Evangelio (Mt 18,15-20)
Si tu hermano peca contra ti, vete y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que ‘cualquier asunto quede firme por la palabra de dos o tres testigos’. Pero si no quiere escucharlos, díselo a la Iglesia. Si tampoco quiere escuchar a la Iglesia, tenlo por pagano y publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
Comentario
La práctica cristiana de la corrección fraterna tiene sus raíces en el Evangelio. Es un medio fundamental para alcanzar la santidad y no desviarse del camino. En este pasaje, Jesús instruye a los discípulos sobre cómo deben practicarla entre ellos, con caridad, en privado.
La necesidad de corrección es universal, ya que a las personas les resulta difícil reconocer sus propias faltas. Así, su valor fue reconocido por autores paganos clásicos como Séneca (cf. De Ira, 3, 36, 4). San Ambrosio dio testimonio de esta práctica entre los católicos cuando escribió, en el siglo IV, “Si descubres algún defecto en el amigo, corrígele en secreto (...) Las correcciones, en efecto, hacen bien y son de más provecho que una amistad muda” (De Officiis Ministrorum II, 125-135).
El primer punto que se desprende del pasaje evangélico es que la corrección fraterna es algo bueno. Es necesario tener una actitud de humildad y disposición a aceptar la corrección. Sólo en la medida en que uno mismo esté dispuesto a aceptar la corrección fraterna y a enmendar su vida, sabrá cuándo y cómo es apropiado ofrecer una corrección fraterna.
Antes de hacer una corrección, conviene rezar por esa persona. Luego, una vez purificada la intención, sería prudente consultar a otra persona que esté en condiciones de juzgar si la corrección es oportuna o no.
Y entonces, con estas salvaguardas, estamos cumpliendo de forma muy práctica el mandato de amar al prójimo como a uno mismo, que es el mandamiento que resume todos los demás. Es el verdadero amor al prójimo el que nos lleva a cuidarnos tanto.
El afecto es importante para la eficacia de la corrección fraterna. Cuando las personas se preocupan realmente por los demás, la corrección fraterna será relativamente fácil, y será bien recibida porque el destinatario sentirá que el motivo es caritativo, y es humanamente más probable que lo asuma. De ahí la importancia de vivir la fraternidad en todos sus aspectos, y no sólo en la corrección de los demás.
También hay que perdonar cualquier ofensa antes de corregir. Justo después de este pasaje, Pedro pregunta a Jesús cuántas veces debe perdonar a su hermano cuando peque contra él. ¿Hasta siete? Y Jesús responde que no, hasta setenta veces siete. Donde hay verdadera caridad, con afecto, hay correcciones fraternas; y hay un verdadero ambiente de perdón también.
PARA TU RATO DE ORACION
La práctica de la corrección fraterna –que tiene entraña evangélica– es una prueba de sobrenatural cariño y de confianza. Agradécela cuando la recibas, y no dejes de practicarla con quienes convives. (Forja, 566)
Sed prudentes y obrad siempre con sencillez, virtud tan propia del buen hijo de Dios. Mostraos naturales en vuestro lenguaje y en vuestra actuación. Llegad al fondo de los problemas; no os quedéis en la superficie. Mirad que hay que contar por anticipado con el disgusto ajeno y con el propio, si deseamos de veras cumplir santamente y con hombría de bien nuestras obligaciones de cristianos.
No os oculto que, cuando he de corregir o de adoptar una decisión que causará pena, padezco antes, mientras y después: y no soy un sentimental. Me consuela pensar que sólo las bestias no lloran: lloramos los hombres, los hijos de Dios. Entiendo que en determinados momentos también vosotros tendréis que pasarlo mal, si os esforzáis en llevar a cabo fielmente vuestro deber. No me olvidéis que resulta más cómodo -pero es un descamino- evitar a toda costa el sufrimiento, con la excusa de no disgustar al prójimo: frecuentemente, en esa inhibición se esconde una vergonzosa huida del propio dolor, ya que de ordinario no es agradable hacer una advertencia seria. Hijos míos, acordaos de que el infierno está lleno de bocas cerradas.
(…) Para curar una herida, primero se limpia bien, también alrededor, desde bastante distancia. De sobra sabe el cirujano que duele; pero, si omite esa operación, más dolerá después. Además, se pone enseguida el desinfectante: escuece -pica, decimos en mi tierra-, mortifica, y no cabe otro remedio que usarlo, para que la llaga no se infecte.
Si para la salud corporal es obvio que se han de adoptar estas medidas, aunque se trate de escoriaciones de poca categoría, en las cosas grandes de la salud del alma -en los puntos neurálgicos de la vida de un hombre-, ¡fijaos si habrá que lavar, si habrá que sajar, si habrá que pulir, si habrá que desinfectar, si habrá que sufrir! La prudencia nos exige intervenir de este modo y no rehuir el deber, porque soslayarlo demostraría una falta de consideración, e incluso un atentado grave contra la justicia y contra la fortaleza. (Amigos de Dios, nn. 160-161)
La corrección fraterna, una tradición de raigambre evangélica
La corrección fraterna posee una profunda entraña evangélica. Jesús exhorta a practicarla en el contexto de un discurso sobre el servicio a los más pequeños y el perdón sin límites: “Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano”[1].
Él mismo corrige a sus discípulos en diversas ocasiones según nos muestran los evangelios: les amonesta ante el brote de envidia que manifiestan al ver a uno que expulsaba demonios en nombre de Jesús[2]; reprende a Pedro con firmeza porque su modo de pensar no es el de Dios sino el de los hombres[3]; encauza la ambición desordenada de Santiago y Juan, enmendando con cariño su equivocada comprensión sobre el reino que anuncia, al tiempo que reconoce las valientes disposiciones de los hermanos para “beber su cáliz”[4].
A partir de la enseñanza y del ejemplo de Jesús, la corrección fraterna ha pasado a ser como una tradición de la familia cristiana vivida desde el inicio de la Iglesia, una obligación de amor y de justicia al mismo tiempo. Entre los consejos de San Pablo a los cristianos de Corinto está el de “exhortarse mutuamente” (exhortamini invicem)[5]. Numerosos pasajes del Nuevo Testamento testimonian el desvelo de los pastores de la Iglesia al corregir los abusos que se estaban infiltrando en alguna de las primeras comunidades cristianas[6]. San Ambrosio, testigo de la práctica de la corrección fraterna, escribe en el siglo IV: “Si descubres algún defecto en el amigo, corrígele en secreto [...] Las correcciones, en efecto, hacen bien y son de más provecho que una amistad muda. Si el amigo se siente ofendido, corrígelo igualmente; insiste sin temor, aunque el sabor amargo de la corrección le disguste. Está escrito en el libro de los Proverbios las heridas de un amigo son más tolerables que los besos de los aduladores (Pr 27, 6)”[7]. Y también San Agustín advierte sobre la grave falta que supondría omitir esa ayuda al prójimo: “Peor eres tú callando que él faltando”[8].
2. La corrección fraterna, una necesidad del cristiano
El fundamento natural de la corrección fraterna es la necesidad que tiene toda persona de ser ayudada por los demás para alcanzar su fin, pues nadie se ve bien a sí mismo ni reconoce fácilmente sus faltas. De ahí que esta práctica haya sido recomendada también por los autores clásicos como medio para ayudar a los amigos. Corregir al otro es expresión de amistad y de franqueza, y rasgo que distingue al adulador del amigo verdadero[9]. A su vez, dejarse corregir es señal de madurez y condición de progreso espiritual: “el hombre bueno se alegra de ser corregido; el malvado soporta con impaciencia al consejero” (Admoneri bonus gaudet; pessimus quisque rectorem asperrime patitur)[10].
El cristiano precisa del favor que sus hermanos en la fe le hacen con la corrección fraterna. Junto a otras ayudas imprescindibles –la oración, la mortificación, el buen ejemplo–, esa práctica –ya presente en la Sabiduría del pueblo hebreo– constituye un medio fundamental para alcanzar la santidad, contribuyendo así a la extensión del Reino de Dios en el mundo: “Va por senda de vida el que acepta la corrección; el que no la admite, va por falso camino”[11].
3. Corregir por amor
La corrección fraterna cristiana nace de la caridad, virtud teologal por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Al ser la caridad el “vínculo de la perfección”[12] y la forma de todas las virtudes, el ejercicio de la corrección fraterna es fuente de santidad personal en quien la hace y en quien la recibe. Al primero le ofrece la oportunidad de vivir el mandamiento del Señor: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado”[13]; al segundo le proporciona las luces necesarias para renovar el seguimiento de Cristo en aquel aspecto concreto en que ha sido corregido.
“La práctica de la corrección fraterna –que tiene entraña evangélica– es una prueba de sobrenatural cariño y de confianza. Agradécela cuando la recibas, y no dejes de practicarla con quienes convives”[14]. La corrección fraterna no brota de la irritación ante una ofensa recibida, ni de la soberbia o de la vanidad heridas ante las faltas ajenas. Sólo el amor puede ser el genuino motivo de la corrección al prójimo. Como enseña San Agustín, “debemos, pues, corregir por amor; no con deseos de hacer daño, sino con la cariñosa intención de lograr su enmienda. Si así lo hacemos, cumpliremos muy bien el precepto: «si tu hermano pecare contra ti, repréndelo estando a solas con él». ¿Por qué lo corriges? ¿Porque te ha molestado ser ofendido por él? No lo quiera Dios. Si lo haces por amor propio, nada haces. Si es el amor lo que te mueve, obras excelentemente”[15] .
4. La corrección fraterna es un deber de justicia
Los cristianos tienen el deber de corregir fraternalmente a sus prójimos como una exigencia grave de la virtud de la caridad[16]. En el Antiguo Testamento encontramos ejemplos en los que Yahvé recuerda esa obligación a los profetas, como es el caso de la advertencia a Ezequiel: “A ti, hijo de hombre, te he puesto como centinela sobre la casa de Israel: escucharás la palabra de mi boca y les advertirás de mi parte. Si digo al impío: «Impío, vas a morir», y no hablas para advertir al impío de su camino, este impío morirá por su culpa, pero reclamaré su sangre de tu mano. Pero si tú adviertes al impío para que se aparte de su camino y no se aparta, él morirá por su culpa pero tú habrás salvado tu vida”[17].
La misma idea aparece en el Nuevo Testamento. El Apóstol Santiago señala: “Si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro hace que vuelva a ella, debe saber que quien hace que el pecador se convierta de su extravío, salvara el alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados”[18].Y San Pablo considera la corrección fraterna como el medio más adecuado para atraer a quien se ha apartado del buen camino: “Si alguno no obedece lo que decimos en esta carta [...] no le miréis como a enemigo, sino corregidle como a un hermano”[19]. Ante las faltas de los hermanos no cabe una actitud pasiva o indiferente. Mucho menos vale la queja o la acusación destemplada: “Aprovecha más la corrección amiga que la acusación violenta; aquella inspira compunción, esta excita la indignación”[20].
Si todos los cristianos necesitan de esa ayuda, existe un deber especial de practicar la corrección fraterna con quienes ocupan determinados puestos de autoridad, de dirección espiritual, de formación, etc. en la Iglesia y en sus instituciones, en las familias y en las comunidades cristianas. Quien hace cabeza necesita esa ayuda con mayor urgencia por la mayor responsabilidad que desempeña, pues “nadie que ha encendido una lámpara, la oculta con una vasija o la pone debajo de la cama, sino que la coloca sobre un candelero para que los que entran vean la luz”[21]. Del mismo modo, los que desempeñan tareas de gobierno o formación adquieren una responsabilidad específica de practicarla. En este sentido enseña San Josemaría: “Se esconde una gran comodidad —y a veces una gran falta de responsabilidad— en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros. Se ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen en juego la felicidad eterna —suya y de los otros— por sus omisiones, que son verdaderos pecados”[22 .
5. Disposiciones necesarias para hacer la corrección fraterna y para recibirla
La «comunión de los santos» entre los que unidos a Cristo muerto y resucitado vivimos aún peregrinos en este mundo, tiene en la corrección fraterna una de sus manifestaciones más genuinas. Todos los cristianos formamos en Cristo una sola familia, la Iglesia, para alabanza y gloria de la Trinidad[23].
Por eso, el ejercicio habitual de la corrección fraterna viene estimulado en el cristiano al tomar conciencia de su responsabilidad en la santidad de los demás, o sea, de su deber de colaborar a que cada bautizado persevere en el lugar donde ha sido llamado por Dios para santificarse. Esta conciencia se hace cada vez más viva fomentando de modo ordinario las disposiciones de solicitud hacia el prójimo, es decir, por medio de un “sano prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás”[24].
Otra actitud igualmente necesaria es estar dispuestos a vencer las dificultades que puedan presentarse: 1) una visión excesivamente humana y poco sobrenatural que lleve a pensar que no merece la pena hacer esa corrección; 2) el temor a contristar al corregido; 3) considerar que la propia indignidad impide corregir al otro, a quien se considere mejor capacitado o dispuesto; 4) juzgar que es inoportuno corregir cuando uno mismo posee –incluso de modo más acentuado– el defecto que ha de advertir en el otro; 5) pensar que ya no es posible una efectiva mejora en el corregido, o que esa corrección ya se hizo anteriormente sin aparentes resultados. Estos conflictos suelen proceder, en último término, de los respetos humanos, del temor a quedar mal o de un excesivo espíritu de comodidad. Se disipan fácilmente si está viva la conciencia habitual de la comunión de los santos y, por tanto, de la lealtad debida a la Iglesia y a sus pastores, a sus instituciones y a todos los hermanos en la fe.
Para recibir con fruto la corrección fraterna, el corregido debe actualizar con frecuencia sus deseos de santidad para ver en la advertencia recibida una gracia divina ordenada a la mejora en la fidelidad a Dios y en el servicio a los demás. El ejercicio de la virtud de la humildad le dispondrá adecuadamente para acoger las correcciones con agradecimiento, y le permitirá escuchar la voz de Dios sin endurecer el corazón[25].
6. Modo de hacer la corrección fraterna y de recibirla
De los consejos concretos de Jesús[26] y de otras enseñanzas evangélicas sobre la caridad se desprenden algunos rasgos característicos del modo en que ha de practicarse la corrección fraterna: visión sobrenatural, humildad, delicadeza y cariño.
Por ser una advertencia con una finalidad sobrenatural –la santidad del corregido , conviene que quien corrige discierna en la presencia de Dios la oportunidad de la corrección y la manera más prudente de realizarla (el momento más conveniente, las palabras más adecuadas, etc.) para evitar humillar al corregido. Pedir luces al Espíritu Santo y rezar por la persona que ha de ser corregida favorece el clima sobrenatural necesario para que la corrección sea eficaz.
Es oportuno también que la persona que corrige considere con humildad en la presencia de Dios su propia indignidad y se examine sobre la falta que es materia de la corrección. San Agustín aconseja hacer ese examen de conciencia, pues con frecuencia percibimos con facilidad en los demás precisamente los puntos que más nos faltan a nosotros mismos: “Cuando tengamos que reprender a otros, pensemos primero si hemos cometido aquella falta; y si no la hemos cometido, pensemos que somos hombres y que hemos podido cometerla. O si la hemos cometido en otro tiempo, aunque ahora no la cometamos. Y entonces tengamos presente la común fragilidad, para que la misericordia, y no el rencor, preceda a aquella corrección”[27].
La delicadeza y el cariño son rasgos distintivos de la caridad cristiana y también, por tanto, de la práctica de la corrección fraterna. Para asegurar que esa advertencia es expresión de la caridad auténtica, importa preguntarse antes de hacerla: ¿cómo actuaría Jesús en esta circunstancia con esta persona? Así se advertirá más fácilmente que Jesús corregiría no sólo con prontitud y franqueza, sino también con amabilidad, comprensión y estima. San Josemaría enseña en este sentido: “La corrección fraterna, cuando debas hacerla, ha de estar llena de delicadeza —¡de caridad!— en la forma y en el fondo, pues en aquel momento eres instrumento de Dios”[28]. Una muestra concreta de delicadeza será hacer la advertencia a solas con el interesado, prescindiendo de todo aquello comentarios o bromas que pueda perturbar el clima sobrenatural en el que la corrección se realiza.
Al practicar la corrección fraterna ha de evitarse la posible tendencia al anonimato. Esta inclinación desaparece en el que corrige cuando, con la gracia de Dios, hace un acto concreto de lealtad y piensa en la comunión de los santos. La lealtad le llevará a corregir a la cara, sin fingimientos ni rebajas, con la franqueza de quien busca el bien del otro y la santidad de la Iglesia. La necesaria firmeza en la corrección no es incompatible con la amabilidad y la delicadeza: quien corrige ha de ser como una “maza de acero poderosa, envuelta en funda acolchada”[29].
La virtud de la prudencia desempeña un papel importante como guía, regla y medida del modo de hacer –y también al recibir la corrección fraterna. “La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo”[30]. Por eso, una norma de prudencia, sellada por la experiencia, es pedir consejo a una persona sensata (el director espiritual, el sacerdote, el superior, etc.) sobre la oportunidad de hacer la corrección. Esta consulta, lejos de se ser acusación o denuncia, constituye un ejercicio sabio de la virtud de la caridad que busca evitar que alguien sea corregido de la misma materia por varias personas, y ayuda al que corrige a madurar en sus juicios y formar la propia conciencia; en definitiva, a ser “almas de criterio”[31]. La prudencia llevará también a no corregir con excesiva frecuencia sobre un mismo asunto, pues debe contarse con la gracia de Dios y con el tiempo para la mejora de los demás.
Las materias que son objeto de corrección fraterna abarcan todos los aspectos de la vida del cristiano, pues todos ellos constituyen su ámbito de santificación personal y del apostolado de la Iglesia. Cabe señalar de modo general los siguientes puntos: 1) hábitos contrarios a los mandamiento de la ley de Dios y a los mandamientos de la Iglesia; 2) actitudes o comportamientos que chocan con el testimonio que un cristiano está llamado a dar en la vida familiar, social, laboral, etc.; 3) faltas aisladas cometidas, en el caso de constituir un grave menoscabo para la vida cristiana del interesado o para el bien de la Iglesia[32].
Al recibirla, importa saber mantener una actitud adecuada que se resume en estos aspectos: visión sobrenatural, humildad y agradecimiento. Al recibir la corrección, es razonable que la persona corregida acepte la corrección con agradecimiento, sin discutir ni dar explicaciones o excusas, pues ve en el que corrige a un hermano que se preocupa por su santidad. En los casos en que ante una corrección brote la irritación o el disgusto del fondo del alma, convendrá meditar las palabras de San Cirilo: “La reprensión, que hace mejorar a los humildes, suele parecer intolerable a los soberbios”[33]. La prudencia aconseja en esos casos meditar en la presencia de Dios sobre la corrección recibida para penetrar todo su sentido; y, en el caso de no entenderla, para pedir consejo a una persona prudente (el sacerdote, el director espiritual, etc.) que le ayude a comprenderla en todo su alcance.