"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

2 de agosto de 2021

DOCILIDAD

 

Evangelio (Mt 13, 31-35)


Les propuso otra parábola:


—El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo; es, sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas.


Les dijo otra parábola:


—El Reino de los Cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.


Todas estas cosas habló Jesús a las multitudes con parábolas y no les solía hablar nada sin parábolas, para que se cumpliese lo dicho por medio del Profeta:


Abriré mi boca con parábolas,


proclamaré las cosas que estaban ocultas


desde la creación del mundo.


Comentario


¡Qué claros son los ejemplos que nos pone el Señor! Claros e instructivos, lógicamente, puesto que cuando comprendemos bien las cosas se mejora notablemente nuestra manera de actuar.


La liturgia nos propone hoy dos ejemplos de su método pedagógico, dos cortas parábolas o metáforas para mostrarnos de qué manera actúa la gracia en el alma. En realidad, son como dos etapas de esta actuación.


En primer lugar, el grano de mostaza. Si se lee tranquilamente la parábola, se llega fácilmente a la conclusión de que Dios no tiene prisa, o bien de que su manera de contar el tiempo es muy distinta a la nuestra.


Nosotros estamos acostumbrados a medir la eficacia de nuestras acciones por los resultados inmediatos que obtenemos. Dios no. Él sabe esperar y tiene paciencia, incluso cuando somos poco dóciles con las gracias que nos envía.


La segunda imagen es la levadura en la masa. También aquí encontramos la idea de la paciencia y de la constancia. Pero además, otra tan importante o incluso más. A saber, que la levadura debe fermentarlo todo: “hasta que fermentó todo”.


Esto quiere decir que la gracia de Dios, el buen espíritu cristiano, deben estar presentes en el conjunto de nuestras actividades: trabajo, relaciones familiares y sociales y, por supuesto, en nuestra vida de piedad. Así, si somos dóciles, Dios podrá hacer su obra de santificación en nuestra alma y santificar también el ambiente en el que nos movemos.


PARA TU ORACION PERSONAL


“No te turbe conocerte como eres”

No necesito milagros: me sobra con los que hay en la Escritura. –En cambio, me hace falta tu cumplimiento del deber, tu correspondencia a la gracia. (Camino, 362)


Repitamos, con la palabra y con las obras: Señor, confío en Ti, me basta tu providencia ordinaria, tu ayuda de cada día. No tenemos por qué pedir a Dios grandes milagros. Hemos de suplicar, en cambio, que aumente nuestra fe, que ilumine nuestra inteligencia, que fortalezca nuestra voluntad. Jesús permanece siempre junto a nosotros, y se comporta siempre como quien es.


Desde el comienzo de mi predicación, os he prevenido contra un falso endiosamiento. No te turbe conocerte como eres: así, de barro. No te preocupe. Porque tú y yo somos hijos de Dios ‑y éste es endiosamiento bueno‑, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: nos eligió el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo para que seamos santos en su presencia. Nosotros que somos especialmente de Dios, instrumentos suyos a pesar de nuestra pobre miseria personal, seremos eficaces si no perdemos el conocimiento de nuestra flaqueza. Las tentaciones nos dan la dimensión de nuestra propia debilidad.


Si sentís decaimiento, al experimentar ‑quizá de un modo particularmente vivo‑ la propia mezquindad, es el momento de abandonarse por completo, con docilidad en las manos de Dios. Cuentan que un día salió al encuentro de Alejandro Magno un pordiosero, pidiendo una limosna. Alejandro se detuvo y mandó que le hicieran señor de cinco ciudades. El pobre, confuso y aturdido, exclamó: ¡yo no pedía tanto! Y Alejandro repuso: tú has pedido como quien eres; yo te doy como quien soy. (Es Cristo que pasa, 160)


“Dóciles al Espíritu Santo”

Nuestro Señor Jesús lo quiere: es preciso seguirle de cerca. No hay otro camino. Esta es la obra del Espíritu Santo en cada alma –en la tuya–, y has de ser dócil, para no poner obstáculos a tu Dios. (Forja, 860)


Para concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos impulse a tratar al Espíritu Santo ‑y, con Él, al Padre y al Hijo‑ y a tener familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad ‑repito‑, vida de oración, unión con la Cruz.


Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.


Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor. Viejo camino interior de infancia, siempre actual, que no es blandenguería, ni falta de sazón humana: es madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios. (Es Cristo que pasa, 135)


JESÚS, para su predicación, se inspiraba en la vida ordinaria, ya que así facilitaba la comprensión de su mensaje. A los pescadores les hablaba de barcas y de redes; a los agricultores, de semillas y cosechas; a las amas de casa, de las tareas ordinarias del hogar. Eso sucede en el evangelio de la Misa de hoy. Después de la escasa acogida que brindaron las autoridades religiosas al Sermón de la montaña y al discurso apostólico, Jesús exclama con dolor: «¿Con quién voy a comparar esta generación? Se parece a unos niños que se sientan en las plazas y les reprochan a sus compañeros: “Hemos tocado para vosotros la flauta, y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis hecho duelo”» (Mt 11,16-17).


El Maestro se sirve de aquel estribillo popular para quejarse por la respuesta que recibían sus palabras. Aquellas personas, representantes de la religiosidad judía del momento, tuvieron el privilegio de escuchar la buena nueva de labios del Hijo de Dios y, sin embargo, decidieron seguir igual, como si nada hubiese pasado. Por el contrario, sabemos que muchos sencillos y humildes lo acogieron con fe. Por ese motivo, Jesús elevará más adelante su oración al Padre: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).


Durante el tiempo del Adviento el Señor nos invita a prepararnos para la celebración del nacimiento de Jesús. Podemos aprovechar para mirar con detenimiento nuestra vida, concretamente la manera en la cual acogemos los dones de Dios: ¿lo hacemos como los pequeños y sencillos, que escucharon la palabra de Dios y la pusieron en práctica? ¿O como aquellas autoridades convencidas de su sabiduría y que rechazaron la llamada de Jesucristo? Podemos pedir a Dios la docilidad necesaria para recibir sus dones. «El Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. “Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm 8,14)»[1].


«HA VENIDO Juan, que no come ni bebe, y dicen: “Tiene un demonio”. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: “Mirad un hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores”» (Mt 11,18-19). Jesús hace notar a sus oyentes que muchos no atendieron ni la invitación a la penitencia del Bautista, ni su propio mensaje de alegría. Por eso les compara a los protagonistas de aquella canción infantil, que no bailaban en los cánticos de boda ni lloraban en los funerales.


En el fondo, aquellas personas no pudieron reconocer en Juan Bautista a Elías ni en Jesucristo al Mesías. Tal vez vivían demasiado aferrados a sus propias opiniones y prejuicios, y no se percataron de quién era el que les hablaba. «El único deseo de Dios es salvar la humanidad, pero el problema es que es a menudo el hombre el que quiere dictar las reglas de la salvación (...). También nosotros, cada uno, lleva ese drama dentro. Por eso, nos vendrá bien preguntarnos: ¿Cómo quiero yo ser salvado? ¿A mi modo?»[2].


Pidamos al Señor que nos conceda el don de atender a sus inspiraciones: que tengamos visión sobrenatural, que nos dejemos sorprender por Dios que está vivo en las personas y en los acontecimientos que nos rodean. Para no caer en la triste realidad de aquellos contemporáneos de Jesús que nos recuerda el Evangelio de hoy, es fundamental que cuidemos el trato frecuente con Dios que nos lleva a una vida contemplativa. Pero también es importante no aferrarnos a nuestros prejuicios sobre el actuar divino y estar abiertos a su creatividad. Solo así podremos leer, cumplidas, las promesas que dirige el profeta Isaías: «Sería tu paz como un río, y tu justicia como las olas del mar, tu descendencia sería como la arena, y los vástagos de tus entrañas, como sus granos; su nombre no perecería, ni se borraría de mi presencia» (Is 48,8-19).


LAS ORACIONES de la Misa de hoy aluden también a la parábola de las vírgenes prudentes, invitándonos a imitarlas en su disposición ante la llegada del Esposo: «El Señor llega, salid a su encuentro; él es el Príncipe de la paz»[3].


Jesús compara el reino de los cielos a «diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas» (Mt 25,1-13). La parábola es una invitación a estar siempre preparados para que, cuando llegue el momento definitivo del encuentro con el Esposo, del cual nadie conoce el día ni la hora, estemos llenos del amor de Dios y al prójimo. Se trata de tener la mirada puesta en los bienes más altos, discernir qué nos conviene elegir para ser felices y disponernos a llevar a cabo los propósitos para alcanzar esos bienes. Ese es el aceite que nos permitirá salir al encuentro del Esposo de la Iglesia, que nacerá en Belén.


Con el modelo de las vírgenes prudentes, el prefacio de la Misa señala que «el mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento, para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza»[4]. Somos prudentes cuando velamos en oración y procuramos que lo primero sea siempre el Señor: «Unos minutos de oración mental; la asistencia a la Santa Misa –diaria, si te es posible– y la Comunión frecuente; acudir regularmente al Santo Sacramento del Perdón –aunque tu conciencia no te acuse de falta mortal–; la visita a Jesús en el Sagrario; el rezo y la contemplación de los misterios del Santo Rosario, y tantas prácticas estupendas que tú conoces o puedes aprender»[5].


Pidamos la intercesión de nuestra Madre, la Virgen María, para que nos ayude a preparar la venida de su Hijo con docilidad y visión sobrenatural. Queremos sorprendernos nuevamente con el nacimiento de Jesús, y por eso pedimos en la Misa de hoy: «Dios todopoderoso, concede a tu pueblo esperar vigilante la venida de tu Unigénito, para que nos apresuremos a salir a su encuentro con las lámparas encendidas, como nos enseñó nuestro Salvador»[6].