Evangelio (Mt 11,25-27)
En aquella ocasión Jesús declaró:
- Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.
Comentario
Es bonito ver cómo los padres, cuando han puesto en marcha algo grande, transmiten toda su experiencia a sus hijos para que puedan hacerse cargo de la empresa familiar y llevarla a mayor éxito y grandeza. Algo parecido dice Jesús de su Padre Dios: “Todo me lo ha entregado mi Padre”.
La vida de Jesús no se puede entender sino como vida del Hijo de Dios en su perfecta unidad con el Padre. Y uno de los tesoros más grandes que nos ha regalado con su encarnación ha sido justamente enseñarnos al Padre, al Dios a quien nadie había contemplado jamás: “a Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer” (Jn 1,18).
Cuando Felipe le dice en la última cena: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”, Jesús le contesta “Felipe, ¿tanto tiempo llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,8-9). Cuando dudemos de la cercanía y de la bondad de Dios podemos volver a contemplar en las páginas del Evangelio la vida y el corazón de Jesús: allí encontramos la consolación de un Padre que nos ama como hijos únicos.
El descubrimiento de nuestra filiación divina es el regalo de Dios en Jesucristo. San Josemaría así contaba cómo lo experimentó en el otoño de 1931: “Aprendí a llamar Padre, en el Padrenuestro, desde niño; pero sentir, ver, admirar ese querer de Dios de que seamos hijos suyos..., en la calle y en un tranvía - una hora, hora y media, no lo sé -; Abba, Pater!, tenía que gritar” (Meditación del 24-XII-1969).
Ese don inmenso es algo que cada uno de nosotros tiene que descubrir y experimentar personalmente en su vida.
TEXTO PARA TU ORACION PERSONAL
El Opus Dei está presente en la Iglesia para fomentar la búsqueda de la santidad en medio del mundo. Se exponen a continuación cuatro rasgos de su espíritu, estrechamente unidos entre sí: la filiación divina, la unidad de vida, la santificación del trabajo y la piedad doctrinal.
No se distingue entre fieles laicos y ordenados, porque, como explica san Josemaría, “en la Obra no hay dos clases de socios, clérigos y laicos: todos son y se sientes iguales, y todos viven el mismo espíritu: la santificación en el propio estado" ( Conversaciones, n. 69).
1. Filiación divina
«La filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei», afirmaba san Josemaría ( Es Cristo que pasa, n. 64). El bautismo nos hace hijos de Dios en Cristo, e inaugura una relación basada en la confianza en la Providencia divina, la sencillez en el trato con Dios y con los demás, un profundo sentido de la dignidad de la persona y de la fraternidad entre los hombres, un verdadero amor cristiano al mundo y a las realidades creadas por Dios, la serenidad y el optimismo.
La formación que proporciona el Opus Dei fortalece en los fieles cristianos un vivo sentido de su condición de hijos de Dios, que impregna cada una de sus acciones y les ayuda a conducirse de acuerdo con la excelsa vocación con que han sido llamados (cfr. Ef 4, 1).
San Josemaría sintetizó este sentido de la filiación divina como un deseo ardiente y sincero, tierno y profundo a la vez de imitar a Jesucristo como hermanos suyos, hijos de Dios Padre, y de estar siempre en la presencia de Dios; filiación que lleva a vivir vida de fe en la Providencia, y que facilita la entrega serena y alegre a la divina Voluntad .
2. Unidad de vida
“Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" ( Ef 4, 5), dice san Pablo para describir la realidad de la vida cristiana: la vida de los seguidores de Cristo es, y debe ser, una sola vida, única, unitaria. Se trata de “una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales" ( Amigos de Dios, n.165).
Ante la tentación de que el cristiano disocie su relación con Dios de su comportamiento en el trabajo, la familia y las relaciones sociales –error que subrayó la Constitución Gaudium et spes (n. 43)–, san Josemaría predicaba con fuerza: “no hay –no existe– una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste" ( Amigos de Dios, n.165).
La formación que se imparte en la Obra conduce a orientar a Dios, a través del cumplimiento de los propios deberes, las estructuras de la sociedad; a luchar por mantener siempre “una unidad de vida, sencilla y fuerte, en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones" (san Josemaría, cit. en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. II, Rialp, Madrid 2002, p. 577).
Para crecer en esta unidad de vida son necesarias la confianza en el Señor y la sinceridad de vida –con la ayuda del examen de conciencia y de la dirección espiritual personal–. Así es posible superar las discrepancias entre lo que Dios pide y el propio querer y obrar.
3. Santificación del trabajo
La santificación del trabajo es quicio de la santificación en medio del mundo, según el espíritu del Opus Dei; además es, como decía san Josemaría, condición sine qua non para el apostolado. Se trata de trabajar mucho,con perfección humana y con perfección cristiana. Es preciso además trabajar bien porque Dios quiere que nos ocupemos del mundo que Él mismo creó (cfr. Gn 1, 27; 2, 15), para llevar todo lo creado hacia Él (cfr. Jn 12, 32).
En primer lugar, se trata de trabajar con perfección humana, es decir, cuidando las cosas pequeñas, con orden, intensidad, constancia, competencia y espíritu de servicio y de colaboración con los demás; en una palabra, con profesionalidad.
Además, se debe buscar la perfección cristiana, poniendo a Dios en primer lugar, pues la vocación profesional es parte esencial de la vocación divina de cada hombre (cfr. Amigos de Dios, n. 60). Trabajando por amor a Dios y con deseo de servir a sus hermanos los hombres, el cristiano pone en ejercicio las virtudes humanas y sobre todo la caridad, de manera que no sólo se santifica él mismo, sino que santifica el propio trabajo, que pasa a ser así auténtico medio de santidad.
Fruto directo de la unidad de vida y del trabajo santificado será el apostolado. “Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional" ( Es Cristo que pasa, n. 122).
4. Piedad doctrinal
San Josemaría enseñaba que la piedad es el remedio de los remedios : una piedad honda, “doctrinal", pues sin doctrina la vida de intimidad con Jesucristo corre el peligro de ser superficial, meramente externa y sentimental.
Doctrina y piedad no pueden existir separadamente: se necesita doctrina para alimentar la piedad, y piedad para vivificar la doctrina. De esta manera, el cristiano inmerso en las actividades temporales cuenta con un bagaje suficiente para alimentar su vida de oración, y a la vez para responder a quien le pida razón de su esperanza (cfr. 1 Pe 3, 15), en los distintos desafíos de la vida social y profesional. “Cuídame, aunque te caigas de viejo –concluye san Josemaría– el afán de formarte más" ( Surco, n. 538).