Evangelio (Mt 10,16-23)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: Mirad que Yo os envío como a ovejas en medio de lobos: ¡Sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas!
Pero cuidado con los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en las sinagogas. A causa de mí, seréis llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los gentiles.
Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo vais a hablar o qué vais a decir: lo que debáis decir se os dará a conocer en ese momento, porque no serán vosotros los que hablaréis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros. El hermano entregará a su hermano para que sea condenado a muerte, y el padre a su hijo; los hijos se rebelarán contra sus padres y los matarán. Seréis odiados por todos a causa de mi Nombre, pero aquel que persevere hasta el fin se salvará. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra, y si os persiguen en esta, huid a una tercera. Os aseguro que no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel, antes que llegue el Hijo del hombre.
Comentario
Jesús nos previene de las dificultades, somos “ovejas en medio de lobos”. La vida del cristiano, muchas veces, no es sencilla, conlleva sufrimiento, dolor, contradicción. Hoy día, nos movemos en un ambiente que no es cristiano, igual que en tiempos de los apóstoles. Pero el ambiente no puede ser una excusa para no evangelizar.
Ante esta situación, Jesús nos da la receta: dar testimonio. Tantas veces, los cristianos nos vemos cohibidos por un ambiente adverso que nos sirve como excusa para no evangelizar. Jesús conoce que nos envía a los lobos, aun así, nos alienta a ser testigos suyos.
Ante esta situación, Jesús nos anima a hacer el bien. La violencia es derrotada por el amor, la muerte por la vida. San Josemaría, decía “tenemos que ahogar el mal en abundancia de bien” (864 Surco).
Jesús nos anima a confiar en el Espíritu Santo, sin miedo a ir contracorriente. Es una gracia que debemos pedir al Señor. Ser coherentes, vivir como cristianos.
Ante esta aparente paradoja que supone ser ovejas en medio de lobos, Jesús nos hace mirar más allá. El cristiano es oveja, pero cuenta con la ayuda del Espíritu Santo, cuenta con la ayuda de la gracia. Y Dios puede más que cualquier manada de lobos.
En los momentos en que perdamos la visión positiva y nos sintamos abatidos por el mal del mundo o de nuestra vida, dirijamos nuestra oración al Cielo y mantengamos la confianza en que Dios ha vencido al mundo.
PARA TU ORACION PERSONAL
Respeto y caridad
Nos sorprendía al principio la actitud de los discípulos de Jesús ante el ciego de nacimiento. Se movían en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal, y acertarás. Después, cuando conocen más al Maestro, cuando se dan cuenta de lo que significa ser cristiano, sus opiniones están inspiradas en la comprensión.
En cualquier hombre —escribe Santo Tomás de Aquino— existe algún aspecto por el que los otros pueden considerarlo como superior, conforme a las palabras del Apóstol "llevados por la humildad, teneos unos a otros por superiores" (Philip. II, 3). Según esto, todos los hombres deben honrarse mutuamente. La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona —por su honor, por su buena fe, por su intimidad—, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y de la justicia.
La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador. Por eso, los atentados a la persona —a su reputación, a su honor— denotan, en quien los comete, que no profesa o que no practica algunas verdades de nuestra fe cristiana, y en cualquier caso la carencia de un auténtico amor de Dios. La caridad por la que amamos a Dios y al prójimo es una misma virtud, porque la razón de amar al prójimo es precisamente Dios, y amamos a Dios cuando amamos al prójimo con caridad.
Espero que seremos capaces de sacar consecuencias muy concretas de este rato de conversación, en la presencia del Señor. Principalmente el propósito de no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien, sembrando a nuestro alrededor la convivencia leal, la justicia y la paz.
Y la decisión de no entristecernos nunca, si nuestra conducta recta es mal entendida por otros; si el bien que —con la ayuda continua del Señor— procuramos realizar, es interpretado torcidamente, atribuyéndonos, a través de un ilícito proceso a las intenciones, designios de mal, conducta dolosa y simuladora. Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio —Iesus autem tacebat, Jesús callaba—, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean. Preocupémonos sólo de hacer buenas obras, que El se encargará de que brillen delante de los hombres.
A nuestra reincidencia en el mal, responde Jesús con su insistencia en redimirnos, con abundancia de perdón (Via Crucis, VII estación). Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos (Es Cristo que pasa, 165). Tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien (Surco, 864). Acostúmbrate a apedrear a esos pobres «odiadores», como respuesta a sus pedradas, con Avemarías (Forja, 650).
Buen Jesús, yo reconozco que, cuando me siento ofendido, comienza a hervir dentro de mí el deseo del desquite. ¡Exactamente lo que Tú no hiciste! ¡Qué difícil es contener la fantasía de las venganzas pequeñas o grandes que mi imaginación construye. Y, sin embargo, sé que debería pensar en perdonar! Haz, Señor, que, cuando me sienta así, vengan a mi memoria tus palabras: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan” (Mt 5, 44), y las de San Pablo: “no te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien” (Rm 12, 21). Yo te suplico, Señor, que la meditación de las palabras de San Josemaría para el día de hoy despierten en mí, por su intercesión, decisiones de rezar siempre por los que me causan un mal y de desearles el bien, de “ahogar el mal en abundancia de bien”.
“Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia”. En esta expresión de Jesús “habéis oído”, ciertamente se refiere a los preceptos en los que “traducen” la ley los sacerdotes y maestros de la Ley, un modo de entender e interpretar la Ley de Dios que queda desautorizada por lo que les dice enseguida: “pero yo os digo”. Cristo con la misma autoridad de quien dio la Ley al pueblo de Israel la explica y da su sentido pleno. La justicia que proponían no tiene su origen en la caridad, lejos de estar animada por ella, sino más bien parece que tiene su fundamento en la venganza, eso sí, tratando de ordenarla para que no se exceda: “ojo por ojo” pone un límite a la venganza; pero ese es ámbito en el que mueve esa interpretación de la Ley de Dios, que se convierte en ley – así, en minúscula – humana. “El que quiere vengarse, jamás produce justicia. Tan pronto como uno comienza a defenderse contra la injusticia, despierta el odio en el propio corazón, y el resultado es una nueva injusticia” (Romano Guardini, “El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo”).
Pero también podemos leer una enseñanza más onda para cada uno: “has oído: ojo por ojo”, pero esa es la voz del pecado, del amor de generosidad destruido por el pecado que habita en nosotros. “Yo”, la voz del Espíritu Santo en tu conciencia te digo: renuncia al odio y a la venganza, recorre el camino del perdón y la misericordia, como nos dice San Pablo: “No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien (Rm 12, 21). Sólo el amor vence al odio, “el amor vence siempre, como Cristo ha vencido; el amor ha vencido”. Con cuanta fuerza e insistencia nos ha enseñado San Juan Pablo II esto con su vida y su palabra. No debemos dejarnos engañar por nuestra debilidad, por el maligno. Aquel que es la Verdad, y que la Verdad nos trae la auténtica libertad nos insiste, porque sabe lo que hay en el corazón del hombre y conoce su verdadero bien: No hagáis frente al que os agravia, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas.
“El que quiere vengarse, jamás produce justicia. Tan pronto como uno comienza a defenderse contra la injusticia, despierta el odio en el propio corazón, y el resultado es una nueva injusticia” -Pasaje de: Guardini, Romano. “El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo.” –
La cuestión es cómo podemos vivir así, según este programa de vida, vivir vida verdaderamente humana, una vida que nos conduce por el camino de felicidad porque nos conduce la vida eterna. Sólo hay un modo: “mirar a Cristo”, no apartar nuestros ojos de él, de quien inicia y consuma nuestra fe, de aquel que, despreciando la ignominia, soportó en la cruz la violencia de nuestros pecados, y que está sentado a la diestra del trono de Dios (cf. Hb 12,2). Viviendo de la gracia de Cristo que nos renueva cada día desde dentro y nos convierte de pecador en siervos buenos y fieles (cfr. Mt 25, 21). “La gracia de Dios no es tanto objeto de conquista, cuanto de disponible y gozosa aceptación, como para recibir un don, sin ponerle impedimentos. Esto es posible concretamente, ante todo, mediante una actitud de profunda oración, que lleva consigo precisamente entablar un diálogo con el Señor; luego, mediante una actitud de sincera humildad, puesto que la fe es precisamente la adhesión de la mente y del corazón a la Palabra de Dios; y, finalmente, mediante un comportamiento de auténtica caridad, que deje traslucir todo el amor, del que nosotros ya hemos sido objetos por parte del Señor” (San Juan Pablo II, homilía en la parroquia de Nuestra Señora de Coromoto (15-III-1981)
Madre Nuestra, intercede por nosotros para que tu Hijo nos haga partícipes de su fuerza, para que la gracia de su bondad apresure la salvación que retrasan nuestros pecados.