fatigas, nuestros sufrimientos, nuestro compromiso cotidiano por ser cristianos. Todas nuestras actividades ordinarias son importantes para Dios “hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados”. Con esa cercanía de un hijo con Su Padre, los miedos desaparecen. Esa certeza de ser amados nos lleva a ser capaces de dar testimonio de Jesús en el mundo.
PARA TU ORACION PERSONAL
Pasas por una etapa crítica: un cierto temor vago; dificultad en adaptar el plan de vida; un trabajo agobiador, porque no te alcanzan las veinticuatro horas del día, para cumplir con todas tus obligaciones... ¿Has probado a seguir el consejo del Apóstol: “hágase todo con decoro y con orden”?, es decir, en la presencia de Dios, con Él, por Él y sólo para Él. (Surco 512)
¿Y cómo conseguiré -parece que me preguntas- actuar siempre con ese espíritu, que me lleve a concluir con perfección mi labor profesional? La respuesta no es mía, viene de San Pablo: trabajad varonilmente y alentaos más y más: todas vuestras cosas háganse con caridad. Hacedlo todo por Amor y libremente; no deis nunca paso al miedo o a la rutina: servid a Nuestro Padre Dios.
Me gusta mucho repetir -porque lo tengo bien experimentado- aquellos versos de escaso arte, pero muy gráficos: mi vida es toda de amor / y, si en amor estoy ducho, / es por fuerza del dolor, / que no hay amante mejor / que aquel que ha sufrido mucho. Ocúpate de tus deberes profesionales por Amor: lleva a cabo todo por Amor, insisto, y comprobarás -precisamente porque amas, aunque saborees la amargura de la incomprensión, de la injusticia, del desagradecimiento y aun del mismo fracaso humano- las maravillas que produce tu trabajo. ¡Frutos sabrosos, semilla de eternidad!
Sucede, sin embargo, que algunos -son buenos, bondadosos- aseguran de palabra que aspiran a difundir el ideal hermoso de nuestra fe, pero en la práctica se contentan con una conducta profesional ligera, descuidada: parecen cabezas de chorlito. Si tropezamos con estos cristianos de boquilla, hemos de ayudarles con cariño y con claridad; y recurrir, cuando fuere necesario, a ese remedio evangélico de la corrección fraterna: si alguno, como hombre que es, cayere desgraciadamente en alguna falta, al tal instruidle con espíritu de mansedumbre, estando atento con uno mismo, para no caer en la misma tentación. Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo. (Amigos de Dios, nn. 68-69)
JESÚS, ANTES de subir a la cruz por amor a cada hombre y cada mujer, quiere elevarnos hasta la altura de su amor. El Señor quiere, de alguna manera, ponernos a su mismo nivel, regalarnos todo lo que tiene, todo lo que ha recibido. Por eso nos ofrece su intimidad con Dios Padre. «Yo les he dado la gloria que Tú me diste» (Jn 17,22), leemos en el evangelio de la Misa de hoy. Jesús quiere que el Padre, de alguna manera, nos mire con el mismo orgullo con que le mira a él. Y para heredar todo este patrimonio es importante comprender, ante todo, «que Dios es don, que no actúa tomando, sino dando. ¿Por qué es importante? Porque nuestra forma de ser creyentes depende de cómo entendemos a Dios (...). Si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia. Si nos damos cuenta de que lo que somos es un don suyo, gratuito e inmerecido, entonces también a nosotros nos gustaría hacer de la misma vida un don»[1].
Jesús nos regala el Espíritu Santo, el dador de todos los dones, el amor que hay entre Dios Padre y él. Y con él nos da uno de sus frutos: la longanimidad, que es grandeza de ánimo ante las dificultades. «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes»[2], decía san Josemaría. Hemos sido llamados a recibir un amor infinito, pero muchas veces nuestra capacidad no se corresponde con las ansias de dilatarse que han sido regaladas a nuestro corazón. Es posible que, con frecuencia, nos concentremos demasiado en nuestras debilidades y pecados. Sin embargo, el Espíritu Santo siempre nos empuja a mirar hacia arriba, a contemplar el horizonte, a levantarnos con más fuerza. No son nuestras obras solas las que conquistan la santidad, ni siquiera son lo más importante: es Dios quien hace que nuestra entrega, esa pequeña semilla de mostaza, se multiplique y sirva para dar sombra a tantos.
«CUANDO LA VIDA de nuestras comunidades atraviesa períodos de “flojedad”, donde se prefiere la tranquilidad doméstica a la novedad de Dios, es una mala señal. Quiere decir que se busca resguardarse del viento del Espíritu. Cuando se vive para la autoconservación y no se va a los lejanos, no es un buen signo. El Espíritu sopla, pero nosotros arriamos las velas. Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa. Porque él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida. Como cuando, en una familia, nace un niño: trastorna los horarios, hace perder el sueño, pero lleva una alegría que renueva la vida, la impulsa hacia adelante, dilatándola en el amor. De este modo, el Espíritu trae un “sabor de infancia” a la Iglesia. Obra un continuo renacer. Reaviva el amor de los comienzos. El Espíritu recuerda a la Iglesia que, a pesar de sus siglos de historia, es siempre una veinteañera, la esposa joven de la que el Señor está apasionadamente enamorado. No nos cansemos por tanto de invitar al Espíritu a nuestros ambientes, de invocarlo antes de nuestras actividades: “Ven, Espíritu Santo”»[3].
La Iglesia camina hacia Pentecostés con la esperanza de alcanzar este don. Quiere llenarse de longanimidad: «No mires nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia y conforme a tu palabra...»[4], decimos en la Santa Misa. No queremos distraernos con una visión de corto alcance. Queremos fijar la mirada en lo definitivo, en lo que no pasa, en el amor de Dios por cada uno. San Josemaría nos animaba siempre a tener la mirada puesta en el horizonte: «No contempléis nada sólo con ojos humanos, hijas e hijos míos. No miréis con la nariz pegada al muro, porque entonces no veríais más que un poco de pared, algo de suelo y la punta de vuestros zapatos, que ni siquiera estarán limpios porque se habrán manchado con el polvo del camino. Alzad la cabeza, veréis el cielo, azul o nublado, pero esperando vuestro vuelo. Los obstáculos de la sensualidad, de la soberbia, de la vanidad; en una palabra, de la idiotez humana, no son tan altos que puedan, si nosotros no queremos, cegarnos por completo la vista»[5].
«LES HE DADO a conocer tu nombre y lo daré a conocer, para que el amor con que Tú me amaste esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26), continúa diciendo Jesús en el evangelio de hoy. En algunos momentos llama la atención cómo los apóstoles, elegidos por Cristo desde toda la eternidad, a veces no eran demasiado conscientes de lo que sucedía a su alrededor. Pero, en realidad, así somos también nosotros tantas veces, que nos distraemos en lo más inmediato: «Muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos (...). Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo»[6].
Lo contrario a la longanimidad es el miedo, el apocamiento, las ganas de asegurar todo, de no arriesgar nada. Dejarse vencer por el miedo es lo más fácil pero también intuimos a dónde conduce ese camino. El Espíritu libera nuestros corazones encerrados en el miedo. Transforma nuestra vida, pero lo hace a su estilo: «El cambio del Espíritu es diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace caminar con confianza (...). ¿Cómo lo hace? Renovando el corazón, transformándolo de pecador en perdonado. Este es el gran cambio: de culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón»[7].
«Proclama mi alma las grandezas del Señor» (Lc 1,46). Le pedimos a nuestra Madre que descubramos como ella la grandeza del Señor y nos dejemos encender por el fuego del Espíritu para incendiar, así, toda la tierra.