"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

12 de agosto de 2021

El tapiz del matrimonio: tiempo y dedicación


 

Evangelio (Mt 19,3-12)


En aquel tiempo, se acercaron entonces a él unos fariseos y le preguntaron para tentarle:


—¿Le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?

Él respondió:


—¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.


Ellos le replicaron:

—¿Por qué entonces Moisés mandó dar el libelo de repudio y despedirla?


Él les respondió:


—Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón; pero al principio no fue así. Sin embargo, yo os digo: cualquiera que repudie a su mujer —a no ser por fornicación— y se case con otra, comete adulterio.


Le dicen los discípulos:

—Si esa es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse.

—No todos son capaces de entender esta doctrina —les respondió él—, sino aquellos a quienes se les ha concedido.


En efecto, hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre; también hay eunucos que han quedado así por obra de los hombres; y los hay que se han hecho eunucos a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien sea capaz de entender, que entienda.


Comentario


Muy actual nos resulta esta cuestión que unos fariseos plantearon a Jesús. Parece que, al igual que hoy, por entonces, en los tiempos y culturas antiguas, el divorcio estaba a la orden del día, incluso “por cualquier motivo”. Y en un pasado más remoto, debió de ser algo tan difundido, que hasta Moisés, en Israel, tuvo que legislarlo, para ponerle freno, como mal menor. Sin embargo, Jesús, en su respuesta, se remonta no ya al pasado, sino al origen de todo, cuando el mismo Dios estableció la unión indisoluble entre hombre y mujer. El modelo de esta alianza será la fidelidad de Dios con su pueblo. Así lo expresa el profeta: “Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré conmigo en justicia y derecho, en amor y misericordia. Te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás al Señor” (Oseas 2,21-22). La expresión “a no ser por fornicación” no expresa que una infidelidad podría ser causa de divorcio. El término utilizado en griego, la lengua original del texto evangélico, se refiere más bien a una unión ilegítima que no se puede sanar, (por ejemplo, el incesto), y que, por lo tanto, hay que disolverla. No se trataría de una excepción a la indisolubilidad.


El Creador quiere y bendice el matrimonio, para la felicidad de los esposos y de los hijos, y el bien de la entera comunidad humana. Es una vocación divina y, como tal, exige discernimiento, preparación, y una voluntad decidida de buscar el bien del otro y de la familia, de perseverar un día y otro en el amor mutuo. Todo con la ayuda de la gracia divina, para superar las dificultades del camino. Podríamos decir que Jesús “sufre” con cada infidelidad y ruptura: “El Señor es testigo entre ti y la esposa de tu juventud (...), siendo ella tu compañera, la esposa comprometida por tu alianza. ¿Es que no hizo una sola cosa de carne y espíritu? Y ¿qué busca esta unidad? Una posteridad concedida por Dios (Malaquías 2,14-16).


Podemos imaginar el hogar de Nazaret: allí, Jesús niño y adolescente, fue testigo del amor delicado de María y José. En su perfecta humanidad, “crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lucas 2,52), bajo el amparo del ejemplo de sus padres.


PARA UN RATO DE ORACIÓN: El tapiz del matrimonio: tiempo y dedicación

El matrimonio es una carrera de fondo que necesita de la perseverancia para conseguir que el otro llegue a su plenitud como mujer o como hombre, es decir, para hacerle feliz. Texto editorial con algunos consejos para lograrlo.


Después de todo lo que hemos ido leyendo a lo largo de estos artículos, llegamos a la conclusión de que el amor conyugal hay que trabajarlo día a día, desde que uno se levanta hasta que se acuesta, con detalles pequeños: un ‘te quiero’ con contenido, un beso sin rutina, un guiño de complicidad, un preocuparse por una reunión de trabajo del otro o de que le dolía la cabeza al salir de casa, y tantas otras cosas ‘pequeñas’ que se nos pueden escapar pensando en grandes hazañas. Aquellas, sin embargo, son las oportunidades reales que fortalecen nuestro amor y le dan sentido de perennidad: así es como se teje el tapiz del matrimonio.


Por eso, se puede decir que el matrimonio es también un trabajo: primero, porque es llamada que da plenitud a la creación de Dios[1], vocación originaria al amor[2] que se despliega en la comunidad de vida y en el apoyo mutuo que se prestan los esposos[3]; como afirma san Juan Pablo II, la persona “se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión”[4]: es decir, no cuando el hombre conoce las criaturas, sino cuando se conoce en relación de mutua similitud. Y, segundo, porque es un quehacer que comporta esfuerzo constante por mantener incólume la ‘unidad de dos’ que forman, pues el mismo matrimonio nos habla de un crecimiento ilimitado en el ejercicio de las virtudes.


El matrimonio es una carrera de fondo que necesita de la perseverancia para conseguir que el otro llegue a su plenitud como mujer o como hombre o, dicho en breve, para hacerle feliz. Aquí, como en lo que sigue, la gracia y la fortaleza que confiere el sacramento es clave en el in-sistir y per-sistir de la vida conyugal: un mantenerse firme en lo que uno es, en su identidad propia como esposa o esposo, y en los compromisos que ha adquirido.


De ahí, que la fidelidad es mucho más que ‘no sostener una relación con otra persona distinta al cónyuge’, ese es su límite negativo; es, sobre todo, cuidar mi corazón como algo sagrado que sólo se debe entregar a ella/a él, y cerrar su puerta para que no entren otros amoríos: ese café prescindible con mi compañero/a de trabajo, ese problema que se cuenta a quien no corresponde, esa copa superflua después de una cena de trabajo, o esa manera de vestir en la oficina que da lugar a equívocos…: otra vez de pequeños detalles va la cosa, pues nada se rompe de golpe. La fidelidad –amor prolongado, amor liberal que se despliega en el tiempo– necesita existencialmente renovar (hacer consciente y libremente nuevo) con asiduidad el momento de la celebración nupcial.


Educar el corazón de los casados también requiere laboriosidad: el enamoramiento se pasa, vuelve, se vuelve a pasar, tiene intensidades, es un sube y baja: lo propio de los sentimientos. Sin embargo, el amor es más que un sentimiento, es acto de la voluntad, libre y responsable. Por tanto, es evidente que el amor matrimonial no puede estar supeditado a un sentimiento, y que en muchas ocasiones habrá que navegar sin viento, remando a contrapelo, y costará, y ‘dolerá’, …¿quién dijo que el amor es un camino de rosas? Pues acertó, espinas y flores, un combinado para llevar con optimismo y buen humor. Cuando eso ocurra qué oportuno será recordar aquella consideración de san Josemaría: “Tienes una pobre idea de tu camino cuando, al sentirte frío, crees que lo has perdido: es la hora de la prueba, por eso se te han quitado los consuelos sensibles”[5].


El problema se presenta cuando no se ve como algo normal el hecho de que en la vida hay un surtido de todo, y que las dificultades forman parte de lo ordinario; cuando uno, o los dos, viven en un mundo de fantasía, de permanente inmadurez personal trasladada a la convivencia conyugal, entonces uno o ambos se colocan fuera de la realidad, lo que es motivo de grandes sufrimientos en la familia.


Las crisis forman parte del recorrido del matrimonio, son un paso hacia la madurez y la consolidación del amor. Los matrimonios no llegan a cumplir sus bodas de plata o de oro porque estén 25 años en estado de enamoramiento perpetuo o simplemente juntos dejando pasar el tiempo, sino porque de la mano consiguen saltar las vallas de la vida, aunque parezca que la sociedad nos diga que si te encuentras con un muro es mejor que cambies de camino.


Las crisis tienen motivos diversos y pueden ocurrir incluso en momentos inesperados: por un cambio de trabajo que obliga a una separación, o por una enfermedad (física o psíquica) que se prolonga, o porque uno se ‘encierra’ en su mundo y no quiere compartirlo, o porque los defectos del otro cónyuge con el tiempo se hacen intolerables, o porque la educación de los hijos en ocasiones resulta agotador, o porque no se tienen. El diagnóstico, muchos dicen, que se debe a la falta comunicación: —Ya…, ¿y?



Pues vamos a prevenir en lugar de curar:


Promover un espacio semanal de ocio y descanso para disfrutar al estilo propio: una cena, una excursión, un pase de cine o de teatro, una exposición de arte, o hacer deporte juntos.

Cuidar los momentos para hablar del proyecto de familia: de los personales y de los de cada hijo y cómo se enfocan.

Tener un detalle mutuo de cariño cada día. Pero no hay que recriminar si no se recibe, sino seguir dando.

Respetar el espacio de intimidad personal para Dios y el de cada uno. Enriquece.

Tener una lista de cosas buenas del otro para leerlas cuando no se vean, y una lista de situaciones que excusen al otro (tendrá dolor de cabeza, habrá tenido un mal día...), si en algún momento todo se vuelve de color negro.

Como se ve esta tarea maravillosa del matrimonio requiere dedicación y creatividad. El día en que te casas lo haces con el cónyuge; todavía no hay hijos, pero casi sin que uno se dé cuenta acabas, si Dios lo quiere, viendo a los hijos de tus hijos, si ese es su camino, o su correspondencia a una vocación en el celibato.


Por eso es tan importante tener claro que hay que cuidar el nosotros, para que cuando llega la etapa en que los hijos van soltando amarras, tengamos un nuevo nosotros lleno de plenitud, que no dé lugar a chantajes emocionales con los hijos, que no sea carga sino apoyo para colaborar con ellos cuando lo necesiten, sin meternos donde no nos llaman, sabiendo estar en la retaguardia. Hemos dado gratuitamente, recibamos gratuitamente.


Como decía, con palabras sabias, la santa Teresa de Calcuta:


“Enseñarás a volar,


Pero no volarán tu vuelo,

Enseñarás a vivir,

Pero no vivirán tu vida,

Enseñarás a soñar,

Pero no soñarán tu sueño,

Pero en cada vuelo, en cada sueño, en cada vida

Estará la huella del camino enseñado”.


Y al final de los días, en la ancianidad, otra vez solos como cuando empezamos, solos pero contentos y esperanzados, apoyándonos en Dios como el primer día: porque hemos cuidado esos detalles pequeños que han trenzado el tapiz de nuestro matrimonio con luces y sombras; porque con perseverancia hemos sido fieles en cada momento; porque, aunque a veces no hayamos sentido nada, hemos seguido amándonos con plena libertad, porque nos ha dado la gana; porque, a pesar de los pesares, seguiremos juntos hasta que uno de los dos se marche al cielo con el nombre del otro en la frente.


La realidad humana del matrimonio

El matrimonio es una realidad natural, que responde al modo de ser persona, varón y mujer. En ese sentido enseña la Iglesia que “el mismo Dios es el autor del matrimonio (GS 48, 1). La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador"[1].

En lo fundamental, no se trata de una creación cultural, pues sólo el matrimonio refleja plenamente la dignidad de la unión entre varón y mujer. Sus características no han sido establecidas por ninguna religión, sociedad, legislación o autoridad humana; ni han sido seleccionadas para configurar distintos modelos matrimoniales y familiares según las preferencias del momento.

En los designios de Dios, el matrimonio sigue a la naturaleza humana, sus propiedades son reflejo de ella.

La relación específicamente matrimonial

El matrimonio tampoco nace de un cierto tipo de acuerdo entre dos personas que quieren estar juntas más o menos establemente. Nace de un pacto conyugal: del acto libre por el que una mujer y un varón se dan y reciben mutuamente para ser matrimonio, fundamento y origen de una familia.

La totalidad de esa donación mutua es la clave de aquello en lo que consiste el matrimonio, porque de ella derivan sus cualidades esenciales y sus fines propios.

Por eso, es entrega irrevocable. Los cónyuges dejan de ser dueños exclusivos de sí en los aspectos conyugales, y pasan a pertenecer cada uno al otro tanto como a sí mismos. Uno se debe al otro: no sólo están casados, sino que son esposos. Su identidad personal ha quedado modificada por la relación con el otro, que los vincula “hasta que la muerte los separe". Esta unidad de los dos, es la más íntima que existe en la tierra. Ya no está en su poder dejar de ser esposo o esposa, porque se han hecho “una sola carne"[2].

Una vez nacido, el vínculo entre los esposos ya no depende de su voluntad, sino de la naturaleza –en definitiva de Dios Creador–, que los ha unido. Su libertad ya no se refiere a la posibilidad de ser o no ser esposos, sino a la de procurar o no vivir conforme a la verdad de lo que son.

La "totalidad" natural de la entrega propiamente matrimonial

En realidad, sólo una entrega que sea don total de sí y una aceptación también total responden a las exigencias de la dignidad de la persona.

Esta totalidad no puede ser más que exclusiva: es imposible si se da un cambio simultáneo o alternativo en la pareja, mientras vivan los dos cónyuges.

Implica también la entrega y aceptación de cada uno con su futuro: la persona crece en el tiempo, no se agota en un episodio. Sólo es posible entregarse totalmente para siempre. Esta entrega total es una afirmación de libertad de ambos cónyuges.

Totalidad significa, además, que cada esposo entrega su persona y recibe la del otro, no de modo selectivo, sino en todas sus dimensiones con significado conyugal.

Concretamente, el matrimonio es la unión de varón y mujer basada en la diferencia y complementariedad sexual, que –no casualmente– es el camino natural de la transmisión de la vida (aspecto necesario para que se dé la totalidad). El matrimonio es potencialmente fecundo por naturaleza: ese es el fundamento natural de la familia.

Entrega mutua, exclusiva, perpetua y fecunda son las características propias del amor entre varón y mujer en su plenitud humana de significado.

La reflexión cristiana los ha llamado desde antiguo propiedades esenciales (unidad e indisolubilidad) y fines (el bien de los esposos y el de los hijos) no para imponer arbitrariamente un modelo de matrimonio, sino para tratar de expresar a fondo la verdad “del principio"[3].

La sacralidad del matrimonio

La íntima comunidad de vida y amor que se funda sobre la alianza matrimonial de un varón y una mujer refleja la dignidad de la persona humana y su vocación radical al amor, y como consecuencia, a la felicidad. El matrimonio, ya en su dimensión natural, posee un cierto carácter sagrado. Por esta razón la Iglesia habla del misterio del matrimonio[4].

Dios mismo, en la Sagrada Escritura, se sirve de la imagen del matrimonio para darse a conocer y expresar su amor por los hombres[5].La unidad de los dos, creados a imagen de Dios, contiene en cierto modo la semejanza divina, y nos ayuda a vislumbrar el misterio del amor de Dios, que escapa a nuestro conocimiento inmediato[6].

Pero, la criatura humana quedó hondamente afectada por las heridas del pecado. Y también el matrimonio se vio oscurecido y perturbado[7]. Esto explica los errores, teóricos y prácticos, que se dan respecto a su verdad.

Pese a ello, la verdad de la creación subsiste arraigada en la naturaleza humana[8], de modo que las personas de buena voluntad se sienten inclinadas a no conformarse con una versión rebajada de la unión entre varón y mujer. Ese verdadero sentido del amor –aun con las dificultades que experimenta– permite a Dios, entre otros modos, el darse a conocer y realizar gradualmente su plan de salvación, que culmina en Cristo.

El matrimonio, redimido por Jesucristo

Jesús enseña en su predicación, de un modo nuevo y definitivo, la verdad originaria del matrimonio[9]. La “dureza de corazón", consecuencia de la caída, incapacitaba para comprender íntegramente las exigencias de la entrega conyugal, y para considerarlas realizables.

Pero llegada la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios “revela la verdad originaria del matrimonio, la verdad del 'principio', y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente"[10], porque “siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces, los esposos podrán 'comprender' el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo"[11].

El matrimonio, sacramento de la Nueva Ley

Al constituir el matrimonio entre bautizados en sacramento[12], Jesús lleva a una plenitud nueva, sobrenatural, su significado en la creación y bajo la Ley Antigua, plenitud a la que ya estaba ordenado interiormente[13].

El matrimonio sacramental se convierte en cauce por el que los cónyuges reciben la acción santificadora de Cristo, no solo individualmente como bautizados, sino por la participación de la unidad de los dos en la Nueva Alianza con que Cristo se ha unido a la Iglesia[14]. Así, el Concilio Vaticano II lo llama “imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia"[15].

Esto significa, entre otras cosas, que esa unión de los esposos con Cristo no es extrínseca (es decir, como si el matrimonio fuera una circunstancia más de la vida), sino intrínseca: se da a través de la eficacia sacramental, santificadora, de la misma realidad matrimonial[16]. Dios sale al encuentro de los esposos, y permanece con ellos como garante de su amor conyugal y de la eficacia de su unión para hacer presente entre los hombres Su Amor.

Pues, el sacramento no es principalmente la boda, sino el matrimonio, es decir, la “unidad de los dos", que es “signo permanente" (por su unidad indisoluble) de la unión de Cristo con su Iglesia. De ahí que la gracia del sacramento acompañe a los cónyuges a lo largo de su existencia[17].

De ese modo, “el contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos integrantes de la persona (...). En una palabra, tiene las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no solo las purifica y consolida, sino que las eleva, hasta el punto de hacer de ellas expresión de valores propiamente cristianos"[18].

Desde muy pronto, la consideración de este significado pleno del matrimonio, a la luz de la fe y con las gracias que el Señor le concedía para comprender el valor de la vida ordinaria en los planes de Dios, llevó a san Josemaría a entenderlo como verdadera y propia vocación cristiana: “Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar"[19].