Evangelio (Mt 11,28-30)
Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.
Comentario
La Sagrada Escritura habla a menudo de la vida en términos de peregrinación: caminamos, personalmente y como pueblo, hacia un descanso del que no podemos disfrutar aquí plenamente. Sin embargo, quien nos procurará ese descanso, Cristo, camina con nosotros; es más, camina “en nosotros”, y por eso el descanso ya es posible mientras peregrinamos, aunque no lo podamos experimentar en plenitud. La clave está en darnos cuenta de la presencia de Jesús en nuestros corazones y en ponernos en sus manos: en caminar en diálogo con él, compartiendo con él todos nuestros deseos y afanes.
Poco antes de las palabras que leemos en el evangelio de la misa de hoy, Jesús ha hablado de la necesidad de buenos pastores que vayan a trabajar a la abundante mies (Mt 9,35-38); ha elegido a los Doce Apóstoles y les ha dado instrucciones para la misión (Mt 10,1-42); ha hablado de la actitud de aquellos a los que se predica el evangelio (Mt 11,1-24); y ha entonado una preciosa acción de gracias al Padre por haber querido revelar cosas tan grandes a los pequeños (Mt 11,25-27). No solo produce cansancio y agobio el normal peregrinar de la vida, sino que a eso hemos de añadir el producido por la misión. Aunque, de hecho, toda nuestra vida cristiana es misión: no son dos cosas que se puedan separar.
El cansancio y el agobio también pueden venir por la falta de escucha de aquellos a los que hemos sido enviados. Cristo nos ayuda a dar sentido a ese cansancio (cfr. Col 1,24). Y a realizar la misión de llevar el evangelio y hacerlo vida propia con rectitud de intención. No hablamos de Dios tan solo a los que sabemos que van a responder. Dios, al enviar a Jeremías y Ezequiel, les dijo que muchos no los escucharán, pero que nadie podría ya decir que no había habido un profeta entre ellos (Jr 7,27; Ez 2,5).
Cristo nos dejó con su vida unas huellas para seguir (1P 2,21) y, al hacerlo, ha dado sentido a nuestros cansancios: él caminó y camina entre nosotros, con su corazón manso y humilde, como buen pastor que no se cansa de buscar y cuidar a sus ovejas. Con su corazón, el peso de la vida, sin dejar de ser peso, se lleva de otra forma. Así lo expresaba San Pablo: “estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se va a manifestar en nosotros” (Rm 8,18).
TEXTO PARA TU RATO DE ORACION
Para seguir las huellas de Cristo, el apóstol de hoy no viene a reformar nada, ni mucho menos a desentenderse de la realidad histórica que le rodea... —Le basta actuar como los primeros cristianos, vivificando el ambiente.
Para seguir las huellas de Cristo, el apóstol de hoy no viene a reformar nada, ni mucho menos a desentenderse de la realidad histórica que le rodea... —Le basta actuar como los primeros cristianos, vivificando el ambiente
Surco, 320
Para seguir a Cristo, para servir a la Iglesia, para ayudar a los demás hombres a reconocer su destino eterno, no es indispensable abandonar el mundo o alejarse de él, ni tampoco hace falta dedicarse a una actividad eclesiástica; la condición necesaria y suficiente es la de cumplir la misión que Dios ha encomendado a cada uno, en el lugar y en el ambiente queridos por su Providencia.
Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 60
Se vive de modo tan precipitado, que la caridad cristiana ha pasado a constituir un fenómeno raro, en este mundo nuestro; aunque —al menos de nombre— se predica a Cristo...
—Te lo concedo. Pero, ¿qué haces tú que, como católico, has de identificarte con El y seguir sus huellas?: porque nos ha indicado que hemos de ir a enseñar su doctrina a todas las gentes, ¡a todas!, y en todos los tiempos.
Surco, 728
Me dices que sí, que estás firmemente decidido a seguir a Cristo.
—¡Pues has de ir al paso de Dios; no al tuyo!
Forja, 531
Seguir a Cristo no significa refugiarse en el templo, encogiéndose de hombros ante el desarrollo de la sociedad, ante los aciertos o las aberraciones de los hombres y de los pueblos. La fe cristiana, al contrario, nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos —con la gracia del Cielo— construir nuestro destino eterno.
Es Cristo que pasa, 99
Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: “Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo”. Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?
Camino, 382
¿Cómo podremos superar esos inconvenientes? ¿Cómo lograremos fortalecernos en aquella decisión, que comienza a parecernos muy pesada? Inspirándonos en el modelo que nos muestra la Virgen Santísima, nuestra Madre: una ruta muy amplia, que necesariamente pasa a través de Jesús.
En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos.
Ruego al Señor que nos decidamos a alimentar en nuestras almas la única ambición noble, la única que merece la pena: ir junto a Jesucristo, como fueron su Madre Bendita y el Santo Patriarca, con ansia, con abnegación, sin descuidar nada. Participaremos en la dicha de la divina amistad -en un recogimiento interior, compatible con nuestros deberes profesionales y con los de ciudadano-, y le agradeceremos la delicadeza y la claridad con que Él nos enseña a cumplir la Voluntad del Padre Nuestro que habita en los cielos.
Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo. Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo.
(Amigos de Dios, nn. 299-303)