Evangelio (Mt 10,7-15)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus Apóstoles: Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca: curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis. No llevéis en la faja oro, plata ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni otra túnica, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento.
Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa saludad; si la casa se lo merece, la paz que deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros. Si alguno no os recibe o no os escucha, al salir de su casa o del pueblo, sacudid el polvo de los pies. Os aseguro que el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y Gomorra, que a aquel pueblo.
Comentario
El evangelio de la misa de hoy nos muestra la misión universal del cristiano: predicar el Evangelio.
Jesús nos enseña que predicar el Evangelio incluye tanto las obras de misericordia materiales como las espirituales. No solo es resucitar a los muertos entendido como buscar que todas las personas alcancen la vida eterna. Jesús también quiere que busquemos mejorar las condiciones materiales de las personas necesitadas: que cuidemos enfermos, limpiemos leprosos, etc… Nos recuerda que debemos buscar mejorar las condiciones de vida de aquellos que sufren, debemos buscar su bien material.
Pero Jesús no se queda en un plano puramente material, sino que quiere que todo hombre conozca el Evangelio, conozca Su mensaje. Cada cristiano está llamado a llevar el mensaje de alegría del cristiano. El que busca a Cristo no necesita nada más, es Cristo el que llena por completo las ansias de felicidad del hombre. Cristo es la respuesta, él colma al hombre por completo.
Tantas veces, nos aferramos a los bienes materiales. Intentamos tener siempre más. Ponemos nuestra felicidad en las cosas materiales. Jesús nos recuerda que debemos desprendernos de lo material para poder aferrarnos sólo a Él. En nuestra vida, muchas veces prevalece el tener al ser. Y Jesús nos recuerda que, para cumplir la misión de predicar el Evangelio, no necesitamos tener cosas, sino fiarnos de Jesús al cien por cien.
Muchas personas se encuentran desconsoladas por el sufrimiento y el dolor. El cristiano está llamado a ayudar al que sufre. Pero también a mirar más arriba, a mirar a Jesús, a mirar el Reino de los Cielos. Podemos pedirle a Jesús que nos transmita y contagie el afán por evangelizador a los que nos rodean.
PARA TU ORACION PERSONAL
Este umbral de la Semana Santa, tan próximo ya el momento en el que se consumó sobre el Calvario la Redención de la humanidad entera, me parece un tiempo particularmente apropiado para que tú y yo consideremos por qué caminos nos ha salvado Jesús Señor Nuestro; para que contemplemos ese amor suyo —verdaderamente inefable— a unas pobres criaturas, formadas con barro de la tierra.
Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris, nos amonestaba nuestra Madre la Iglesia, al iniciarse la Cuaresma, con el fin de que jamás olvidásemos que somos muy poca cosa, que un día cualquiera nuestro cuerpo —tan lleno de vida ahora— se deshará, como la ligera nube de polvo que levantan nuestros pies al andar; se disipará como niebla acosada por los rayos del sol.
Ejemplo de Cristo
Pero yo quisiera, después de recordaros tan crudamente nuestra personal insignificancia, encarecer ante vuestros ojos otra estupenda realidad: la magnificencia divina que nos sostiene y que nos endiosa. Escuchad las palabras del Apóstol: bien sabéis cómo ha sido la liberalidad de Nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, de modo que vosotros fueseis ricos por medio de su pobreza. Fijaos con calma en el ejemplo del Maestro, y comprenderéis enseguida que disponemos de tema abundante para meditar durante toda la vida, para concretar propósitos sinceros de más generosidad. Porque, y no me perdáis de vista esta meta que hemos de alcanzar, cada uno de nosotros debe identificarse con Jesucristo, que —ya lo habéis oído— se hizo pobre por ti, por mí, y padeció, dándonos ejemplo, para que sigamos sus pisadas.
¿No te has preguntado alguna vez, movido por una curiosidad santa, de qué modo llevó a término Jesucristo este derroche de amor? De nuevo se ocupa San Pablo de respondernos: teniendo la naturaleza de Dios, (...) no obstante, se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres y reducido a la condición de hombre. Hijos, pasmaos agradecidos ante este misterio, y aprended: todo el poder, toda la majestad, toda la hermosura, toda la armonía infinita de Dios, sus grandes e inconmensurables riquezas, ¡todo un Dios!, quedó escondido en la Humanidad de Cristo para servirnos. El Omnipotente se presenta decidido a oscurecer por un tiempo su gloria, para facilitar el encuentro redentor con sus criaturas.
A Dios, escribe el Evangelista San Juan, nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, existente en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer, compareciendo ante la mirada atónita de los hombres: primero, como un recién nacido, en Belén; después, como un niño igual a los otros; más adelante, en el Templo, como un adolescente juicioso y despierto; y, al fin, con aquella figura amable y atractiva del Maestro, que removía los corazones de las muchedumbres que le acompañaban entusiasmadas.
Bastan unos rasgos del Amor de Dios que se encarna, y su generosidad nos toca el alma, nos enciende, nos empuja con suavidad a un dolor contrito por nuestro comportamiento, mezquino y egoísta en tantas ocasiones. Jesucristo no tiene inconveniente en rebajarse, para elevarnos de la miseria a la dignidad de hijos de Dios, de hermanos suyos. Tú y yo, por el contrario, con frecuencia nos enorgullecemos neciamente de los dones y talentos recibidos, hasta convertirlos en pedestal para imponernos a los demás, como si el mérito de unas acciones, acabadas con una perfección relativa, dependiera exclusivamente de nosotros: ¿qué posees tú que no hayas alcanzado de Dios? Y si lo que tienes, lo has recibido, ¿de qué te glorías como si no lo hubieses recibido?.
Al considerar la entrega de Dios y su anonadamiento —hablo para que lo meditemos, pensando cada uno en sí mismo—, la vanagloria, la presunción del soberbio se revela como un pecado horrendo, precisamente porque coloca a la persona en el extremo opuesto al modelo que Jesucristo nos ha señalado con su conducta. Pensadlo despacio: El se humilló, siendo Dios. El hombre, engreído por su propio yo, pretende enaltecerse a toda costa, sin reconocer que está hecho de mal barro de botijo.
No sé si os habrán contado, en vuestra infancia, la fábula de aquel campesino, al que regalaron un faisán dorado. Transcurrido el primer momento de alegría y de sorpresa por ese obsequio, el nuevo dueño buscó dónde podría encerrarlo. Al cabo de bastantes horas, tras muchas dudas y diferentes planes, optó por meterlo en el gallinero. Las gallinas, admiradas por la belleza del recién venido, giraban a su alrededor, con el asombro de quien descubre un semidiós. En medio de tanto alboroto, sonó la hora de la pitanza y, al echar el dueño los primeros puñados de salvado, el faisán —famélico por la espera— se lanzó con avidez a sacar el vientre de mal año. Ante un espectáculo tan vulgar —aquel prodigio de hermosura comía con las mismas ansias del animal más corriente— las desencantadas compañeras de corral la emprendieron a picotazos contra el ídolo caído, hasta arrancarle todas las plumas. Así de triste es el desmoronamiento del ególatra; tanto más desastroso cuanto más se ha empinado sobre sus propias fuerzas, presuntuosamente confiado en su personal capacidad.
Sacad consecuencias prácticas para vuestra vida diaria, sintiéndoos depositarios de unos talentos —sobrenaturales y humanos— que habéis de aprovechar rectamente, y rechazad el ridículo engaño de que algo os pertenece, como si fuera fruto de vuestro solo esfuerzo. Acordaos de que hay un sumando —Dios— del que nadie puede prescindir.
Con esta perspectiva, convenceos de que si de veras deseamos seguir de cerca al Señor y prestar un servicio auténtico a Dios y a la humanidad entera, hemos de estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones nobles, de los triunfos, de los éxitos.
Me refiero también —porque hasta ahí debe llegar tu decisión— a esas ilusiones limpias, con las que buscamos exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle, ajustando nuestra voluntad a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o aquello sólo si a Ti te agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa? Asestamos así un golpe mortal al egoísmo y a la vanidad, que serpean en todas las conciencias; de paso que alcanzamos la verdadera paz en nuestras almas, con un desasimiento que acaba en la posesión de Dios, cada vez más íntima y más intensa.
Para imitar a Jesucristo, el corazón ha de estar enteramente libre de apegamientos. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Pues quien quisiera salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por amor de mí, la encontrará. Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?. Y comenta San Gregorio: no bastaría vivir desprendidos de las cosas, si no renunciáramos además a nosotros mismos. Pero... ¿a dónde iremos fuera de nosotros? ¿Quién es el que renuncia, si a sí mismo se deja?
Sabed que una es la situación nuestra en cuanto caídos por el pecado; y otra, en cuanto formados por Dios. De una forma hemos sido creados, y en otra distinta nos encontramos a causa de nosotros mismos. Renunciémonos, en lo que nos hemos convertido pecando, y mantengámonos como hemos sido constituidos por la gracia. Así, el que ha sido soberbio, si, convertido a Cristo, se hace humilde, ya ha renunciado a sí mismo; si un lujurioso cambia a una vida continente, también se ha renunciado en lo que antes era; si un avariento deja de codiciar y, en lugar de apoderarse de lo ajeno, comienza a ser generoso con lo propio, ciertamente se ha negado a sí mismo.
Señorío del cristiano
Corazones generosos, con desprendimiento verdadero, pide el Señor. Lo conseguiremos, si soltamos con entereza las amarras o los hilos sutiles que nos atan a nuestro yo. No os oculto que esta determinación exige una lucha constante, un saltar por encima del propio entendimiento y de la propia voluntad, una renuncia —en pocas palabras— más ardua que el abandono de los bienes materiales más codiciados.
Ese desprendimiento que el Maestro predicó, el que espera de todos los cristianos, comporta necesariamente también manifestaciones externas. Jesucristo cpit facere et docere: antes que con la palabra, anunció su doctrina con las obras. Lo habéis visto nacer en un establo, en la carencia más absoluta, y dormir recostado sobre las pajas de un pesebre sus primeros sueños en la tierra. Luego, durante los años de sus andanzas apostólicas, entre otros muchos ejemplos, recordaréis su clara advertencia a uno de los que se ofrecieron para acompañarle como discípulo: las raposas tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; más el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza. Y no dejéis de contemplar aquella escena, que recoge el Evangelio, en la que los Apóstoles, para mitigar el hambre, arrancan por el camino en un sábado unas espigas de trigo.
Se puede decir que nuestro Señor, cara a la misión recibida del Padre, vive al día, tal y como aconsejaba en una de las enseñanzas más sugestivas que salieron de su boca divina: no os inquietéis, en orden a vuestra vida, sobre lo que comeréis; ni en orden a vuestro cuerpo, sobre qué vestiréis. Importa más la vida que la comida, y el cuerpo que el vestido. Fijaos en los cuervos: no siembran, ni siegan, no tienen despensa, ni granero; y, sin embargo, Dios los alimenta. Pues, ¡cuánto más valéis vosotros!... Mirad cómo crecen los lirios: no trabajan, ni hilan; y, no obstante, os aseguro que ni Salomón, con toda su magnificencia, estuvo jamás vestido como una de estas flores. Pues, si a una hierba que hoy crece en el campo y mañana se echa al fuego, Dios así la viste, ¿cuánto más hará con vosotros, hombres de poquísima fe?.
Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros —¡con fe recia!— de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los hombres mundanos, de las personas que carecen de sentido sobrenatural. Querría, en confidencia de amigo, de sacerdote, de padre, traeros a la memoria en cada circunstancia que nosotros, por la misericordia de Dios, somos hijos de ese Padre Nuestro, todo poderoso, que está en los cielos y a la vez en la intimidad del corazón; querría grabar a fuego en vuestras mentes que tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!, y El proveerá. Creedme que sólo así nos conduciremos como señores de la Creación, y evitaremos la triste esclavitud en la que caen tantos, porque olvidan su condición de hijos de Dios, afanados por un mañana o por un después que quizá ni siquiera verán.