"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

20 de julio de 2021

SERVIR A LA IGLESIA COMO QUIERES SER SERVIDA

 Evangelio (Mt 12, 46-50)


Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces: -Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo. Pero él respondió al que se lo decía: -¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: -Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.


Comentario


A lo largo de su vida pública, Jesús pone sistemáticamente su misión en primer lugar, y cualquier otro vínculo terrenal en segundo lugar. El Reino de los Cielos está por encima de cualquier otro compromiso. Incluso los lazos familiares, que eran cruciales en aquella cultura, tienen menos importancia: Jesús advierte a sus oyentes que quien ama a su familia más que a Él, no es digno de Él (cf. Mt 10,34-37).


En esta ocasión, los miembros de su familia fueron a Cafarnaún, donde sabían que se encontraba con sus discípulos, para hablar con él. Tal vez querían instarle a ser más prudente, ante la creciente oposición de los escribas y fariseos. Al encontrarlo ocupado en la enseñanza de sus discípulos, se quedaron fuera y le enviaron un mensaje.


Esperaban que dejara por un momento su enseñanza y se acercara a ellos. Pero Jesús aprovechó el momento para proclamar una nueva enseñanza a sus discípulos. Extendiendo la mano hacia ellos, proclamó solemnemente: “Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”. Era una declaración que abría horizontes inesperados: Jesús estaba construyendo una nueva familia basada en los lazos espirituales y no en la genealogía o el parentesco. Para pertenecer a ella, dice Jesús, lo único que se requiere es el compromiso de hacer la voluntad de Dios. Cualquiera puede unirse.


Los lazos que se forman entre los cristianos son muy estrechos. Jesús los asemeja a los lazos familiares, y eso demuestra que considera a las familias físicas como una bendición, como escuelas de fraternidad y amor. En efecto, “Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de María” (CIC, n.1655). Sin embargo, esta nueva familia es considerada como una bendición aún más elevada, y extenderá esa fraternidad y amor a todos.


Nosotros pertenecemos a esa familia: “la Iglesia no es otra cosa que la familia de Dios” (CIC, n.1655). Jesús enseñó a sus discípulos hasta qué punto somos responsables unos de otros. En la víspera de su pasión les ordenó: “que os améis unos a otros, como yo os he amado. En esto conocerán todos que sois mis discípulos (...)” (Jn 13,34-35).


Y esta caridad se manifiesta de manera muy práctica. Debemos preguntarnos con regularidad si encontramos el modo de “llevar las cargas de los otros, y así cumplir la ley de Cristo” (Gal 6,2).


DEL PAPA  FRANCISCO PARA TU ORACION PERSONAL


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy desearía detenerme brevemente en otro de los términos con los que el Concilio Vaticano II definió a la Iglesia: «Pueblo de Dios» (cf. const. dogm. Lumen gentium, 9; Catecismo de la Iglesia católica, 782). Y lo hago con algunas preguntas sobre las cuales cada uno podrá reflexionar.


¿Qué quiere decir ser «Pueblo de Dios»? Ante todo quiere decir que Dios no pertenece en modo propio a pueblo alguno; porque es Él quien nos llama, nos convoca, nos invita a formar parte de su pueblo, y esta invitación está dirigida a todos, sin distinción, porque la misericordia de Dios «quiere que todos se salven» (1 Tm 2, 4). A los Apóstoles y a nosotros Jesús no nos dice que formemos un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28, 19). San Pablo afirma que en el pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay judío y griego... porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Desearía decir también a quien se siente lejano de Dios y de la Iglesia, a quien es temeroso o indiferente, a quien piensa que ya no puede cambiar: el Señor te llama también a ti a formar parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor. Él nos invita a formar parte de este pueblo, pueblo de Dios.


¿Cómo se llega a ser miembros de este pueblo? No es a través del nacimiento físico, sino de un nuevo nacimiento. En el Evangelio, Jesús dice a Nicodemo que es necesario nacer de lo alto, del agua y del Espíritu para entrar en el reino de Dios (cf. Jn 3, 3-5). Somos introducidos en este pueblo a través del Bautismo, a través de la fe en Cristo, don de Dios que se debe alimentar y hacer crecer en toda nuestra vida. Preguntémonos: ¿cómo hago crecer la fe que recibí en mi Bautismo? ¿Cómo hago crecer esta fe que yo recibí y que el pueblo de Dios posee?


La otra pregunta. ¿Cuál es la ley del pueblo de Dios? Es la ley del amor, amor a Dios y amor al prójimo según el mandamiento nuevo que nos dejó el Señor (cf. Jn 13, 34). Un amor, sin embargo, que no es estéril sentimentalismo o algo vago, sino que es reconocer a Dios como único Señor de la vida y, al mismo tiempo, acoger al otro como verdadero hermano, superando divisiones, rivalidades, incomprensiones, egoísmos; las dos cosas van juntas. ¡Cuánto camino debemos recorrer aún para vivir en concreto esta nueva ley, la ley del Espíritu Santo que actúa en nosotros, la ley de la caridad, del amor! Cuando vemos en los periódicos o en la televisión tantas guerras entre cristianos, pero ¿cómo puede suceder esto? En el seno del pueblo de Dios, ¡cuántas guerras! En los barrios, en los lugares de trabajo, ¡cuántas guerras por envidia y celos! Incluso en la familia misma, ¡cuántas guerras internas! Nosotros debemos pedir al Señor que nos haga comprender bien esta ley del amor. Cuán hermoso es amarnos los unos a los otros como hermanos auténticos. ¡Qué hermoso es! Hoy hagamos una cosa: tal vez todos tenemos simpatías y no simpatías; tal vez muchos de nosotros están un poco enfadados con alguien; entonces digamos al Señor: Señor, yo estoy enfadado con este o con esta; te pido por él o por ella. Rezar por aquellos con quienes estamos enfadados es un buen paso en esta ley del amor. ¿Lo hacemos? ¡Hagámoslo hoy!


¿Qué misión tine este pueblo? La de llevar al mundo la esperanza y la salvación de Dios: ser signo del amor de Dios que llama a todos a la amistad con Él; ser levadura que hace fermentar toda la masa, sal que da sabor y preserva de la corrupción, ser una luz que ilumina. En nuestro entorno, basta con abrir un periódico —como dije—, vemos que la presencia del mal existe, que el Diablo actúa. Pero quisiera decir en voz alta: ¡Dios es más fuerte! Vosotros, ¿creéis esto: que Dios es más fuerte? Pero lo decimos juntos, lo decimos todos juntos: ¡Dios es más fuerte! Y, ¿sabéis por qué es más fuerte? Porque Él es el Señor, el único Señor. Y desearía añadir que la realidad a veces oscura, marcada por el mal, puede cambiar si nosotros, los primeros, llevamos a ella la luz del Evangelio sobre todo con nuestra vida. Si en un estadio —pensemos aquí en Roma en el Olímpico, o en el de San Lorenzo en Buenos Aires—, en una noche oscura, una persona enciende una luz, se vislumbra apenas; pero si los más de setenta mil espectadores encienden cada uno la propia luz, el estadio se ilumina. Hagamos que nuestra vida sea una luz de Cristo; juntos llevaremos la luz del Evangelio a toda la realidad.


¿Cuál es la finalidad de este pueblo? El fin es el Reino de Dios, iniciado en la tierra por Dios mismo y que debe ser ampliado hasta su realización, cuando venga Cristo, nuestra vida (cf. Lumen gentium, 9). El fin, entonces, es la comunión plena con el Señor, la familiaridad con el Señor, entrar en su misma vida divina, donde viviremos la alegría de su amor sin medida, un gozo pleno.


Queridos hermanos y hermanas, ser Iglesia, ser pueblo de Dios, según el gran designio de amor del Padre, quiere decir ser el fermento de Dios en esta humanidad nuestra, quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios a este mundo nuestro, que a menudo está desorientado, necesitado de tener respuestas que alienten, que donen esperanza y nuevo vigor en el camino. Que la Iglesia sea espacio de la misericordia y de la esperanza de Dios, donde cada uno se sienta acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio. Y para hacer sentir al otro acogido, amado, perdonado y alentado, la Iglesia debe tener las puertas abiertas para que todos puedan entrar. Y nosotros debemos salir por esas puertas y anunciar el Evangelio.

Saludos , Muchas gracias.



SERVIR A LA IGLESIA COMO QUIERES SER SERVIDA


“Un cristiano que desea comportarse como buen hijo de Dios, no puede permanecer insensible ante una situación de irreligiosidad o de indiferencia ante las exigencias divinas. La primera y más importante respuesta debe ser la oración, avalorada por el ofrecimiento de pequeñas mortificaciones y de un trabajo bien acabado, con el corazón y la mente puestos en las necesidades de la Iglesia. Esta época nuestra continúa siendo tiempo de rezar y tiempo de reparar –así se expresaba nuestro Fundador (san Josemaría), especialmente en los últimos años de su vida terrena–, de modo que vosotros y yo (…) lleguemos sinceramente a repetir con San Pablo: completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24).


Amar a la Iglesia, servirla como Ella quiere ser servida: ¡una pasión santa (…)! Rogad al Espíritu Santo que os encienda en este fuego de amor a su Esposa. (…) Por eso es bueno que nos preguntemos con frecuencia: ¿Cómo es mi amor a la Iglesia? ¿Sufro y me gozo con Ella, ante sus dolores y sus alegrías? ¿Considero como algo muy propio, personal, todos sus avatares? ¿Siento la responsabilidad del apostolado y del proselitismo, para conseguir que aumente cada día el número de los que desean amar a Dios con todo su corazón y trabajar por la Iglesia con todas sus fuerzas? ¿Soy consciente de la ayuda que puedo y debo ofrecer al Cuerpo Místico con mi oración y mi mortificación, cumpliendo con fidelidad –con amor y por amor– mis deberes cotidianos? ¿Me doy cuenta de que, a toda hora, la Iglesia me necesita? Los que me tratan, ¿pueden definirme como hijo fiel de esta Madre Santa, por el empeño que pongo en testimoniar y poner en práctica mi fe?


No me olvidéis que, en la medida de sus posibilidades, cada uno ha de procurar influir con sus ideas y su actuación personal, libérrima y responsable, en la opinión pública y en el ambiente profesional, en las personas y en los medios que intervienen en tareas decisorias del futuro de la sociedad, de modo que se respeten y promuevan las perennes enseñanzas cristianas. Con valentía, cada uno debe vibrar como parte viva de la Iglesia, a la que conciernen determinadas responsabilidades en la extensión el mensaje evangélico: impregnar con el espíritu cristiano la familia, las leyes, el trabajo, el descanso, la enseñanza, las diversiones…” (Carta, noviembre de 1988, vol. I, n. 407)

Beato Alvaro del Portillo