"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

1 de agosto de 2021

BIENES ESPIRITUALES Y BIENES MATERIALES


 

Evangelio (Jn 6,24-35)


Cuando la multitud vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle en la orilla opuesta del mar, le preguntaron:


—Maestro, ¿cuándo has llegado aquí?


Jesús les respondió:


—En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os habéis saciado. Obrad no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello.


Ellos le preguntaron:


—¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?


Jesús les respondió:


—Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado.


Le dijeron:


—¿Y qué signo haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú? Nuestros padres comieron en el desierto el maná, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo.


Les respondió Jesús:


—En verdad, en verdad os digo que Moisés no os dio el pan del cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que ha bajado del cielo y da la vida al mundo.


—Señor, danos siempre de este pan —le dijeron ellos.


Jesús les respondió:


—Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed.


Comentario


El evangelio de este domingo recoge un fragmento del llamado discurso del pan de vida pronunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. El reciente milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, le sirve al Maestro de marco y ocasión para exponer verdades muy profundas sobre el misterio de la Eucaristía y sobre la necesidad de la fe. Hoy vamos a detenernos brevemente en este segundo aspecto.


Podría llamarnos la atención la poca capacidad de los oyentes de Jesús para comprender el anuncio de la Eucaristía que estaba realizando. Ellos se quedaban torpemente en el plano material; deseaban recibir de Jesús más alimentos; pensaban que el poder del maestro de Galilea era una atractiva y fácil solución a sus problemas materiales y diarios. Y además le pedían más intervenciones suyas claras, si quería que confiaran en Él.


Pero Jesús les anima a ser más sobrenaturales, a obrar “no por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su sello” (v. 27).


Esa poca capacidad de aquellas gentes para comprender el lenguaje de Jesús podemos sufrirla nosotros también, casi sin darnos cuenta. Nos sucede cuando en nuestras peticiones a Dios nos centramos en los bienes materiales, como la salud física, el trabajo, diversos logros, aprobar exámenes, etc., pero nos olvidamos quizá de dar prioridad a la petición habitual por los bienes espirituales: la conversión, el estado de gracia, la vuelta a los sacramentos y a la amistad con Dios, la generosidad para entregarse a Él totalmente, etc.


Esta jerarquía sobrenatural de nuestras peticiones a Dios, dando prioridad a los bienes espirituales, sin dejar por eso de pedir los demás, transforma nuestra manera de pensar y de actuar: “obrad por el alimento que perdura hasta la vida eterna”, nos dice Jesús. Si obramos así, tendremos cada vez más vida de fe.


A este respecto, escribía san Josemaría en una ocasión: “Se oye a veces decir que actualmente son menos frecuentes los milagros. ¿No será que son menos las almas que viven vida de fe? (…) Hemos de creer con fe firme en quien nos salva, en este Médico divino que ha sido enviado precisamente para sanarnos. Creer con tanta más fuerza cuanta mayor o más desesperada sea la enfermedad que padezcamos. Hemos de adquirir la medida divina de las cosas, no perdiendo nunca el punto de mira sobrenatural, y contando con que Jesús se vale también de nuestras miserias, para que resplandezca su gloria”[1].


Jesús les dice a sus oyentes: “Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado” (v. 29). Dios quiere obrar milagros en nosotros; sobre todo el milagro de nuestra divinización. Para eso necesita nuestra fe, nuestra confianza, que se traducen, entre otras cosas, en valorar más los bienes espirituales que los materiales, la salud y el bienestar de nuestras almas antes que el de nuestros cuerpos.


TEXTOS PARA TU ORACION


«El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres. Con miras al bien común exige el respeto del destino universal de los bienes y del derecho de propiedad privada. La vida cristiana se esfuerza por ordenar a Dios y a la caridad fraterna los bienes de este mundo» (Catecismo, 2401).


1. El destino universal y la propiedad privada de los bienes


«Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus frutos (cfr. Gn 1, 26-29). Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano» (Catecismo, 2402).


Sin embargo, «la apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo» (ibidem).


«El derecho a la propiedad privada, adquirida por el trabajo, o recibida de otro por herencia o por regalo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial [1], aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio» ( Catecismo , 2403). El respeto del derecho a la propiedad privada es importante para el desarrollo ordenado de la vida social.


«”El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él, sino también a los demás” (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 69, 1). La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos» (Catecismo, 2404).


El socialismo marxista y en particular el comunismo, al pretender, entre otras cosas, la subordinación absoluta del individuo a la sociedad, niega el derecho de la persona a la propiedad privada de los bienes de producción (los que sirven para producir otros bienes, como la tierra, ciertas industrias, etc.), afirmado que sólo el Estado puede poseer esos bienes, como condición para instaurar una sociedad sin clases [2].


«La Iglesia ha rechazado las ideologías totalitarias y ateas asociadas en los tiempos modernos al comunismo o socialismo . Por otra parte, ha rechazado en la práctica del capitalismo el individualismo y la primacía absoluta de la ley de mercado sobre el trabajo humano» (Catecismo, 2425) [3].


2. El uso de los bienes: templanza, justicia y solidaridad


«En materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad» (Catecismo, 2407).


Parte de la templanza es la virtud de la pobreza, que no consiste en no tener, sino en estar desprendido de los bienes materiales, en contentarse con lo que basta para vivir sobria y templadamente [4], y en administrar los bienes para servir a los demás. Nuestro Señor nos dio ejemplo de pobreza y desprendimiento desde su venida al mundo hasta su muerte (cfr. 2 Co 8, 9). Enseñó asimismo el daño que puede causar el apegamiento a las riquezas: “Difícilmente un rico entrará en el reino de los cielos» (Mt 19, 23).


La justicia, como virtud moral, consiste en el hábito mediante el cual se da con voluntad constante y firme a cada uno lo que le es debido. La justicia entre personas singulares se llama conmutativa (por ejemplo, el acto de pagar una deuda); la justicia distributiva «regula lo que la comunidad debe a los ciudadanos en proporción a sus contribuciones y a sus necesidades» (Catecismo , 2411) [5]; y la justicia legal es la del ciudadano hacia la comunidad (por ejemplo, pagar los impuestos justos).


La virtud de la solidaridad es «la determinación firme y perseverante de empeñarse a favor del bien común: es decir, del bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos” [6]. La solidaridad es “comunicación de los bienes espirituales aún más que comunicación de bienes materiales» (Catecismo, 1948).


3. El respeto de los bienes ajenos


El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener injustamente lo ajeno, o causar algún daño injusto al prójimo en sus bienes materiales. Se comete hurto o robo cuando se toman ocultamente los bienes del prójimo. La rapiña es el apoderarse violentamente de las cosas ajenas. El fraude es el hurto que se lleva a cabo engañando al prójimo con trampas, documentos falsos, etc., o reteniendo el justo salario. La usura consiste en reclamar mayor interés del lícito por la cantidad prestada (generalmente, aprovechándose de una situación de necesidad material del prójimo).


«Son también moralmente ilícitos, la especulación mediante la cual se pretende hacer variar artificialmente la valoración de los bienes con el fin de obtener un beneficio en detrimento ajeno; la corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones conforme a derecho [p. e., el soborno de un empleado público o privado]; la apropiación y el uso privados de los bienes sociales de una empresa; los trabajos mal hechos, el fraude fiscal, la falsificación de cheques y facturas, los gastos excesivos, el despilfarro. Infligir voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas es contrario a la ley moral y exige reparación» (Catecismo, 2409).


«Los contratos están sometidos a la justicia conmutativa , que regula los intercambios entre las personas en el respeto exacto de sus derechos. La justicia conmutativa obliga estrictamente; exige la salvaguardia de los derechos de propiedad, el pago de las deudas y el cumplimiento de obligaciones libremente contraídas» (Catecismo, 2411). «Los contratos [deben ser] rigurosamente observados en la medida en que el compromiso adquirido es moralmente justo» (Catecismo, 2410).


La obligación de reparar: quien ha cometido una injusticia debe reparar el daño causado, en la medida que esto sea posible. La restitución de lo robado –o al menos el deseo y propósito de restituir– es necesario para recibir la absolución sacramental. El deber de restituir obliga con urgencia: la culpable demora agrava el daño al acreedor y la culpa del deudor. Excusa del deber de restitución la imposibilidad física o moral, mientras dure. La obligación puede extinguirse, por ejemplo, al ser perdonada la deuda por parte del acreedor [7].


4. La doctrina social de la Iglesia


La Iglesia, «cuando cumple su misión de anunciar el Evangelio, enseña al hombre, en nombre de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas; y le descubre las exigencias de la justicia y de la paz, conformes a la sabiduría divina» (Catecismo, 2419). El conjunto de estas enseñanzas sobre principios que deben regular la vida social se llama Doctrina social y forma parte de la doctrina moral católica [8].


Algunas enseñanzas fundamentales de la Doctrina social de la Iglesia son: 1) la dignidad trascendente de la persona humana y la inviolabilidad de sus derechos; 2) el reconocimiento de la familia como célula básica de la sociedad fundada en el verdadero matrimonio indisoluble, y la necesidad de protegerla y fomentarla a través de las leyes sobre el matrimonio, la educación y la moral pública; 3) las enseñanzas acerca del bien común y de la función del Estado.


La misión de la Jerarquía de la Iglesia es de orden diverso a la misión de la autoridad política. El fin de la Iglesia es sobrenatural y su misión es conducir a los hombres a la salvación. Por eso, cuando el Magisterio se refiere a aspectos temporales del bien común, lo hace en cuanto deben ordenarse al Bien supremo, nuestro último fin. La Iglesia expresa un juicio moral, en materia económica y social, «cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas» [9].


Es importante subrayar que «no corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia iniciativa con sus conciudadanos» (Catecismo, 2442) [10].


5. Actividad económica y justicia social


«El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra (cfr. Gn 1, 28; Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes , 34; Juan Pablo II, Enc. Centessimus annus, 31). El trabajo es, por tanto, un deber: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Ts 3, 10; cfr. 1 Ts 4, 11). El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Puede ser también redentor» (Catecismo, 2427). Realizando el trabajo en unión con Cristo, el hombre se hace colaborador del Hijo de Dios en su obra redentora. El trabajo es medio de santificación de las personas y de las realidades terrenas, informándolas con el Espíritu de Cristo (cfr. Ibidem) [11].


En el ejercicio de su trabajo, «cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos. Deberá ajustarse a las reglamentaciones dictadas por las autoridades legítimas con miras al bien común (cfr. Juan Pablo II, Enc. Centessimus annus ,1-5-1991, 32; 34)» (Catecismo, 2429) [12].


La responsabilidad del Estado: «La actividad económica, en particular la economía de mercado, no puede desenvolverse en medio de un vacío institucional, jurídico y político. Por el contrario supone seguridad sobre las garantías de la libertad individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes. La primera incumbencia del Estado es, pues, la de garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar de los frutos de su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente» [13].


Los empresarios «están obligados a considerar el bien de las personas y no solamente el aumento de las ganancias. Sin embargo, éstas son necesarias; permiten realizar las inversiones que aseguran el porvenir de las empresas, y garantizan los puestos de trabajo» (Catecismo, 2432). A ellos «les corresponde ante la sociedad la responsabilidad económica y ecológica de sus operaciones» [14].


«El acceso al trabajo y a la profesión debe estar abierto a todos sin discriminación injusta, a hombres y mujeres, sanos y disminuidos, autóctonos e inmigrados (cfr. Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 19; 22-23). Habida consideración de las circunstancias, la sociedad debe por su parte ayudar a los ciudadanos a procurarse un trabajo y un empleo (cfr. Juan Pablo II, Enc. Centessimus annus, 48)» (Catecismo, 2433). «El salario justo es el fruto legítimo del trabajo. Negarlo o retenerlo puede constituir una grave injusticia» (Catecismo, 2434) [15].


La justicia social. Esta expresión se ha comenzado a utilizar en el siglo XX, para referirse a la dimensión universal que han adquirido los problemas de justicia. «La sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a las asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su naturaleza y su vocación» (Catecismo, 1928).


Justicia y solidaridad entre las naciones. «Las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de su desarrollo, o han sido impedidas de realizarlo por trágicos acontecimientos históricos. Es un deber de solidaridad y de caridad; es también una obligación de justicia si el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido pagados con justicia» (Catecismo, 2439).


«La ayuda directa constituye una respuesta apropiada a necesidades inmediatas, extraordinarias, causadas por ejemplo por catástrofes naturales, epidemias, etc. Pero no basta para reparar los graves daños que resultan de situaciones de indigencia ni para remediar de forma duradera las necesidades» (Catecismo, 2440).


Es necesario también reformar las instituciones económicas y financieras internacionales para que promuevan y potencien relaciones equitativas con los países menos desarrollados (cfr. i bidem ; Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 30-12-1987, 16).


6. Justicia y caridad


La caridad –forma virtutum, forma de todas las virtudes–, que es de nivel superior a la justicia, no se manifiesta sólo o principalmente en dar más de lo que se debe en estricto derecho. Consiste sobre todo en darse uno mismo –pues esto es amor–, y debe acompañar siempre a la justicia, vivificándola desde dentro. Esta unión entre justicia y caridad se manifiesta, por ejemplo, en dar lo que se debe con alegría, en preocuparse no sólo de los derechos de la otra persona sino también de sus necesidades, y en general en practicar la justicia con suavidad y comprensión [16].


La justicia debe estar siempre informada por la caridad. No se pueden tratar de resolver los problemas de la convivencia humana simplemente con una justicia entendida como un pretendido adecuado funcionar, anónimo, de las estructuras sociales: «Al resolver los asuntos, procura no exagerar nunca la justicia hasta olvidarte de la caridad» (San Josemaría, Surco, 973).


La justicia y la caridad se han de vivir especialmente en la atención a las personas necesitadas (pobres, enfermos, etc.). Nunca se podrá alcanzar una situación social en que sea superflua la atención personal a las necesidades materiales y espirituales del prójimo. El ejercicio de las obras de misericordia materiales y espirituales será siempre necesario (cfr. Catecismo, 2447).


«El amor -caritas- siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido -cualquier ser humano- necesita: una entrañable atención personal» [17].


La miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los «más pequeños de sus hermanos» (Mt 25, 40). También por ello, los que sufren la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes no ha cesado de trabajar para aliviarlos y defenderlos (cfr. Catecismo, 2448).