Evangelio (Mt 13, 1-9)
Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Se reunió en torno a él una multitud tan grande, que tuvo que subir a sentarse en una barca, mientras toda la multitud permanecía en la playa. Y se puso a hablarles muchas cosas con parábolas: -Salió el sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó junto al camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la ahogaron. Otra, en cambio, cayó en buena tierra y comenzó a dar fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El que tenga oídos, que oiga.
Comentario
Esta parábola es un nuevo comienzo en el ministerio de Nuestro Señor. Hasta entonces su enseñanza había sido clara y explícita, y fácilmente comprensible para las multitudes. Podemos entender su sorpresa, entonces, cuando después de su hermosa descripción del sembrador y la semilla, en lugar de explicarles la parábola, terminó abruptamente: “El que tenga oídos, que oiga”. En efecto, Jesús proporcionó la interpretación, pero sólo más tarde, en privado a los apóstoles.
A nosotros nos parece evidente el sentido de esta parábola, pero en realidad es porque tenemos la propia explicación de Nuestro Señor (cf. Mt 13,18-23). Para las multitudes, que la escuchaban por primera vez a orillas del lago, sonaba misteriosa, como una adivinanza sin respuesta. La implicación era que tendrían que descubrir el significado; y la única forma segura de hacerlo era preguntar a un maestro, que sería alguien acreditado por el propio Jesús. Al enseñar en parábolas y dar la clave de su significado a los apóstoles, Jesús les dio autoridad para enseñar en su nombre, al mismo tiempo que los entrenaba para su papel. En esto podemos discernir, al menos en la práctica, el comienzo de la autoridad docente de la Iglesia.
En la Introducción a su Comentario al Libro de Job, San Gregorio Magno escribió memorablemente: “La Palabra Divina (…) es una especie de río, si se me permite compararlo, que es a la vez ancho y profundo, en el que tanto el cordero puede caminar, como el elefante nadar” (Gregorio Magno, Moralia, Epístola a Leandro 4). Esta descripción es muy adecuada para las parábolas de Nuestro Señor, y esta cualidad las convierte en un método de enseñanza ideal para oyentes de diferentes capacidades; todos pueden aprender algo de ellas.
Los cristianos de diferentes épocas han aprendido de la práctica de Nuestro Señor, y la Iglesia primitiva, a comunicar los contenidos de la Fe con palabras que sus diferentes audiencias puedan entender. Las verdades permanecen inalteradas, pero el lenguaje cambiará para adaptarse a la mentalidad de los tiempos, y a la capacidad de los oyentes. La tarea corresponde a cada uno de los fieles, y podemos pedir al Espíritu Santo que nos ayude a encontrar las palabras adecuadas para que nuestros oyentes puedan asimilar la doctrina que contienen (cf. Lc 12,12).
TEXTOS PARA TU RATO DE ORACION
El mundo está necesitado de una fuerte dosis de esperanza. En este artículo se explica que hemos de aprender a leer los acontecimientos con la objetividad de la fe, para sembrar optimismo con la sal del ejemplo y la luz de la doctrina.
Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué se salará? No vale más que para tirarla fuera y que la pisotee la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos[1].
No bastan las palabras para enseñar la doctrina del Señor. Es necesario edificar con la sal del ejemplo para iluminar con la luz de la palabra. Lo que convirtió a los primeros cristianos no fue seguramente la novedad de una doctrina, sino la vida de quienes la ponían en práctica. Primero gustaban la sal, la vida, la santidad, el comportamiento informado por la caridad; después, atraídos por la alegría y la paz, se abrían a la luz de la doctrina, para penetrar en el misterio de la gracia que impulsa la vida cristiana.
Sigue siendo actual este modo de atraer a las personas a la luz de Cristo. Es necesario que la sal del comportamiento cristiano preserve de la corrupción del pesimismo, de la falta de esperanza. La presencia de personas alegres, optimistas y capaces de dar razón de esa alegría permite que muchos puedan vivir con la esperanza activa de alcanzar una felicidad a la altura de las aspiraciones del corazón humano, sin caer en la tentación de conformarse con menos.
No pocos, aun captando de algún modo el atractivo de las enseñanzas de Cristo, piensan que hoy nadie vive así, que se trata de un ideal irrealizable o que vivir según la moral no está al alcance de la mayoría.
Recordar la llamada universal a la santidad no consiste sólo en repetir que todos podemos y tenemos que ser santos. Es mucho más importante mostrar que, de hecho, en esta época y en esta o aquella circunstancia concreta, una persona normal, ni mejor ni peor dotada, con los mismos defectos y debilidades, puede vivir la vocación bautismal con radicalidad, incluso en una sociedad pagana.
¡Qué importante es que haya hombres y mujeres que, con sus vidas normales, con la alegría y la paz de Cristo, alimenten continuamente la esperanza de alcanzar una existencia que merezca la pena, ya feliz en la tierra, entre penas y alegrías, y plena en el cielo!
Desde el comienzo del cristianismo, la santidad de muchos hombres y mujeres ha sido sal y luz en medio de tantos ambientes. La mayoría ni siquiera han sido conscientes de la magnitud de la huella que han dejado, pero han contribuido decisivamente a preservar generaciones enteras de la corrupción del pesimismo.
El Opus Dei es un instrumento de Dios para extender la esperanza de la Buena Nueva que Cristo ha traído. Sembrar esperanza es parte fundamental de la misión de la Iglesia y, por tanto, de nuestra misión apostólica. El Señor ha querido la Obra para que sus miembros sean, activamente, sal y luz. Dice san Josemaría: Como quiere el Maestro, tú has de ser —bien metido en este mundo, en el que nos toca vivir, y en todas las actividades de los hombres— sal y luz. —Luz, que ilumina las inteligencias y los corazones; sal, que da sabor y preserva de la corrupción.Por eso, si te falta afán apostólico, te harás insípido e inútil, defraudarás a los demás y tu vida será un absurdo.[2].
La sal del ejemplo
Vosotros sois la sal. Estas palabras de Cristo aparecen en el Evangelio dentro del Sermón de la Montaña, e inmediatamente después de las Bienaventuranzas. La pobreza, la mansedumbre, el hambre y la sed de justicia, la misericordia, la limpieza, la paz, la paciencia en las persecuciones y la alegría con que el Señor caracteriza a los bienaventurados, constituyen como el despliegue de la caridad, y permiten identificar a los discípulos de Jesucristo.
La vida ordinaria ofrece infinidad de situaciones en las que se pone a prueba esa identidad cristiana, nuestro ser signos de esperanza. Cuando nos empeñamos por ser fieles a la verdad sin temer las consecuencias, y resistimos las presiones que inducen a actuar con ligereza; cuando hacemos el firme propósito de anteponer la paz en la familia al amor propio, eliminando cuentas de agravios, con la disposición abierta a la comprensión y al perdón; también cuando renunciamos personalmente a algunas comodidades para obtener una mayor libertad de corazón; o cuando luchamos con valentía por llevar una vida limpia, y sabemos rectificar y volver a empezar..., entonces somos sal.
Es evidente que este modo de comportarse no es el más común, y puede producir en algunas personas una primera reacción de extrañeza, o incluso de incomprensión. No importa; e incluso puede ser una muestra de que la sal no está desvirtuada. Muchas veces, esa primera impresión, suavizada con el bálsamo de la caridad, del trato amable y del cariño sincero, será el comienzo de una conversión.
En cualquier caso, viviremos pendientes de Dios, confiados en su paternal providencia, sin temer juicios humanos ni falsos escándalos, sin desánimos ni amarguras. A veces notamos cómo algunos, «cuando descubren claramente el bien, escudriñan para examinar si hay además algún mal oculto»[3], o tergiversan las cosas de modo que hasta las manifestaciones de justicia y de caridad, el deseo de servir y de trabajar por el bien de las personas «se vuelve injuria»[4].
La urgencia apostólica no deja tiempo para tomar en consideración esas actitudes. Como exhorta San Pablo a los Corintios, nada debe detenernos, dispuestos, si es necesario, a vivir como impostores, siendo veraces; como desconocidos, siendo bien conocidos; como moribundos, y ya veis que vivimos; como castigados, pero no muertos; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, aunque poseyéndolo todo[5].
No obstante, es normal que el comportamiento del cristiano suscite también interrogantes en personas bien intencionadas, porque no se explica sin un principio de vida nuevo. Ya sólo el testimonio de tantas familias cristianas que viven de fe entre las penas y dichas de esta vida es motivo para que muchos se cuestionen dónde está el origen de la paz y de la alegría, por qué esas renuncias, para qué ese empeño por servir sin obtener beneficios tangibles.
Esas preguntas pueden rondar el pensamiento de sus compañeros y conocidos, aunque en un primer momento quizá no se atrevan a formularlas. Será el clima de amistad el que facilite la confidencia; el cauce por el que muchos, interpelados por el ejemplo, se abrirán a la explicación de la doctrina. Sembrar amistad es esencial al modo en que los cristianos están en medio del mundo
La amistad es el puente entre el ejemplo y la doctrina, entre la sal y la luz. Así lo expresaba san Josemaría: Vive tu vida ordinaria; trabaja donde estás, procurando cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión o de tu oficio, creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ese será tu apostolado. Y, sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla —a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte— charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos, aunque a veces algunos no quieran darse cuenta: las irán entendiendo más, cuando comiencen a buscar de verdad a Dios[6].
La luz de la doctrina
Cuando, movidos por el ejemplo, se sienten interrogados y advierten un incipiente deseo de cambiar, o al menos de conocer mejor las razones de la esperanza cristiana, entonces es necesario saber hablar con don de lenguas, con buen conocimiento de la doctrina, con cariño, paciencia y serenidad, siguiendo la exhortación de San Pedro: siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza; pero con mansedumbre y respeto, y teniendo limpia la conciencia[7]. No olvidemos que buena parte de nuestro apostolado consiste en hacer amable la virtud, huyendo de todo celo amargo.
Son numerosos los ejemplos que ofrece la Sagrada Escritura de este modo de proceder. Jesús no se cansaba de explicar su forma de actuar, incluso ante personas que querían tergiversar sus palabras. Lo hacía con sencillez y con imaginación, adaptando lo que decía a los oyentes, de modo que la verdad más sublime podía llegar a los entendimientos más sencillos, facilitando a todos la conversión, sin forzar nunca la libertad.
Con gran delicadeza, por ejemplo, despertaba a las conciencias adormecidas, para que alcanzasen a juzgar sus propios actos con objetividad. Así ocurrió con la mujer samaritana. Primero ganó su confianza haciéndole ver que, siendo judío, no rechazaba el trato con los de Samaría. Enseguida le habló en unos términos que captaron su interés: conseguir agua era parte de sus preocupaciones cotidianas. Después, iluminó su conciencia progresivamente, con la prudencia de quien sabe leer en las almas: mandó llamar a su marido, provocando en ella una confidencia casi inadvertida: no tengo marido. Al final, las palabras del Señor le pondrán frente a la luz de la verdad, frente a su pobre vida necesitada de conversión: Bien has dicho no tengo marido, pues cinco has tenido y el que tienes ahora no es tu marido[8].
Así ocurrió también en el caso de los acusadores de la mujer adúltera: como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: el que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero. No hizo falta decir nada más: al oírle, se iban marchando uno tras otro, comenzando por los más viejos[9]. Y esta actitud valiente y misericordiosa abrió el corazón de aquella pobre mujer al perdón y a la conversión: Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más[10].
El Señor hablaba de fuentes y de agua a la mujer empeñada en las tareas domésticas; hablaba de las faenas del campo a los campesinos; de barcas y redes a los pescadores; de las Escrituras a los doctores de la ley... Es apasionante vivir atentos, conocer las inquietudes y los problemas de cada época y de cada lugar para hacer comprensible la doctrina y presentarla de modo amable y atractivo, adecuado a nuestros contemporáneos.
Podemos aprender, por ejemplo, de la experiencia de Juan Pablo II, quien después de tantos años de servicio a la Iglesia y de trato con las almas, señala la necesidad de «comprender las experiencias de los hombres y el lenguaje con el que se comunican entre sí»[11]. Daremos luz si sabemos comprender –sinónimo de querer– a las personas, y si ponemos esfuerzo –como Jesucristo– por hacernos entender. «Hoy hace falta mucha imaginación para aprender a dialogar sobre la fe y sobre las cuestiones más fundamentales para el hombre. Se necesitan personas que amen y que piensen, porque la imaginación vive del amor y del pensamiento»[12].
El “don de lenguas” requiere imaginación; y la imaginación, amor y conocimiento profundo –bien asimilado– de la verdad y de las circunstancias de cada momento. Nada tiene que ver el apostolado de la doctrina con un recetario de respuestas aprendidas, sin haberlas hecho propias.
Por el contrario, cuando, por la oración y el trato de amistad, se conoce a fondo a cada alma; y cuando, por la piedad y el estudio, se asimila bien la doctrina, seremos capaces de dar verdaderas razones de nuestra esperanza, podremos iluminar con la luz de Cristo la inteligencia y el corazón de muchos.
La luz de Cristo debe iluminar también los distintos ámbitos de la actividad humana. La formación doctrinal de cada uno, según su capacidad, debe armonizarse con la debida competencia profesional de modo que, sin comprometer la legítima autonomía por la que las cosas creadas y la sociedad gozan de leyes propias[13], sepamos iluminar la íntima ordenación a Dios que da sentido trascendente a todos los quehaceres. Para ello es especialmente necesario conocer muy bien aquellos temas de la doctrina católica que guardan particular importancia en el ámbito de la propia profesión.
Además, hay una serie de cuestiones éticas fundamentales que –en los momentos actuales– tienen vigencia en todas partes: por ejemplo, las relacionadas con el matrimonio y la familia, la educación, la bioética, la ecología.
Es muy conveniente –una necesidad– que cada uno sepa hablar de estos temas y dar razones comprensibles según el ambiente en el que se mueve. Muchas de estas cuestiones pertenecen a la ley natural, y son accesibles a la razón, aunque hayan sido también reveladas por Dios y la Iglesia las custodie. Nuestros argumentos no pueden recurrir siempre a la autoridad de la Iglesia, menos aún cuando nuestros interlocutores dicen no tener fe, o tienen muy poca formación.
Por el contrario, tendremos que esforzarnos por mostrar que la Iglesia es experta en humanidad, haciendo ver la profunda coherencia entre lo que ella enseña y la verdad sobre el hombre, que cada uno experimenta en su vida y puede madurar con la reflexión y el estudio.
«Es importante hacer un gran esfuerzo para explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La caridad se convertirá entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la política, a la economía, a la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser humano y el futuro de la civilización»[14].
Importa mucho mostrar en estos momentos que las exigencias de la ley natural no son en sí “valores confesionales”, sino que por estar radicadas en el ser humano, «no exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana, si bien la doctrina de la Iglesia las confirma y tutela siempre y en todas partes, como servicio desinteresado a la verdad sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil»[15].
El servicio desinteresado a la verdad lleva a trabajar por hacer una sociedad más humana, más acorde con la ley natural. Esto es más urgente todavía cuando un ambiente o una sociedad entera decide regirse en abierta oposición al Derecho natural. En estos casos, los cristianos tienen el derecho y el deber de evitar, por todos los medios lícitos a su alcance y con no menos astucia y sagacidad que la que se emplea para hacer el mal[16], que las instituciones, en lugar de facilitar el camino de los hombres hacia el bien y hacia Dios, faciliten el mal y la condenación de las almas[17].
No cabe el silencio o la deserción, quedarse encerrado en la torre de marfil. Cada uno ha de ser católico en todas las manifestaciones de la vida, sin respetos humanos: no sólo en el hogar, sino en toda la actuación social y pública. Quien ha recibido la verdad sin mérito alguno, tiene la obligación de ser siempre, con su vida ejemplar y con la palabra oportuna, testigo de la verdad, testigo de Cristo.
El mundo está necesitado de una fuerte dosis de esperanza. Hemos de aprender a leer los acontecimientos con la objetividad de la fe, para sembrar optimismo con la sal del ejemplo y la luz de la doctrina: «Si se mira superficialmente a nuestro mundo, impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Mas éste es un sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios Padre y Señor, en su bondad y misericordia (...). Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo (...). La esperanza cristiana nos sostiene en nuestro compromiso a fondo para la nueva evangelización y para la misión universal, y nos lleva a pedir como Jesús nos ha enseñado: “Venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt 6, 10)»[18]. El Señor promoverá vocaciones en número bastante para garantizar el triunfo de la verdad, del bien y de la justicia en la vida de cada nación, en provecho de todos los hombres.